Fui a encontrarme con García Márquez en el hotel Mark de Nueva York, la mañana de un lunes de mediados de otoño. Yo iba con la excusa práctica de buscar una corbata que le había prestado a Jaime Abello y que Gabo ya había calificado como la más fea del mundo, pero mi verdadera intención era entrevistarlo. Tomás Eloy Martínez había sido el otro cómplice en la jugada. En mi mente había visualizado la ocasión en sus más mínimos detalles: un encuentro muy amigable en el que el maestro se entregaba a mis preguntas encadenando anécdotas y frases geniales una tras otra. Todo concluiría con García Márquez dedicándome con dibujos y fórmulas de afecto algunos de sus libros más importantes que yo llevaba en mi morral de estudiante.
Tomás Eloy me había prevenido que iba un poco de mi cuenta, pero nada me había preparado para lo que encontraría. García Márquez estaba renuente a dar la entrevista y tuve que arreglármelas para vencer dos obstáculos muy serios que se atravesaron en mi camino. Primero la negativa inicial que me dio con las más variadas excusas y luego mi propia duda entre si aceptarla e irme derrotado o tomar la situación como un desafío e insistir hasta lograrlo. Opté por lo segundo, de modo que toda la mañana se convirtió en un forcejeo. Usé todos los trucos posibles desde invocar a los amigos comunes hasta decirle que aquel era un encargo especial de mis editores en el diario El Nacional –a lo que el respondió: “!A los editores mándalos a la mierda!”– y nada parecía funcionar.
Cuando estaba a punto de desistir, él quizás percibiendo el tamaño de mi decepción o tal vez viendo que estaba decidido a lograr mi objetivo, me mandó a decir con el chofer de su enorme limosina blanca que lo esperara porque sí me daría la entrevista. Esa fue la primera parte de la lección magistral de periodismo que recibí aquel día. La segunda parte fue la entrevista misma. Por voluntad propia, García Márquez transformó la conversación en una clínica sobre la entrevista reprochándome con severidad paternal no conocer bien las técnicas y la ética del mejor oficio del mundo. Empezó reprobando el uso del grabador, siguió corrigiendo y editando las preguntas que le formulaba y concluyó ofreciendo una cátedra sobre el estado actual –en 1997– del periodismo latinoamericano y la importancia que en ese contexto tenía la FNPI.
Durante todo nuestro tenso diálogo, sin embargo, sentí que, ya fuera prestándole concentrada atención a sus palabras como lo hice o provocándolo con mis preguntas, fui ganándome su respeto o, al menos, su consideración, hasta que por fin entramos en una conversación franca y sin reticencias. Esto último no se lo debo tanto a él como a un instinto periodístico que se despierta cuando ciertas situaciones nos ponen a caminar por el filo de la navaja. La misión que yo me había autoasignado era entrevistarlo, pero en el trayecto de las siete horas que tuve que montarle guardia para lograrlo entendí que la verdadera misión estaba dispersa en las preguntas que yo quería hacerle, preguntas que de alguna manera reflejaban mis propios intereses.
Y eso fue lo tercero que aprendí durante aquella mañana, una entrevista de personalidad y actualidad como la que yo pretendía hacer siempre debe estar sustentada en la búsqueda del conocimiento original, a través de un cierto grado de confrontación y eso obliga al entrevistador y al entrevistado a ir más allá de sus propios lugares comunes. Me fui del Hotel Mark en un gran estado de nerviosismo y excitación, sin que Gabo me firmara ninguno de sus libros. Pero a cambio me había dado una lección magistral sin que yo la buscara y, tal vez, sin que él se lo propusiera. Incluso al prohibirme grabarlo, me había hecho el favor de obligarme a observarlo todo con detalle y a anotar sus respuestas con la mayor precisión pero prescindiendo de artificios y florituras.
Fue una lección sin grandes prédicas, sino a través del ejemplo y abarcó los campos centrales del oficio: la ética, la técnica y la práctica. Una de las lecciones más importantes e inolvidables que he recibido en mí vida como oficiante de este difícil, pero amado oficio.
Aquí la entrevista: La alergia del Gabo.
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