Entrevista con el escritor Raymundo Gómez Cásseres sobre su oficio narrativo, García Márquez y su amistad con el poeta Raúl Gómez Jattin.
A sus 68 años Raymundo Gómez Cásseres ya no se parece al de las fotografías que salen en las solapas de sus libros. Su cabeza rapada y su barba canosa estilo Dostoievski contrastan con el hombre de mentón lampiño que sonríe a la cámara en la contraportada de la novela Días así, ganadora en 1985 del Premio Nacional de Novela patrocinado por la Lotería de Bolívar. Tampoco es el mismo joven de abundante cabello que en una nota de la revista El Malpensante aparece almorzando junto al poeta Rómulo Bustos Aguirre y el periodista Jorge García Usta, un mediodía remoto de 1983. No, el viejo Ray es un tipo distinto ahora, con unos ojos que infunden respeto entre los numerosos estudiantes de literatura de la Universidad de Cartagena que todos los semestres acuden a él por un visto bueno, un consejo o una admonición.
A Ray lo leen en la universidad como a un autor de culto. Quien encuentra una primera edición de sus novelas en las librerías de viejo del Parque del Centenario siente que ha tropezado con un Santo Grial de la literatura underground. El 24 de abril de 1994, en un brevísimo artículo titulado “Y la pequeña cuota nacional”, la redacción cultural del periódico El Tiempo invitaba a los colombianos a dirigir su atención hacia Gómez Cásseres y otros escritores más silenciados por la indiferencia de la industria. Dos décadas después, Ray escribió un ensayo en donde afirma que en este país hay un ‘cartel literario’ en el que ciertas personalidades manejan a su antojo premios, concursos y marketing editorial. “Desde sus climatizadas oficinas de burócratas tocan con la varita mágica de su poder al que recibirá tal premio o ganará un concurso –dice Gómez Cásseres–, al que será el escritor del mes o del año, al que será traducido, reseñado, entrevistado (o no), invitado o excluido de ferias y de todos los festivales”.
Entre una novela y otra, Ray escribe poesía. Durante mucho tiempo fue director de Coloquio, un taller de escritura creativa que reunía a poetas y dramaturgos a los que todavía no se les había podrido el sueño de escribir. Recientemente, la editorial de la Universidad de Cartagena publicó Rostro del mar, una antología de poesía del Caribe colombiano en la que están incluidos cuatro poemas suyos. Uno de ellos, “Babel”, lo leo en voz alta mientras Ray descansa frente a la mesa que nos reúne en Cartagena:
Ni torre ni metáfora
simplemente otro ejemplo
de nuestro despropósito
Pretender la altura
que nos es vedada
cuya sola existencia nos confunde
Yo pienso que sí. Esa es una idea válida y angustiosa, aunque no puedo hablarte de ella sino en primera persona. Es decir, no puedo hablar por Balzac o Tolstoi, sino por mí. Cuando escribes estás buscando algo, llamémosle ‘altura’ (pero cualquiera puede darle otro nombre), y en esa búsqueda te agotas, recorres un camino, lo abandonas, te desvías, ingresas a otro camino y terminas en un laberinto donde concluyes “ya está, lo logré, esto era lo que quería”. Después pasa un tiempo, que puede consistir en días o años, vuelves a lo mismo y te das cuenta de que la búsqueda no ha terminado.
Porque siempre quieres cambiar una parte de lo escrito. Quieres eliminar frases, quitar una coma, colocar un nuevo punto, sustituir una palabra por otra. Y te dices “bueno, ahora sí”, y lo dejas. Y luego de un tiempo regresas y te enfrentas al mismo problema. Por eso creo que los escritores no terminan nunca sus textos, simplemente los abandonan. Tienen que abandonarlos. Si se proponen terminar su búsqueda jamás podrán hacerlo ni encontrarán lo que quieren.
Tengo una idea obsesiva, casi patológica, con el problema del mal, su presencia en el mundo y la vida. Esa búsqueda mía no es algo que pueda concretar sólo porque pueda manipular el lenguaje, sino que es algo que se escurre y siempre va a suscitarme una pregunta sin respuesta. Por eso reescribo. Y les pasa a todos los escritores. García Márquez, por ejemplo, cuando publicó su edición conmemorativa de Cien años de soledad en el 2007, comentó en una entrevista que le había hecho dieciséis nuevos cambios a esa edición. Jaime Alazraki, en su estudio sobre Borges, muestra las diferentes y sucesivas ediciones que el escritor argentino va haciendo de Ficciones a medida que pasa el tiempo. Y es que los escritores somos unos enfermos, sicópatas totales.
Para nada. Ambos oficios conviven de forma deliciosa como una pareja de amantes. Además, es una relación enriquecedora: aprendo más de mis estudiantes que de mí mismo.
A mí me encanta la buena literatura, sea ‘urbana’ o no. Sobre García Márquez hay que decir que es cierto que es un escritor cuyas historias transcurren en unos ámbitos que son rústicos, rurales y, cuando mucho, suburbanos. Es el caso de La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad con Macondo. Sin embargo, hay una gran diferencia entre esa atmósfera y la atmósfera rural de las novelas costumbristas y regionalistas de autores como Tomás Carrasquilla, Bernardo Arias Trujillo y Eduardo Caballero Calderón. No se pueden colocar en un plano de semejanza estas obras con la obra de García Márquez. Con García Márquez trasciende la localidad, y lo hace de una manera espectacular. Él tiene su propio lenguaje literario y es de una riqueza enorme que sólo a él le pertenece. Esto último lo digo porque hay muchos imitadores de García Márquez que están condenados a muerte: ahora sus libros son publicados porque manejan un buen marketing editorial, pero cuando ya no estén vivos sus libros desaparecerán de la historia.
A ellos los entiendo. Las estéticas literarias son el resultado de unas condiciones históricas definidas. Este es un postulado que, aunque no es absoluto, tiene mucha lógica. Si cambian las condiciones, cambian las estéticas. Pero a veces ni siquiera es necesario que cambien, la reacción de estos escritores se explica por un problema más de fondo. En el caso de García Márquez y otros autores como Rulfo, Carpentier y Lezama Lima, sus estéticas se agotan no tanto porque sus contextos históricos desaparezcan y los nuevos lectores reclamen obras que vayan acorde con la sensibilidad de la época, sino que se agotan porque sencillamente son una creación individual y personal que terminan con el escritor.
Mi relación con Raúl fue muy accidentada, grata, intensa. A él lo conocí en Bogotá y lo vi en varias obras de teatro. Era un buen actor, indudablemente. Recuerdo que en esa ciudad tuvimos varios encontronazos, especialmente en una cafetería que había en la Séptima con 19. Luego de un tiempo, cuando yo regresé a Montería, una de las primeras cosas que hice fue buscarlo. Por eso fui a verlo a Cereté y reanudamos nuestra relación. A partir de ahí, hablamos con mucha frecuencia. Cuando yo podía, iba a su casa en Cereté, y cuando él podía, iba a la mía en Montería. Solíamos salir a caminar por la avenida principal, la avenida del río; conversábamos, intercambiábamos lecturas y otras cosas más… Así fuimos levantando una amistad sólida. Luego Raúl se vino para Cartagena, y cuando lo hizo, ya yo estaba ahí. Él llegaba a mi casa en el barrio San Diego y a veces se quedaba a dormir. Esa fue una larga amistad en la que intercambiamos cartas que lamentablemente se perdieron en una mudanza. Actualmente sólo conservo tres cartas manuscritas de él, un telegrama lleno de entusiasmo que me mandó a raíz de una lectura que hizo de un cuento mío publicado en el extinto Diario del Caribe, varios dibujos suyos que dicen mucho de su locura y un poema en el que describe un retrato mío.
Así como ocurrieron esas muestras de amistad, hubo también episodios que comenzaron a deteriorar ese vínculo. La ruptura se dio por razones un poco complicadas (para mí no lo fueron tanto, pero para Raúl sí). A partir de esos conflictos se fue marcando una distancia que a mí inicialmente me dolió bastante, pero después adopté la actitud de que me importaba un comino. Hubo momentos tensos en los que estuvimos a punto de irnos a las vías de hecho.
Esa es una anécdota un poco chistosa. Yo vivía en San Diego en una propiedad familiar, una casa colonial hermosa y en ruinas. Había instalado un escritorio al pie de las ventanas que daban a la Plaza de San Diego, y ahí me sentaba a escribir todas las noches. Una madrugada estaba escribiendo y oí el ruido de alguien golpeando con un palo los barrotes de la ventana. Pensé que era alguien mamando gallo y no me inmuté. Cinco minutos después volvió a suceder lo mismo. Entonces abrí la puerta y salí hacia la calle en pantaloneta y sin camisa. La plaza estaba desolada, oscura. Como no vi a nadie regresé a la casa, otra vez a escribir. Pero al rato volvieron a pegarle a los barrotes de la ventana. Volví a salir y esta vez vi a Raúl en la mitad de la plaza, de pie y musculoso, con su pantaloneta, su camisa abierta y un objeto en la mano que parecía un palo o una varilla. Me quedé mirándolo y le dije “ajá, Raúl, ¿qué es lo que te pasa? ¿Me la vas a montar? Déjate de huevonadas”. Cómo respuesta, él me soltó una tanda de improperios de grueso calibre, y mientras me insultaba entré a la casa y saqué un bate de aluminio N° 9. Cuando salí, para que no le quedaran dudas de mi determinación, cerré la puerta de la casa detrás de mí. Le dije “¿qué es lo que quieres?”, y él se movió hacia el corredor de la Escuela de Bellas Artes. Entonces quedamos viéndonos un largo rato, esperando a que alguno de los dos arrancara. De pronto amagué un swing con el bate y Raúl comenzó a insultarme de nuevo, así que le pegué un batazo a una lata que había cerca y que sonó como un disparo.
Raúl se desorientó con el ruido y aproveché eso para avanzar hacia él. Retrocedió, nos miramos unos segundos, me dio la espalda y se fue. Yo caminé hasta el sitio en donde él había estado y me quedé ahí con el bate en la mano. No lo volví a ver.
Proyecto Burbuja es la tercera parte de una trilogía que se llama Todos los demonios. La primera parte de la trilogía es la novela Días así, donde el tema del mal es explorado desde la violencia; la segunda, Metástasis, donde el mal es visto desde la enfermedad; y en la tercera, titulada Proyecto burbuja, el mal es abordado desde el poder. Esta última novela es una metáfora del poder anómalo, una alegoría sobre la maldad. Tiene un componente bastante fuerte que es el abuso de niños, algo que he tratado de manejar de una forma impecable. La línea gruesa de toda esa narración gira en torno a la capacidad que posee el poderoso para orientar la historia, la sociedad y la vida, condenando a los seres humanos a lo peor mientras algunos se oponen a sus designios.
Ninguno. Una persona que quiere intentar escribir y pide consejos no merece escribir. Los que saben que están hechos para la escritura a nadie le consultan.
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