Foto archivo Gabriel García Márquez, Harry Ransom Center
Lectura

Los últimos días de Gabo vistos por su hijo mayor

Reseña crítica del investigador Ariel Castillo sobre "Gabo y Mercedes: una despedida", el más reciente libro de Rodrigo García Barcha.

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Foto archivo Gabriel García Márquez, Harry Ransom Center
Ariel Castillo

Tal parece que en estos tiempos de postrimerías del coronavirus estuviéramos asistiendo al nacimiento de un nuevo género literario: el de los testimonios sobre la trayectoria vital de García Márquez por parte de quienes tuvieron el privilegio de compartir con él durante algún instante su desigual sendero.

Fijadas las fechas, hallados y ordenados los documentos que establecen con precisión los momentos culminantes de su peregrinación pública, la vida privada y la secreta del escritor García Márquez comienzan a cobrar creciente protagonismo, como bien lo prueba la lectura de dos libros recientes: Gabo y Mercedes: una despedida, escrita por Rodrigo García Barcha, su hijo mayor, y Gabo + 8, del fotógrafo y cultivador de orquídeas, Guillermo Angulo, uno de los amigos más antiguos que le quedaban al escritor. Dos libros, sin duda, antitéticos, tanto en sus intenciones como en su calidad literaria. En esta ocasión me referiré al primero.

 

Crónica de una despedida

 

Escrito en inglés -con algunos problemas de traducción en cuanto a cierta sintaxis inglesa y la ambigüedad de algunas frases por el errático ordenamiento de las palabras o impropiedades o verbos sobrantes: “Sólo sé es que me muero de ganas de contarlo” (65); “El bigote es tan típico de suyo como la nariz” (77) -, porque no era fácil, con su luminoso linaje literario, lanzarse a escribir una obra narrativa en la lengua que ya no es tanto la de Cervantes, sino la de García Márquez, en una edición agradable (con capítulos ágiles y breves, letras grandes, espacios en blanco y excelentes fotografías), Gabo y Mercedes: una despedida resultó siendo un libro ameno, pese al dramatismo del tema, el relato de las últimas semanas de su padre desde cuando, con síntomas de resfriado, no pudo levantarse de su cama durante dos días consecutivos y su cardiólogo le diagnosticó neumonía, pero recomendó hospitalizarlo para unos chequeos de fondo, hasta el triste pero inevitable instante en que su corazón se detuvo poniendo punto final a una vida de excepción.

El 31 de marzo, tras su ingreso al hospital, una tomografía había revelado ciertas zonas sospechosas de lesiones malignas que pedían, para su correcta interpretación y tratamiento preciso, una biopsia, lo cual implicaba el uso de anestesia y, posiblemente, la respiración artificial a través de un ventilador. La familia, el 8 de abril, asesorada por su oncólogo, quien le calculó pocos meses de vida, decidió regresarlo a casa para garantizarle cierta calidad de vida, en lugar de la progresiva y dolorosa devastación que traería consigo, para todos, la rutina impersonal del hospital.

Pero los pronósticos fallaron y no hubo tales meses, sino solo tres semanas, en las que la probable reactivación del cáncer, la insuficiencia renal y el alto nivel del potasio provocaron el paro cardíaco. García Márquez, acomodado en el piso de arriba de la casa, en una cama hospitalaria, en el cuarto de los invitados (que había sido también sala de proyección), rodeado de enfermeras, médicos, empleados domésticos y del núcleo familiar, falleció el jueves 17 de abril, recién pasado el mediodía, pero la noticia se divulgó muchas horas después, cuando los miembros de la familia, dispersos entre París y Los Ángeles, pudieron llegar para el funeral.

La contemplación del padre, tendido e inmóvil, bajo el lino, como durmiendo, fue para Rodrigo una especie de epifanía que le permitió, al igual que Aureliano Babilonia al descifrar los pergaminos de Melquíades, ver, en los 87 años de su padre, la simultaneidad del presente, el pasado y el futuro: la mezcla de los gloriosos años anteriores a su infancia, conocidos a partir de los relatos de familiares, amigos y biógrafos, reunidos con los años gozosos del mediodía y los dolorosos finales, signados por la terrible penitencia de la pérdida de la memoria que le impidió al escritor volver a hacer lo que mejor sabía y más le gustaba: armar una historia extensa, sin dejar cabos sueltos, sin que le sobrara ni le faltara nada, con una coherencia interna a toda prueba, de manera que la realidad traspuesta y cifrada poéticamente se convirtiera en la revelación certera de múltiples aspectos inéditos de la condición humana.

De esa experiencia trascendental, brota la escritura de esta obra que, ceñida a una estricta delimitación temporal, pero enriquecida con evocaciones luminosas, como “Los funerales de la Mamá Grande”, reconstruye el momento terminal de la enfermedad, la suave agonía, la muerte y el funeral multitudinario del colombiano más importante del siglo XX. El libro dedica su último apartado al recuento de la muerte, en agosto de 2020, de Mercedes Barcha, la madre del narrador, quien la vio por última vez a través de una Tablet, en plena pandemia de COVID 19.

El libro culmina con la reflexión sobre el insuficiente conocimiento que se tiene de los padres, las preguntas sobre detalles, pensamientos, temores, esperanzas, intimidades, que se aplazan y, al final, nunca se formulan y quedan, para siempre, como datos escondidos, junto a la persistencia de enseñanzas cotidianas, consejos, gustos y recuerdos.

 

Una pregunta cruel

 

El encuentro solitario con la oscuridad fue siempre para García Márquez un motivo de intensa zozobra que, como le confesó a su amigo cundiboyacense Plinio Apuleyo Mendoza, lo acompañaba, desde el atardecer, en el viejo caserón de Aracataca donde vivía con sus abuelos, y se prolongaba durante el sueño, y sólo cesaba cuando la luz infantil de la mañana penetraba alegre por las rendijas de las puertas, y él, huérfano con padres vivos, ya despierto, volvía a encontrase con la figura del coronel Nicolás Ricardo Márquez, encarnación de su seguridad, quien lo quería tanto que no sólo le celebraba su cumpleaños, con tajaditas de plátano, los 27 de marzo, sino que cada 27 del año constituía un pretexto para una nueva conmemoración. En 1982, García Márquez evocaba esa terrorífica experiencia de las sombras:

 

De día, el mundo mágico de la abuela me resultaba fascinante, vivía dentro de él, era mi mundo propio. Pero en la noche me causaba terror. Todavía hoy, a veces, cuando estoy durmiendo solo en un hotel en cualquier lugar del mundo, despierto de pronto agitado por ese miedo horrible de estar solo en las tinieblas, y necesito siempre unos minutos para racionalizarlo y volverme a dormir. (El olor de la guayaba, p. 15)

 

Años después, ese pavor, se presentaba no sólo por las noches, sino asimismo en la hora de la siesta. En una de las más conmovedoras revelaciones del libro, Rodrigo recuerda cómo, durante su infancia, fue testigo de esos bruscos regresos de su padre a la realidad, tras un sueño intranquilo, y de la dramática demora para reubicarse en el reino de este mundo, sucesos que solían producirse tanto al final de la siesta, cuando despertaba “gritando, manoteando alrededor tratando de protegerse de algo o de alguien, aterrado, respirando con dificultad” (27), como por las noches, en las que no era “raro escucharlo gimiendo y respirando con dificultad y a mi madre sacudiéndole el hombro con fuerza para despertarlo” (28). Con la pérdida de la memoria, tales pesadillas diurnas y nocturnas cesaron.

No obstante, Gabo y Mercedes: una despedida, se inicia con una pregunta, un tanto cruel que, en la década de los 90, le formuló Rodrigo a su padre, a punto de llegar a los setenta años de su edad, acerca de qué pensaba, al apagar la luz. Y el escritor le respondió que pensaba que la vida se terminaba, pero aún quedaba tiempo, por lo que no había que preocuparse. Casi diez después, Rodrigo repitió la pregunta con un matiz mucho más emocional: qué sentía. Y el viejo, lúcido, le dijo que la cercanía del final, pero sin miedo, más bien con enorme tristeza.

Esta pregunta que abre el libro, en un juego de simetría que muestra la lucidez con la que está escrita esta obra, se reitera al final, pero ahora el hijo, que tiene casi la misma edad de García Márquez cuando lo interrogó por primera vez sobre el tema, se la formula a sí mismo. Y la respuesta, para Rodrigo, podría ser la misma que García Márquez le dio al reiterarle la pregunta por segunda vez: “Todavía no hay que preocuparse demasiado”; “No queda tanto tiempo, pero todavía queda tiempo”, como para proseguir con su proyecto cinematográfico y, tal vez, narrativo, ya sin la sombra viva y paralizante de su padre.

 

Arquitectura y epígrafes estratégicos

 

El libro está estructurado en 2 partes: primero, la crónica verbal y, luego, la visual. Pero intercalados en el relato, a manera de epígrafes, aparecen cinco fragmentos estratégicamente ordenados, extraídos de cuatro novelas de García Márquez, Cien años de soledad, El general en su laberinto, El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera, en las que se indaga en el mismo motivo del libro: los instantes finales de una vida, por lo demás, una constante presente en la obra garciamarquiana, desde su primer cuento, “La tercera resignación” (1947), y explorada, además, en La hojarasca (1955), “Los funerales de la Mamá Grande” (1962) y Crónica de una muerte anunciada (1981).

El primer epígrafe, el del capítulo inicial, toma de Cien años de soledad, la muerte, en paz, y cargada de simbolismo, del coronel Aureliano Buendía, mientras orina, con la frente apoyada en el castaño, al tiempo que se le extravía el recuerdo del circo que acababa de contemplar. Rodrigo recuerda la tarde de 1966, en Ciudad de México, cuando su padre terminó de escribir el final de ese capítulo XIII y entró al cuarto y se puso a llorar durante horas por haber tenido que matar a ese coronel presente desde el primer texto asociable con la escritura de Cien años de soledad, el capítulo “La casa de los Buendía”, publicado en Crónica en 1950. Obsesivo y fugaz, el coronel siempre reaparecía en los relatos relacionados con el mundo en decadencia de Macondo, “Un hombre viene bajo la lluvia” (1954), “Un día después del sábado” (1954), El coronel no tiene quien le escriba (1957) y “Los funerales de la Mamá Grande” (1962), hasta cuando cobró protagonismo en Cien años de soledad, como el emblema de un clima político de rebeldía y frustración.

El segundo epígrafe, en el capítulo 14, tomado de El general en su laberinto, remite a los últimos fulgores de la vida de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad, tocayo del autor, Gabriel José de la Concordia, mientras las voces africanas de los esclavos de la Quinta de San Pedro Alejandrino entonaban la salve de las seis en los trapiches. El final de estos dos grandes hombres está lleno de contrastes. A García Márquez, cuya familia lo salvó del embalsamamiento y de la exposición en cámara ardiente del cuerpo deteriorado, en México lo querían como a un hijo; en contraste, Bolívar se fue del mundo con la sensación de que en Colombia no lo quería nadie, porque en este país cada individuo es un país enemigo y las ideas que se les ocurren no son para unir, sino para dividir. Fernando Simón Bolívar Tinoco, el sobrino de Bolívar, a quien el tío había autorizado para rememorar sus años de glorias y desdichas, no pudo escribir sus memorias, “porque el destino le deparó la inmensa fortuna de perder la memoria”. En cambio, Rodrigo, el hijo de García Márquez, pasando por encima de códigos familiares, para fortuna de los lectores, sí se atrevió a contar con detalles muy reveladores las últimas cuestiones de la vida de su padre. Aunque Bolívar y García Márquez, hombres de su siglo, fallecieron lejos de su tierra natal, lo hicieron en circunstancias contrarias: el Libertador en una habitación precaria y prestada; el escritor, en su mansión mexicana, con todas las comodidades de la riqueza y la cálida compañía familiar.

El tercer epígrafe, en el apartado 22, recrea la llegada, por fin, a su álgebra y su clave, de la matrona Úrsula Iguarán, cuya muerte, por lo demás, aparece plena de coincidencias con la de su autor, en cuanto a la fecha, jueves santo, y las circunstancias, con pájaros que se estrellan contra paredes, mallas metálicas o vidrios. A partir de ese instante, el eje que le confería solidez y prosperidad a la familia comienza a desgastarse y se precipitan la consumación del incesto y el viento bíblico que borra a Macondo de la faz del mundo, pero no del orbe eterno de las letras.

El cuarto, en el capítulo 28, procede de El otoño del patriarca, y se ocupa del instante de su glacial otoño en el cual el patriarca Nicanor Alvarado, despojado de su poder perenne, descalzo y con ropa de menesteroso, penetraba en la patria de tinieblas de la verdad del olvido, enganchado en el garabato de carnaval de la muerte, mientras las muchedumbres se echaban a las calles cantando himnos de júbilo.

El último epígrafe, en el apartado 32, extraído de El amor en los tiempos del cólera, pone de manifiesto la sospecha tardía, pero plena de esperanzas, del capitán del barco al contemplar a los otoñales amantes, “de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites”. A una conclusión similar llega Rodrigo, de regreso a Los Ángeles, cuando se perdió en las nubes el avión donde viajaba, a diez mil pies de altura, sobre el cielo charro de México, arriba del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl, y se le dio por mirar a su vecina de asiento y vio que, desde su celular, leía Cien años de soledad, 47 años después de su publicación inicial (94).

La segunda parte del libro presenta una selección de fotografías correspondientes a momentos clave en la vida de Gabo y Mercedes -la juventud, los tiempos de estudiante, la boda en Barranquilla, los hijos-, y al ambiente de la casa donde murieron -el frente con sus buganvilias, la sala con el cuadro herido de Obregón, el patio (el día en que les anunciaron el Premio Nobel), la silla de descansar de Gabo en la que se recostó un arcoíris el día de sus exequias, la ambulancia triste en la que lo trasladaron al tanatorio, el homenaje solemne y multitudinario en Bellas Artes…

 

La fuerza de la forma

 

La anécdota del deceso, relativamente conocida, no es, sin embargo, lo más interesante del libro: como en Crónica de una muerte anunciada, lo sorprendente es su tratamiento, la forma en que está escrito por alguien que, si bien se había mostrado como un diestro narrador audiovisual, nunca había dado a conocer un relato construido a punta de puras palabras. Combinando en dosis estratégicas las minucias del relato con la reflexión y sugerentes y emotivas evocaciones del viaje vital de Gabito iniciado la tormentosa mañana del domingo 6 de marzo de 1927 en la efervescente Aracataca (1927), en la cual estuvo a punto de estrangularse con el cordón umbilical, hasta el mediodía tranquilo, en la región más transparente del aire, del jueves santo de 2014, cuando se produjo el fatal encuentro del escritor, con su último rostro, el rostro con el que recibe la muerte.

A partir de escenas, voces, imágenes, gestos, silencios y datos circunstanciales muy funcionales, y convirtiéndose él mismo en un personaje, Rodrigo García Barcha arma una historia relativamente lineal que logra trascender lo cotidiano y cargarlo de significativas sugerencias con base en los cuales construye un perfil persuasivo del escritor y un esbozo verosímil de la compleja personalidad de Mercedes.

 

Escenas

 

Clave en el libro es la elección de unas cuantas escenas cargadas de dramatismo y con vastas resonancias en el lector. Entre las más impactantes, se destacan la del llanto sin lágrimas del escritor al constatar que su privilegiada memoria, herramienta y materia prima de su producción, comenzaba a extraviarse y a desobedecerle, tal como le había ocurrido a su madre, en sus últimos años, y la de la inversión de roles que se producía cuando el hijo se despedía y el padre, que no lo identificaba con precisión, asumía un comportamiento de niño que ruega que no lo dejen solo (50).

Muy funcional, en la medida en que contribuye a salvar el escollo del patetismo, es la de la aparición de un estafador de supuesto apellido Porrúa, quien se presenta como perteneciente a la famosa familia de editores asturianos residentes en México, quien le pide prestados 200 dólares a Mercedes para pagar el transporte de emergencia que debió contratar para llegar a tiempo a las exequias del gran Gabo. Tremenda tumbada.

Hay otras escenas que revelan las complejas relaciones, entre el hijo y el padre, incluso ciertas pulsiones parricidas del heredero, como cuando se sienta en su escritorio o se acuesta en el cuarto donde murió o queda a solas con el féretro antes de la orden de la cremación y decide tomarle una foto y, luego, arrepentido, la borra.

 

Silencios e interrogaciones

 

Uno de los recursos empleados por García Barcha para atrapar el interés del lector es el de ir esparciendo a lo largo del libro una serie de interrogantes que deliberadamente deja sin resolver, porque su aclaración lo obligaría a salirse del tema central: ¿Cómo llegó el certificado de salida del hospital a la prensa? (21) ¿Dónde escuchó la secretaria que su padre tenía los pies bonitos? (26). En pleno homenaje en Bellas Artes se le da por pensar que algún representante de la vida secreta de su padre podría estar allí, pero opta por pasar de largo y no meterse en honduras impertinentes. Casi hacia el final, se menciona a un periodista, hermano del presidente de Colombia, que pone a Mercedes al día de los chismes calientes de la glacial Bogotá (88), sin osar decir su santo nombre en vano. Y en otro apartado, señala que sus padres, como todos los seres humanos, tenían también pies de barro, pero la afirmación se las deja ahí a los curiosos y perversos lectores. El narrador, no cabe duda, sabe mucho más de lo que cuenta y mediante esa serie deliberada de cabos sueltos apunta a lo intrincado de la realidad que, por supuesto, no se propone simplificar ni agotar. Son las reglas de su juego. Queda planteado un enigma lleno de sugerencias que el hipócrita lector verá como resuelve, y al hacerlo, enriquecerá la historia.

En otras ocasiones, el narrador se limita a transcribir preguntas de los personajes que contribuyen a generar suspenso: “¿así empieza el final?”, “¿Y entonces?”, “¿Hasta aquí llegó?”.

 

Datos circunstanciales

 

El libro maneja con eficacia la mención de pormenores que anclan al relato con firmeza en la realidad. Sin incurrir en descripciones minuciosas de la enfermedad y la muerte, Rodrigo sabe dosificar las informaciones que van acumulándose y al final le ofrecen al lector una panorámica amplia de los sucesos. No tenemos dudas de la veracidad de los cambios de posición del cuerpo, los masajes y los estiramientos para evitar escaras, la aplicación de cremas contra las úlceras por la presión y la falta de irrigación sanguínea en la zona genital, la dentadura postiza que como en Melquíades opera como mecanismo rejuvenecedor, el retoque en los mostachos del cuerpo sin vida, los programas de televisión coetáneos del suceso, como el homenaje a Octavio Paz, colega de García Márquez que era en México y América Latina como su antípoda en la visión de la política, la literatura y la vida social.

Otro recurso del narrador es la recreación de ciertos gestos típicos de los personajes que les confieren singularidad como el golpe con la mano en la frente y el frote en los ojos que repetía cuando se sentía abrumado o la ternura de Mercedes cuando intentaba domesticar con su pulgar las cejas rebeldes (75) del Premio Nobel o su impaciente manera de dar la espalda para enfatizar un desacuerdo con alguien y cancelar una discusión.

El autor logra, pues, un relato emotivo y conmovedor (duro y desgarrador, incluso), muy visual, apoyado en una excelente capacidad de observación para seleccionar detalles sensitivos y de vasta proyección en la memoria, casi siempre visuales, que dotan al relato de una indiscutible verosimilitud.

 

La palabra diáfana

 

Gabo y Mercedes: una despedidaestá escrito en una prosa neutra, transparente, casi invisible, como la de Relato de un náufrago, en la que rara vez se produce la sorpresa de un adjetivo, una comparación o un giro memorable: apenas en las últimas páginas, el lenguaje se suelta un poco y nos encontramos con unas “cejas indomables” (75), unos “párpados mediterráneos a media asta” (76), el bigote “como una cola de lagartija” (78) o “la educada máquina de la cremación” (80). En una ocasión se aventura el autor (o la traductora) en una metáfora que, por cierto, resulta desafortunada o infeliz, cuando identifica el cerebro de su padre, sede de su prodigiosa imaginación, con “un caldero de creatividad” (47). 

 

Intensidad

 

Como la diafanidad del lenguaje, también resulta muy eficaz la perspectiva en primera persona de un narrador testigo que se transforma transitoriamente en pasajero protagonista, quien se sabe dueño de un cuarto propio como cineasta (un sueño irrealizado de su padre), y, a partir de esa certeza, consolida una voz personal, en la que se reitera un mundo de referencias recurrente centrado siempre en ese universo de fotografías de estrellas de cine, costumbres paganas del espectáculo, programas médicos de la televisión, interpretación de papeles mal escritos y la edición de una película que, por nefasta coincidencia (32), versa acerca de la muerte de un padre, en la que el hijo podría perfectamente ser o parecer culpable, y donde se produce la veloz borradura del cadáver de la faz de la tierra.

Esa coherencia del tono se pone de manifiesto asimismo en la eliminación de explicaciones innecesarias para un destinatario implícito (que podría ser su padre, su hermano, Mercedes, es decir, los miembros del club de los cuatro), inmerso en la esfera de la historia. Tal parece que Rodrigo aplicase a su relato el consejo quiroguiano de contar “como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.” Sólo que en este caso, el narrador pertenece a ese pequeño ambiente.

La destreza narrativa de Rodrigo, a su vez, hace de su padre anciano y desmemoriado un personaje muy similar a los que pueblan las obras garciamarquianas desde La hojarasca hasta Memorias de mis putas tristes, con sus frases lacónicas, lapidarias, llenas de humor y sabias: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo” (19); “Todos me tratan como si fuera un niño. Menos mal que me gusta”. (19); “Sí lloro, pero sin lágrimas. ¿No ves que tengo la cabeza vuelta mierda?” (19); “Me quiero ir a mi casa. A la de mi papá.  Tengo una cama junto a la de él”. (19). Cuando un médico joven y necio le pregunta cómo se siente, la respuesta es rotunda: “Jodido”. (25). Como en el final de El coronel no tiene quien le escribe la “mala” palabra de la plebedad bien aventada le basta para condensar una carga de significación inconmensurable, permeada por el humor, esencia de su ser caribe, que sorprendentemente sobrevive a los estragos de la demencia.

 

Revelaciones y temas en contrapunto

 

Otro elemento que contribuye a mantener, desde la primera página, el interés del lector de Gabo y Mercedes: una despedida, es la sucesión de revelaciones al servicio de la idea central que coincide con la enunciada por Jorge Luis Borges en su “Poema de los dones”: la “declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/” privó a un escritor de su facultad artística más importante, la memoria con la que hilaba sus recuerdos y los transformaba en historias significativas, convirtiendo al memorioso mayor de las letras en lengua castellana en un anciano desorientado que no reconocía ni a la esposa de toda la vida (o, al menos, de 57 años y 28 días, de matrimonio católico), a quien veía como una impostora que daba órdenes y manejaba la casa ajena, ni identificaba a los hijos, aunque sí al chofer, a la secretaria, a la cocinera y a la empleada doméstica, pero sin recordar sus nombres; un hombre nervioso, porque no sabía dónde estaba, que intenta defenderse con preguntas generales para simular la continuidad de una conversación y suele perder el hilo de la idea o quedarse sin palabras, cuando había sido alguien que conocía el significado de todas las palabras del español (52) y, según su asistente, podía hablar de la manera más hermosa hasta de las cosas más horribles (20); un conversador ingenioso, divertido, casi tanto como buen escritor (17), dueño de imaginación fértil y una enorme disciplina para estructurar la forma y los límites del relato, con una infinita curiosidad y una colosal capacidad de concentración (76), que inerme ante la realidad, le suplicaba a los hijos, “Quédate. No me dejes”; un hombre de regreso a la semilla de la niñez que quería volver a dormir en su colchoncito, en el suelo, junto a la cama de su abuelo, en la casa que consideró siempre como su casa, el caserón de Aracataca.

Junto al tema anterior, a manera de contrapunto, a lo largo del libro se extiende otro: el del hijo que quiere transitar su propio camino, lejos de la esfera de influencia del éxito de mi padre (73), por lo que opta por escribir, como su padre, pero en un idioma que su padre leía, pero no podía hablar: alguien que se atreve a transgredir, mediante la escritura, la prohibición paternal y maternal de trasponer los límites entre lo familiar y lo público, y la consecuente vergüenza o remordimiento por haberse atrevido a violar la privacidad, así haya sido debido a la rilkeana fatalidad que gobierna a un narrador nato que se muere de las ganas de contar la historia que a su padre le hubiera gustado contar, pero estaba imposibilitado para hacerlo, aunque anticipó muchas de sus circunstancias en el universo de ficción de varias de sus novelas y cuentos: la del viaje final al corazón de las tinieblas.

Este segundo tema le confiere al libro una gran tensión que surge de la necesidad de escribir que se contrapone a las dudas ante su legitimidad por sus implicaciones, las cuales podrían hacer pensar en alguien que se aprovecha de un recurso impuro para propagar su propia fama. No obstante, García Barcha se resigna ante los elementos irracionales que están en la base del proceso creador, la fatalidad de los temas que terminan eligiendo su escritor y, ante cuya autenticidad, toda resistencia termina siendo inútil. Ronda así a lo largo del libro la sombra acusatoria de la culpa por transgredir la regla garciabarchana, impuesta desde la infancia, según la cual, lo que ocurría al interior de las paredes de la casa no tenía que saberse fuera de allí. Pero Rodrigo recuerda su condición de adulto que lo libera de obedecer imposiciones que nunca le consultaron. Ante la imposibilidad de vivir sin escribir, aspira al perdón que trae consigo todo buen relato (91).

 

Perfiles inéditos

 

Del libro de Rodrigo surgen perfiles inéditos, llenos de detalles desconocidos, de Mercedes y de Gabo, que nadie hubiera podido saber, de no contar con esa atalaya privilegiada de la convivencia cotidiana.

De Mercedes, según Gabo, “la persona más asombrosa que jamás hubiera conocido” (23), siempre enigmática, merced a su descomunal discreción, nos informamos de lo muy enterada que andaba de las noticias del mundo a través de la prensa virtual y también de su adicción a “los más escabrosos programas de chismes de televisión”, su apego al cigarrillo electrónico que, en casos de extrema emotividad, se convertía en cigarrillo de verdad verdad.

A menudo, impenetrable y desconfiada, el día de su boda no se puso el vestido de matrimonio hasta tener la seguridad de que Gabito estaba ya en la puerta de la Iglesia del Perpetuo Socorro (21).

Si a Úrsula Iguarán en ningún momento se le oyó cantar, a Mercedes no se le vio llorar tres veces en la vida y el último llanto duró sólo breves y veloces segundos.

Especial con las nietas, a las que a menudo hacía reír, quienes la veían como un ser único en el que se aliaban la excentricidad y la sensatez, la sobriedad y el escándalo, bordeando los límites de lo políticamente correcto, Mercedes fue una mujer que supo defender su dignidad hasta el último momento, lo que se puso de manifiesto cuando un presidente se refirió a ella como “la viuda” y entonces su reacción, con gran humor caribe, fue la de amenazar con declararle al primer periodista que se le atravesara que tenía el plan de volverse a casar tan pronto como pudiera (88).

Para Rodrigo, la figura materna se engrandece con el tiempo y la ausencia y recuerda su vitalidad, la energía que irradiaba, su franqueza y sus reservas, su indulgencia y su crítica, su apego al orden que no se contradecía con su valentía, su actitud afectuosa, aunque sin desbordamientos cariciosos, la aptitud para el disfrute y el control de las muestras de emotividad en los hijos, la imposición de la compostura, su persistente ansiedad que hubiera requerido de terapias y medicaciones, disimulada mediante la solidez y la firmeza con la que supo sortear el atropello de las adversidades que, junto a las alegrías, trajo consigo la convivencia con alguien inmerso en esa suma de mal entendidos que constituyen la esfera de la fama. Si para el hijo era compleja la relación con las múltiples facetas del padre, cómo no lo sería para quien convivió con el escritor durante 58 años y 28 días.

Pese a la brevedad del texto, no son pocas las revelaciones que nos aporta sobre García Márquez. Al terminarlo sabemos que:

había firmado la orden de NO resucitarlo en caso de un paro cardíaco;

dos muertes de amigos lo afectaron sobre manera: las de Álvaro Cepeda y la de don Guillermo Cano; 

la escritura de las memorias, la inició tras la ronda de quimioterapia, y si de los tres tomos proyectados sólo se terminó el primero, la interrupción obedeció, más que a problemas con la memoria, al temor de que los lectores fueran a confundirlo con un tipo jactancioso de codearse con presidentes, estrellas de cine, escritores exitosos, músicos eminentes, cuando en realidad, para Rodrigo, su padre nunca había dejado de ser, pese a las apariencias, una persona, discreta e introvertida (31);

en los años del deterioro de su memoria, quebró su propia decisión de no releer sus libros para evitarse la tentación de ponerse a corregirlos o paralizar la intuición, luz de su creación, mediante una conciencia excesiva en relación con sus materiales y procedimientos;

de manera paradójica, la pregunta que sus obras le generaban a sus lectores, origen de tantas investigaciones internacionales, “¿De dónde salió todo esto?” (47), se la suscitó al propio autor la relectura de los libros “cuando se desvanecía su memoria” (31);

el escritor nunca supo que el loro que murió tras veinticinco años en la casa mexicana, había sido enterrado, al igual que un perro, en el patio de la casa, el cual se convirtió así en una suerte de cementerio de mascotas; de haberlo sabido García Márquez, hubiera podido morir de miedo;

en su niñez había sido arquero de fútbol;

la pérdida de la visión en el interior del ojo izquierdo tras contemplar un eclipse sin la adecuada protección podría explicar ese persistente parpadeo que lo caracterizó en la infancia y que su padre creyó curarle con tratamientos de gotas homeopáticas;

en algunas ocasiones, por el hambre que había en su casa de sus padres, debió emplear grotescas estrategias para defender su comida -la gelatina y los patacones- de la voracidad de los hermanos;

en París debió remover la basura de la casa de una amiga para hallar algo comestible;

durante la escritura de El amor en los tiempos del cólera se la pasaba escuchando canciones de amor perdido o no correspondido, para aprender las técnicas óptimas que le permitieran evocar los sentimientos, aunque cuidándose de caer en la melosería del melodrama (51);

le encantaban las películas del hijo (73);

para superar los cuarenta y cinco minutos de la claustrofobia de una tomografía recitó, en silencio, un rosario de poemas, recurso similar al que apelaba Simón Bolívar cuando a punto de perder el sosiego debido a las adversas circunstancias se daba a murmurar como quien reza “estrofas completas de sus poemas predilectos”;

el trance de clarividencia en el que entraba cuando estaba escribiendo lo abstraía de tal manera que no retenía ninguna de las razones que Mercedes por uno u otro motivo le mandaba con sus hijos;

durante las tardes de la redacción de Cien años de soledad siempre se sentía seguro de estar “escribiendo la mejor novela desde las grandes novelas rusas del siglo XIX”, pero por las noches, de manera cíclica, tras esa pasajera euforia, terminaba sumido en la depresión por la incertidumbre y el temor al fracaso que, en la tarde siguiente, se transformaba otra vez en la certeza del éxito;

al final de sus días todavía se le iluminaban los ojos al escuchar las notas de la música de acordeón (50) que su familia le ponía a todo volumen en su habitación, las cuales lo sumían como en una cápsula protectora de las miserias del tiempo;

ajeno a todo eurocentrismo, veía siempre el mundo desde la cultura regional del Caribe, porque desde allí también se podía representar de manera poderosa la experiencia humana (51);

entre sus lecturas preferidas figuraban Los idus de marzo de Thorton Wilder, las obras de Frederick Forsyth, los diccionarios, las memorias de Mohamed Alí y la revista ¡Hola!

 

Un libro agradecible

 

Las anteriores y otras numerosas revelaciones y confirmaciones que pueblan la crónica de Rodrigo García Barcha, muchas de las cuales nos ayudan a precisar cuánto del autor hay en los personajes de sus ficciones, incluso en aquellas que poseen raíces históricas, nos mueven a darle las gracias al autor de este libro por facilitarnos una serie de informaciones a las cuales nunca hubiéramos tenido acceso, con las que ha construido un perfil profesional y familiar del escritor con sus gestos, conceptos, opiniones, hábitos, gustos musicales, amigos, proceso creador y lecturas que, ajeno a toda hagiografía, logra proyectar la gran calidad humana de García Márquez y, de paso, conseguir, con altura y decoro, el propósito fundamental que orientaba su creación: escribir para que lo quisieran más.

En el prólogo a La muerte en la calle de su maestro José Félix Fuenmayor, García Márquez afirmó:

 

Yo no sabía entonces, aunque quizás lo sospechaba, que el mundo está dividido entre los que saben contar un cuento y los que no lo saben. Es una virtud genética que no distingue sexos ni clases, ni edades ni colores. Nada: se tiene o no se tiene de nacimiento. El que la tiene puede enriquecerla con la vida real, domesticarla con la técnica, refinarla con las buenas lecturas, y llegar a ser un buen novelista, el que no la tiene no lo será nunca.

 

Con Gabo y Mercedes: una despedida, Rodrigo García Barcha, sin duda, se sitúa en el grupo de los que saben contar cuentos, y no sólo mediante imágenes, sino asimismo a través de las desobedientes palabras.

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