Los curiosos métodos del escritor colombiano para combatir el miedo al avión.
Uno de los miedos más terribles de Gabriel García Márquez era el miedo a volar en avión. Según relató él mismo en una columna publicada el 26 de octubre de 1980 –“Seamos machos: hablemos del miedo al avión”– este terror comenzó una noche durante un vuelo de Miami a Nueva York. “El tiempo era perfecto y el avión parecía inmóvil en el cielo, llevando a su lado esa estrella solitaria que acompaña siempre a los aviones buenos, y yo la contemplaba por la ventanilla con la misma ternura con que Saint-Exupéry veía las fogatas del desierto desde su avión de aluminio. De pronto, en la lucidez de la vigilia, tuve conciencia de la imposibilidad física de que un avión se sostuviera en el aire, y me juré que nunca volvería a volar”, escribió García Márquez sobre el origen de esta fobia.
Para contrarrestar las posibilidades de un accidente, la madre del escritor, Luisa Santiaga Márquez, encendía una vela en su casa con la convicción de que aquel pequeño gesto tenía la fuerza de mantener el avión en el aire. Sin embargo, esto no tranquilizaba del todo a García Márquez. De modo que a lo largo de toda su vida –una vida llena de vuelos y aeropuertos– el autor colombiano reflexionó y aplicó distintos “remedios” para apaciguar sus miedos al momento de volar. Algunos fueron más exitosos que otros.
En el Centro Gabo los compartimos contigo:
En “Remedios para volar”, una columna publicada el 24 de febrero de 1981, García Márquez contó que la técnica que más le había funcionado para combatir su miedo al avión era una lista musical cuidadosamente diseñada de acuerdo a la duración del vuelo.
“No hay un recurso más eficaz que la música, pero no la que se oye por el sistema de sonido del avión, sino la que llevo en un magnetofón con auriculares. En realidad, la del avión produce un efecto contrario. Siempre me he preguntado con asombro quiénes hacen los programas musicales del vuelo, pues no puedo imaginarme a nadie que conozca menos las propiedades medicinales de la música. Con un criterio bastante simplista, prefieren siempre las grandes piezas orquestales relacionadas con el cielo, con los espacios infinitos, con los fenómenos telúricos. «Sinfonías paquidérmicas», como llamaba Brahms a las de Bruckner”, afirmó Gabo en su texto. “Yo tengo mi música personal para volar, y su enumeración sería interminable. Tengo mis programas propios, según las rutas y su duración, según sea de día o de noche, y aún según la clase de avión en que se vuele. De Madrid a Puerto Rico, que es un vuelo familiar a los latinoamericanos, el programa es exacto y certero: las nueve sinfonías de Beethoven”.
“Hacer el amor tantas veces como sea posible en pleno vuelo”, nos aconseja García Márquez. En su artículo “El amor en el aire”, publicado por primera vez el 4 de marzo de 1981, el novelista describe las propiedades medicinales del sexo entre las nubes.
“El amor es el remedio más drástico para el miedo al avión. En efecto, los científicos dicen que no hay mejor tranquilizante que el orgasmo. Además, si uno lo piensa bien, nada demuestra que esté prohibido intentarlo en los aviones. Está prohibido fumar durante el decolaje y el aterrizaje, en algunas áreas del avión y, sobre todo, en los servicios sanitarios, y por eso hay un letrero que se enciende y se apaga para recordarlo. Esto permite pensar que si estuviera prohibido hacer el amor habría también un letrero similar. Más aún: en mis miedos indómitos sobre todos los océanos nocturnos he tenido la paciencia de leer muchas veces el texto microscópico del contrato de vuelo impreso en los billetes y no he encontrado cláusula alguna que se oponga a ninguna función natural. De modo que si usted no lo hace debe ser simplemente por un malentendido. ¡Adelante, pues, y feliz viaje!”
Volar con miedo para contrarrestar el miedo. Algunos lo llamarían terapia de exposición. Otros tal vez piensen en las virtudes paliativas de la ironía. García Márquez les atribuye a Miguel Otero Silva, Ruy Guerra y Luis Buñuel la invención de este “remedio”. Lo hace en la ya mencionada columna “Seamos machos: hablemos del miedo al avión”.
“El escritor venezolano Miguel Otero Silva y el director de cine brasileño Ruy Guerra, por distintos caminos, han llegado a la conclusión de que la única manera de combatir el miedo al avión es volando con miedo, y lo combaten casi todos los meses. Carlos Fuentes, que no voló durante quince años y hacía unos viajes épicos de ocho días, cambiando de trenes, desde México hasta Nueva York, no sólo ha vuelto a volar, sino que la semana pasada fue a dictar una conferencia en la Universidad de Indiana, en una avioneta de un solo motor. Sin embargo, entre los grandes especialistas del miedo al avión no hay ninguno mejor que don Luis Buñuel, que a los ochenta años sigue volando impávido, pero muerto de miedo. Para él, el verdadero terror empieza cuando todo anda perfecto en el vuelo y, de pronto, aparece el comandante en mangas de camisa y recorre el avión a pasos lentos, saludando a cada uno de los pasajeros con una sonrisa radiante”.
Aunque no era un método efectivo en García Márquez, a otros amigos suyos, aerófobos como él, les resultaba provechoso atrincherarse en el cuartito donde se encuentra el lavamanos y el inodoro del avión.
“Tengo una amiga que no logra dormir desde varios días antes de embarcarse, pero su miedo desaparece por completo cuando logra encerrarse en el excusado del avión. Permanece allí tantas horas como le sean posibles, leyendo en un sosiego sólo comparable al del ojo del huracán, hasta que las autoridades de a bordo la obligan a volver al horror del asiento”, escribió Gabo en “Remedios para volar”. “Es raro, porque siempre he creído que la mitad del miedo al avión se debe a la opresión del encierro, y en ninguna parte se siente tanto como en los servicios sanitarios. En los excusados de los trenes, en cambio, hay una sensación de libertad irrepetible. Cuando era niño, lo que más me gustaba de los viajes en los ferrocarriles bananeros era mirar el mundo a través del hueco del inodoro de los vagones, contar los durmientes entre dos pueblos, sorprender los lagartos asustados entre la hierba, las muchachas instantáneas que se bañaban desnudas debajo de los puentes. La primera vez que subí a un avión –un bimotor primitivo de aquellos que hacían mil kilómetros en tres horas y media– pensé, con muy buen sentido que por el hueco de la cisterna iba a ver una vida más rica que la de los trenes, que iba a ver lo que ocurría en los patios de las casas, las vacas caminando entre las amapolas, el leopardo de Hemingway petrificado entre las nieves del Kilimanjaro. Pero lo que encontré fue la triste comprobación de que aquel mirador de la vida había sido cegado y que un acto tan simple como soltar el agua implicaba un riesgo de muerte”.
Se trata de otro “remedio” que no surtió efecto en García Márquez pero sí en otro amigo suyo: el escritor uruguayo Carlos Martínez Moreno.
“La lectura –remedio de tantos males en la tierra– no lo es de ninguno en el aire. Se puede iniciar la novela policiaca mejor tramada, y uno termina por no saber quién mató a quién ni por qué”, afirmó Gabo en “Remedios para volar”. “Siempre he creído que no hay nadie más aterrorizado en los aviones que esos caballeros impasibles que leen sin parpadear, sin respirar siquiera, mientras la nave naufraga en las turbulencias. Conocí uno que fue mi vecino de asiento en la larga noche de Nueva York a Roma, a través de los aires pedregosos del Ártico, y no interrumpió la lectura de Crimen y castigo ni siquiera para cenar, línea por línea, página por página; pero a la hora del desayuno me dijo con un suspiro: «Parece un libro interesante». Sin embargo, el escritor uruguayo Carlos Martínez Moreno puede dar fe de que no hay nada mejor que un libro para volar. Desde hace veinte años vuela siempre con el mismo ejemplar casi desbaratado de Madame Bovary, fingiendo leerlo a pesar de que ya lo conoce casi de memoria, porque está convencido de que es un método infalible contra la muerte”.
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