La entrevista que Juan Gustavo Cobo Borda le hizo a Gabriel García Márquez sobre novela y poesía.
El lunes 23 de marzo almorcé con Gabriel García Márquez en su blanco apartamento enclavado en los cerros desde los cuales se divisa toda Bogotá. Comimos pollo con verduras, pepinos y un bizcocho. Esa noche el presidente hablaría por televisión y anunciaría la ruptura de relaciones con Cuba.
Luego, en la sala, tomó café, leyó poemas inéditos de su amigo Álvaro Mutis, y lanzó, una vez más, delirantes declaraciones de entusiasmo ante el autorretrato previamente abaleado, que le había regalado el maestro Alejandro Obregón. Solo entonces fuimos capaces ambos de sacar fuerzas de flaqueza y meternos en su estudio «a trabajar».
Se trataba de un viejo proyecto sobre el cual siempre hacíamos chistes –«la entrevista del cachaco sapo al costeño corroncho»– y que consistía, simplemente, en que Gabo ya estaba harto de tantas entrevistas como le hacían y en las cuales solo le preguntaban de política, casi nunca de literatura y menos aún de poesía. Así que ahora, hundidos en confortables sillones de cuero, él, maniático de los aparatos –su verdadera pasión es la música– desenfundó su diminuta grabadora japonesa –«no tanto para que no me adultere, sino porque esta charla me va a servir para mis memorias»– y yo la mía, un voluminoso armatoste que al parecer me habían enseñado a manejar el día anterior, y nos lanzamos o un comadreo literario de cuatro horas. Él, atento a todo, se preocupaba de si mi grabadora grababa, y al final, extenuado, me rogaba que por amor de Dios destrabara esa vaina en compañía de alguien que supiera, porque de otro modo iba a borrar todo. Yo, atortolado ante los misterios de la técnica, apenas sí alcanzaba a introducir preguntas superfluas ante ese cuento perfecto que él iba deshilvanando delante de mí y que no era otro que el de su formación literaria. Ya que esta, ustedes perdonen, era la primera entrevista con grabadora que yo hacía en mi vida.
¿Cuál era el cuento de Dickens que el Dr. Galindo y su mujer leen en La mala hora?
El cuento de Navidad. Las referencias literarias que hay en mis libros, que son muchas, son siempre de las cosas que estoy leyendo en el momento en que escribo.
La hojarasca parte de la imagen de un niño sentado en una silla; El coronel no tiene quien le escriba, de un hombre que espera en un muelle de Barranquilla; El otoño del patriarca, de un anciano que deambula por un palacio lleno de vacas. Tu nueva novela, Crónica de una muerte anunciada, ¿de dónde proviene?
De un hecho real. De la muerte de un amigo. Es, sencillamente, un reportaje sobre un crimen no presenciado directamente por mí, pero sobre el cual estaba recibiendo una avalancha de información permanente. El episodio que sirvió de base –una noticia de periódico– ya está muy lejos. No solo han pasado veintiocho años, sino que se ha transformado por el tratado literario a que lo sometí.
¿Cómo hiciste, entonces, para desarmar toda esa compleja arquitectura literaria de El otoño y llegar a la aparente sencillez de esta Crónica?
Entre cada una de mis novelas siempre hay un libro de cuento. Cuando escribía en París La mala hora, esta se trabó y no salía nada. El coronel no tiene quien le escriba estaba adentro, estorbando, después de La mala hora. Igual me pasó con Los funerales de la Mamá Grande. La cándida Eréndira es el libro de cuentos de después de Cien años de soledad. La Crónica, que es en realidad una novela, es el libro de cuentos de después de El otoño, y antes de embarcarme en mis falsas memorias. Llevo cinco años haciendo periodismo político, como una forma de no perder contacto con la realidad. Reportajes sobre Cuba, Angola, Vietnam… Y, por ello mismo, cuando terminé Crónica, como quedé con el brazo caliente, seguí con mi columna periodística. Allí uso, si te fijas bien, el mismo estilo de la novela: testimonios de la gente, recuerdos míos.
Siempre me he preguntado qué significó para ti la lectura de Cuatro años a bordo de mí mismo, la novela de Eduardo Zalamea: una novela cuyo tema –La Guajira– es un tema tan tuyo.
Conocí a Eduardo antes de leer Cuatro años a bordo de mí mismo, alrededor de 1950. Una gran referencia literaria en Colombia, pero que resultaba inconseguible. Luego, cuando lo conseguí, descubrir La Guajira allí fue una maravilla.
Pero si es una Guajira vista por un cachaco.
Hombre, sí, los cachacos también ven bien. Tengo la impresión de que Eduardo tenía una Guajira imaginaria cuando se fue, llegó y contrastó dicha imagen con la Guajira real y sacó un promedio: una Guajira a la vez muy lírica y muy cruda. Pero ya antes de mí, la Guajira había entrado en la literatura colombiana: acuérdate de Luna de arena, de Arturo Camacho. Lo que sí creo es que esta experiencia de la Guajira cambió totalmente a Eduardo: el Eduardo que regresó de allí traía una noción de la vida completamente diferente. Dejó atrás una bohemia desatada y tormentosa –tú sabes que en la época de su viaje a la Guajira se pegó un tiro en el café Roma, de Barranquilla, el café de los refugiados españoles, queriendo suicidarse, y falló– y cuando trabajaba en El Espectador era un hombre con un sentido de la puntualidad y de la responsabilidad tan estricto que no se necesitaba reloj: uno podía saber la hora por el momento que Eduardo subía las escaleras del periódico. Además, era un mecanógrafo de primera. Escribía con diez dedos, a gran velocidad, y el texto salía como si fuera un tercer o cuarto borrador. De una perfección absoluta. Pienso también que Eduardo estuvo tanteando y buscando una novela que nunca pudo encontrar. Esa que llamaba la 4ª batería, y que quizá su asombrosa capacidad para estar al día en materia literaria frustró, lo que le creó perplejidades y desconciertos en el proyecto que llevaba adelante que, a juzgar por los capítulos aparecidos, nunca se concretó.
Creo que nos estamos adelantando. Tratemos de reconstruir tu formación literaria desde el comienzo. ¿Cómo empezó?
Llegué a Bogotá en 1943, cuando tenía trece años. Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde comienzos del siglo XVI. Estudiaba bachillerato en el colegio oficial de Zipaquirá. Para mí la literatura es la poesía y ya entonces, cuando llegué al colegio, me sabía de memoria todos los poetas clásicos españoles. No solo me los sabía y los recitaba, sino que los cantaba eternamente. También me sabía toda la poesía colombiana anterior a Piedra y Cielo. Yo debía estar en tercer año cuando llegó la noticia: el escándalo descomunal de unos tipos que estaban haciendo una poesía que no se entendía. El alboroto que se armó en este país por alguien que se atrevía a levantar la mano contra su padre. Contra Guillermo Valencia. ¿Y quién era el promotor de este desorden, el introductor de la subversión poética? Nada menos que Pablo Neruda. Para mí esa fue una revelación. Me di golpes de pecho y caí en la cuenta de que, con los románticos, parnasianos y neoclásicos, me había engañado por completo. Me puse a seguir entonces, con mucho interés, las presentaciones líricas que Eduardo Carranza, en el suplemento de Sábado, hacía de otros poetas. Allí recalcaba que el gran faro de ellos era Juan Ramón Jiménez, pero la impresión que siempre tuve (quizás porque nunca leí los libros de Juan Ramón que tocaba leer) es la de que estos muchachos de Piedra y Cielo, Carranza, Jorge Rojas, Camacho Ramírez, a mediados de los años cuarenta, eran mejores que él. En medio de la emoción de ese descubrimiento, un día, imagínate eso, me llegó la noticia de que uno de los miembros del grupo, Carlos Martín, iba de rector a Zipaquirá. Dio varias conferencias y me prestó dos libros fundamentales: La vida maravillosa de los libros, de Jorge Zalamea; y La experiencia literaria, de Alfonso Reyes.
¿Pero tú ya escribías?
Claro, hacía pastiches piedracielistas, pero como tarea de clase. La verdad es que si no hubiera sido por Piedra y Cielo no estoy muy seguro de haberme convertido en escritor. Gracias a esta herejía pude dejar atrás una retórica acartonada, tan típicamente colombiana. Al releer, años después, a Guillermo Valencia, comprendí que era una figura completamente inflada, una vergüenza pública, de la cual no se salva ni un solo verso.
¿Así que gracias a Piedra y Cielo descubriste la verdadera poesía, es decir, el lenguaje?
Cierto. Más tarde, cuando empecé a estudiar literatura en serio, comprendí el valor de ese viejo modo de hablar de mis abuelos, también típicamente colombiano, porque lo corregían a uno todo el tiempo. Pero había allí, en su anacronismo, una carga poética muy válida. Mi abuela, por ejemplo, no decía llorar sino requebrar y cantaba una canción en la cual aparecían dos amantes dándose quejas. Creo que uno respira, naturalmente, en alejandrinos y endecasílabos, y por eso los dejo así en mis libros. Igualmente, si la época literaria en que transcurre El otoño del patriarca exige una presencia como la de Rubén Darío, este aparece citado miles de veces. Además, Rubén Darío fue siempre exaltado por Piedra y Cielo como su gran capitán. Así no es raro que cuando corrijo las pruebas de cualquier novela mía, el primer repasón esté dedicado a decapitar metáforas piedracielistas: todavía quedan. Creo que la importancia histórica de Piedra y Cielo es muy grande, y no suficientemente reconocida. Para mí fue fundamental. Allí no aprendí solo un sistema de metaforizar sino, lo que es más decisivo, un entusiasmo y una novelería por la poesía que añoro cada día más y que me produce una inmensa nostalgia. Piensa tú en un país revuelto por unos loquitos que hacían versos. Unos orates contagiosos. En ese entonces, la agitación que había con la poesía es la misma que hay con el M-19.
¿Y Aurelio Arturo?
Conocí a Aurelio Arturo a través de Piedra y Cielo, pero nunca lo consideré como del grupo: siempre lo tuve como alguien que venía de antes y cuya ruptura, ya entonces, era mucho más decantada que la de Piedra y Cielo. Eso era lo lindo de Arturo: traía un refinamiento, una filtración de poesía, a la cual no habían llegado los piedracielistas. Él ya había dado el salto que los piedracielistas no dieron nunca. Mientras ellos se quedaban de piedracielistas, Aurelio continuaba volando, aparentemente más bajo, pero para llegar más lejos.
¿Y Álvaro Mutis?
Soy su amigo hace treinta años y nunca he hablado de su poesía. Pero también recuerdo esas experiencias de Mutis como si las hubiese vivido. También he pasado vacaciones en Coello; también he sentido el estruendo del río sobre las piedras, he oído esos pájaros extraños y sufrido idéntica desolación. Creo que el tono suyo, es el tono de la poesía. Gracias a él, yo también he vivido lo mismo.
Así que con Piedra y Cielo se da en cierto modo tu ingreso a la poesía y a la vez el límite: te topas contra una pared. ¿Cómo pasaste de ahí al cuento?
En el internado en Zipaquirá se tenía la costumbre de leer un libro, en voz alta, antes de dormirnos. Como a mí ya me gustaban los libros, y eso se sabía, casi que por fuerza de gravedad me fui apoderando de la función de sugerir qué libros deberían leerse, con lo cual el profesor se desentendía de escogerlos y yo oía los que no alcanzaba a leer por mi cuenta en clase. Allí se leyó, íntegra, La montaña mágica. Nosotros pedíamos que no se interrumpiese la lectura hasta no acabar el capítulo: y había luego unas discusiones eternas para saber si Hans Castorp se acostaba con Clawdia Chauchat o no. Y, claro está, también leímos Los tres mosqueteros (El conde de Montecristo lo había leído antes) y Nuestra Señora de París, Nostradamus, Cruz Diablo: un montón de cosas. Pero yo seguía con la obsesión de la poesía. Por eso, cuando terminé mi bachillerato y me fui para Bogotá, a la universidad, mi diversión más salaz era meterme en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar desde la plaza de Bolívar hasta la avenida de Chile y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de muchos otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante los viajes de círculos viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizás de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna. Entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo, sobre los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba a alguien, que era casi siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medianoche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido, y hablando de versos y versos y versos, mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.
Parece un poco triste, ¿no?
Sí, pero no te olvides que los costeños somos la gente más triste del mundo. Había, además, unos bailes de costeños del carajo en aquella época y recuerdo que en medio de la rumba abandonábamos a la novia y nos sentábamos en un rincón a soltarle a un tipo cualquiera el rollo infinito de la literatura, para acabar, taca–taca–taca–taca, recitando poesía. Eso no se cura nunca: es un vicio.
Como ahora, ¿no?
Ahí seguimos. Además, tú sabes: se luce uno mucho en las visitas. Pero, en serio: lo que quería entonces hacer en poesía es lo que he hecho en novela. Encontrar una solución poética.
¿Y cómo seguiste manteniendo el vicio?
Nunca tenía plata para comprar libros, pero siempre aparecían amigos que me los prestaban. Uno de ellos, Jorge Álvaro Espinosa, rosarista, hoy asesor económico de grandes empresas y que no tenía nada que ver con el mundo intelectual, poseía una de las culturas literarias más grandes que conozco. Él me prestó La metamorfosis, de Kafka. Llegué a la pensión de estudiante en que entonces vivía, me quité el saco, los zapatos, me acosté en la cama, abrí el libro, así, y comencé: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto». Cerré el libro y dije: «Ah, carajo, yo no sabía que eso se podía. Si la vaina es así, yo también puedo». Al día siguiente escribí mi primer cuento. Esas cosas que están en Ojos de perro azul y que son tan kafkianas.
¿Los que aparecieron en el suplemento Fin de Semana, de El Espectador?
Pero fíjate cómo son las cosas: en esos mismos días Eduardo Zalamea Borda, quien dirigía el suplemento Fin de Semana, de El Espectador, quien hablaba allí de Faulkner, de Hemingway, de Caldwell, quien era la persona mejor informada del mundo –el libro que por la mañana aparecía reseñado en el Time por la tarde ya estaba sobre su escritorio–, quien años más tarde, cuando volví a Bogotá, y entré a trabajar en El Espectador, sería mi jefe y uno de mis mejores amigos: en verdad, un excelente compañero de tragos, había escrito la eterna nota de respuesta a la eterna nota de protesta de otro joven de entonces que mandaba la eterna queja de siempre de que a los jóvenes no los publicaban. Entonces Eduardo dijo que la joven generación literaria no parecía muy convincente, pero que de todos modos las puertas estaban abiertas. Yo, por solidaridad generacional, mandé mi cuento y al domingo siguiente apareció, nada menos que con una nota de Eduardo, rectificando su anterior juicio pesimista y diciendo que sí había promesas valiosas, como este García Márquez. Cuando leí esto, me dije: «Ahora sí me jodí. No me queda más remedio que volverme un buen escritor, para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea».
Luego del 9 de abril de 1948, en que se te quemaron los pocos libros que tenías y, según dices, algún manuscrito, ¿qué pasó?
Luego me fui para Cartagena a trabajar en el periódico El Universal. Yo llegaba, escribía mi nota, cerraban el periódico a la una de la tarde y me iba, otra vez, a hablar mierda y a recitar poesía con Héctor Rojas Herazo, Donaldo Bossa y Gustavo Ibarra Merlano. Este último, un ser adorable, y hoy gran abogado de aduanas, llegó un día y me dijo: «Todas esas cosas que lees están muy bien, pero no tienen piso. Te hace falta una base», y durante dos años me dio una mano de griegos y de latinos por la cual le estaré agradecido toda la vida. No es que me prestara a Sófocles; es que me obligaba a estudiarlo, punto por punto, y luego me hacía examen. Y como él era un filósofo católico, me hizo leer a Kierkegaard y el teatro de Paul Claudel… Es que a mí siempre me tocó ir de monstruo en monstruo.
Y los amigos de Barranquilla, los que aparecen al final de Cien años de soledad: Álvaro (Cepeda Samudio), Germán (Vargas) y Alfonso (Fuenmayor), ¿cuándo los conociste?
Estando en Cartagena supe, a través de los periódicos, que en Barranquilla la cosa estaba más movida literariamente, más sabrosona. Y ahora, cuando te digo esto, y cuento por primera vez todas estas cosas, soy consciente de que andaba era detrás del desorden literario. Ellos ya habían escrito sobre mis cuentos; esa cosa mafiosa de meterlo a uno en grupo: costeños versus cachacos. Y allá me fui, y empezaron las grandes borracheras, y dele a hablar de literatura. Alguno de ellos, donde las putas, hacía cita de un libro que yo no conocía y al día siguiente me lo prestaba, y lo leía todavía borracho, y por la tarde ya podía hablar de él: era el cuento de nunca acabar. Con Gustavo había estudiado tres tipos claves: Hawthorne, Melville y Poe, pero Álvaro Cepeda, que se conocía muy bien sus clásicos, me dijo: «Todo eso es una mierda. Lo que tienes que leer es a los ingleses y a los norteamericanos». Jorge Rondón, de la librería Mundo, en Barranquilla, nos pedía que le ayudáramos a marcar los catálogos y, claro, pedíamos lo que a nosotros nos interesaba. Así, cada vez que llegaba una caja, hacíamos fiesta. Eran los libros de Sudamericana, de Losada, de Sur, aquellas cosas magníficas que traducía el grupo de Borges. Y estaban también esos libros que traducía Lino Novas Calvo –Contrapunto, Faulkner–, que era jefe de redacción de Bohemia, en La Habana, y que aparecían editados en la Argentina. Pero estando en Cartagena me dio la pulmonía y los médicos me aconsejaron que me fuera para la casa de mis padres en Sucre. Tenía que quedarme tres meses y entonces les mandé un papelito a la gente de Barranquilla pidiéndoles algo que leer. Llegaron tres cajas. Allí estaba todo. Faulkner, Virginia Woolf, Sherwood Anderson, Dos Passos, Theodoro Dreisser. A los tres meses, cuando les devolví los libros, tenía el problema de la novela resuelto.
Pero, ¿no habías escrito ninguna todavía?
Ah, esa es otra historia: la historia de cuando mi madre volvió a Aracataca, desde Barranquilla, a vender la vieja casa de los abuelos en ruinas y la acompañé. Había salido de Aracataca a los ocho años y no había vuelto nunca. Cuando llegamos a ese pueblo acabado, con un calor terrible, lo primero que hicimos fue entrar en una botica. Allí una señora estaba cosiendo a máquina. Mi madre le dijo: «¡Comadre!», ella hizo un gesto, así, se levantó, la abrazó, le dijo: «Comadre», y estuvieron llorando media hora, abrazadas, sin decirse nada. Al regresar, en el tren, esa misma tarde, empecé a preguntarle a mi madre por la historia de mi abuelo; de la familia, de dónde habían venido, y sentí que todo eso era un material literario que tenía allí dentro y que no sabía muy bien por dónde iba a reventar. Así que regresé de ese viaje y me puse a escribir, muy rápidamente, en Barranquilla, La hojarasca, con un método completamente woolfiano: su técnica es la de La señora Dalloway, aunque los críticos, que son tan brutos, no se hayan dado cuenta.
Y a Hemingway, ¿cuándo lo leíste?
Cuando salí del periódico El Heraldo, de Barranquilla, me fui para la Guajira un tiempo, con un maletín, a vender libros de medicina, y la enciclopedia Uteha. Así andaba por los pueblos, Aracataca, Fundación, El Copey, Valledupar, La Paz, Villanueva, San Juan del Cesar, Fonseca, Barrancas, Riohacha, La Guajira adentro, no vendiendo nada y leyendo, de noche, la enciclopedia. Estando un día en Valledupar, con un calor espantoso, en un hotel, me llegó la revista Life, enviada por esos locos de Barranquilla: allí estaba El viejo y el mar, que fue como un taco de dinamita. Porque lo que pasa es que los novelistas son unos lectores diferentes al resto de los humanos. Solo leen para saber cómo están hechos los libros. Se trata de una lectura puramente técnica, para desarmar el libro y ver cómo está cosido por dentro. Siempre he pensado que Hemingway, al cual debo varias de las mejores recetas técnicas para escribir, no tenía suficiente aliento para la novela. Su aliento le alcanzaba apenas para el cuento. El viejo y el mar está alargado y se le nota el relleno: todas esas reflexiones sobre Di Maggio y la pelota. Pero lo curioso es que lo más bello de Hemingway es esa novela frustrada, Al otro lado del río y entre los árboles, donde tú, que ya lo sabes leer, saltas por encima de esos diálogos artificiales, donde dice cosas extraordinarias, y captas lo que el viejo te quiere contar. Pero esta también es un cuento alargado. El mejor cuento de Hemingway es “La corta y feliz vida de Francis Macomber”, y es quizás uno de los mejores cuentos del mundo, pero es un cuento que tiene un error imperdonable en un principiante: Hemingway nos dice qué piensa Macomber, qué piensa Wilson, qué piensa la mujer, qué piensa el león, qué piensa el búfalo, y al final nos hace una trampa: dice que no sabe si la mujer lo mató deliberadamente o por accidente. La literatura es un tablero de ajedrez en que uno le explica al lector, desde el comienzo, cómo va a mover las fichas. Una vez que empieza el juego, no se pueden cambiar las reglas que uno mismo impuso.
¿Fue en Bogotá o en Barranquilla donde conociste a Hernando Téllez?
Lo conocí en Barranquilla y lo leía siempre todos los domingos en su columna. Pero donde más lo disfruté, porque era un ser entrañable, fue luego en Bogotá. Aquí nos pasábamos domingos enteros recitando versitos pendejos, hasta cuando la mujer de Téllez se encabronaba y se iba diciendo: ya no soporto más versitos pendejos. Versos como aquél de los fieros caballos.
¿Cuál?
“Había una vez un rey muy ducho
que maltrataba a sus vasallos,
los hacia montar fieros caballos
y los caballos los tumbaban mucho”.
Y después de Barranquilla, ¿qué pasó?
Que llegó Álvaro Mutis a vaciarme y a decirme que me estaba oxidando en la provincia. Entonces me vine a trabajar a El Espectador en Bogotá y a leer a Conrad, ambas vainas por culpa de Mutis. Conrad es el autor que leo con más placer: hay unas ganas de irse para esos libros y de vivir en esas páginas que no siento con ningún otro autor. Así que ya estaban dados los elementos básicos de mi formación literaria. Lo que importaba, de ahí en adelante, era mantener el motor caliente y andando. Pero creo que nunca, como entonces, se leía con tanto fervor y se vivía tan furiosamente. Lo que era la verdad, es decir, la literatura.
Una última pregunta: ¿qué significa “Halálcsillag”, el nombre que le das al buque fantasma, en uno de los cuentos de La cándida Eréndira?
Halálcsillag, el nombre que le di al buque fantasma en uno de los cuentos de La cándida Eréndira, significa «estrella de la muerte» en húngaro. Quería ponerle a ese barco el nombre de un idioma que no tuviese mar. Estaba en Barcelona, pensando en eso, cuando llegó mi traductor al húngaro, y se lo pregunté.
Nunca había visto a García Márquez tan sereno, tan cálido, tan centrado en su mundo, tan feliz de volver a vivir en Colombia; incluso, lo cual ya era el colmo, disfrutando la llovizna gris de Bogotá. Ahora, destrabando los malditos casetes, pienso que el resumen de esta charla ya lo había hecho Faulkner, años antes, en su entrevista de Paris Review: «Yo soy un poeta fallido», decía Faulkner. Tal vez todo novelista quiere escribir poesía primero, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, que es el género más exigente después de la poesía. Y, al fracasar también en el cuento, y solo entonces, se pone a escribir novelas. Lo grave de García Márquez es que fundió los tres y acertó.
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