Siete historias cortas escritas por Gabriel García Márquez.
Las historias más cortas escritas por Gabriel García Márquez no se encuentran en sus libros de cuentos ni en sus novelas sino en su trabajo periodístico, especialmente en los comentarios anónimos que redactó en la columna “Día a Día” de El Espectador entre febrero de 1954 y junio de 1955.
García Márquez tenía entonces 27 años y había llegado a Bogotá por invitación del poeta Álvaro Mutis. Cuando lo contrataron en el periódico, “Día a Día” fue el primer espacio que le asignaron. Se trataba de una columna en la página 4 del diario, justo al lado del editorial, en la que colaboraban otros periodistas prestigiosos como Guillermo Cano, Gonzalo González y Eduardo Zalamea Borda (“Ulises”). Todos los textos de “Día a Día” se publicaban sin firma. No obstante, gracias a las investigaciones del crítico literario francés Jacques Gilard ha sido posible rastrear aquellos que fueron escritos por García Márquez.
La brevedad que caracterizó a estas narraciones de Gabo se debía, en parte, a que “sobraba” un espacio en el periódico que había que llenar. Eran, como sostuvo Gilard, “evocaciones o reflexiones sobre aspectos variados de la vida y del mundo”. Por su estilo y la temática constituían una prolongación de los artículos que el joven periodista había publicado en El Universal de Cartagena y en las Jirafas de El Heraldo de Barranquilla.
Un gran número de estas historias breves ocurría en diferentes países del mundo, pues eran curiosas reescrituras de cables noticiosos que llegaban desde el extranjero y de los cuales García Márquez rescataba la anécdota más llamativa.
En el Centro Gabo hemos seleccionado siete de estas narraciones cortas que bien podrían leerse como cuentos o microrrelatos. Las compartimos contigo:
Una extraña historia de amor a primera vista en Chicago. Se publicó 15 de noviembre de 1954.
Cuando acababa de guardar su locomotora, Joe Kogut recibió la noticia de que había heredado una fortuna y seguramente pensó con secreto optimismo que en su vida volvería a sacar la locomotora. Ni siquiera recordaba el nombre de su benefactora, una dama un poco alegre con quien tropezó en Chicago un día de elecciones, y con quien pasó la tarde, haciendo lo posible por manejarla tan bien como durante doce años había manejado a su locomotora. En realidad, para un maquinista de ferrocarril no debe de ser muy difícil entretener a esas damas tristes, afiliadas a los clubes de los corazones solitarios, que en las tardes electorales salen en busca de un partido mejor que los partidos políticos.
Para la dama, las cosas resultaron a las mil maravillas. Para Joe Kogut, aquello como que no fue nada más que una tarde electoral como cualquiera, pues volvió tranquilamente a sus paseítos en locomotora, en lugar de dedicarse a pasear espléndidamente en la cuenta bancaria de la dama. Ella le escribió versos. Unos versos nostálgicos y bien medidos, en los que seguramente se encontraba de vez en cuando una metáfora ferroviaria destinada a conmover el corazón del amado e indiferente maquinista.
Pero todo fue inútil. Joe Kogut siguió con su overol y sus enormes y ásperos guantes de cuero, arrastrando seres humanos hacia una ausencia con pasajes de ida y regreso, muy diferente de aquella ausencia sin retorno de que hablaba en sus versos su incidental amiga de la tarde electoral.
Fue ella –«en memoria de aquella tarde inolvidable»– quien le asignó en el testamento un último y desesperado poema de cuarenta mil dólares, precisamente en el momento en que el favorecido guardaba su locomotora. Allí fue donde comenzó su nostalgia. Su amarga nostalgia de otras muchas tardes electorales como aquella en que tropezó al azar con una desconocida, que fue para él como el número premiado de la lotería.
Cuando la suerte no tiene moral. El sorpresivo azar en las vidas de un ladrón y un lotero en Buenaventura. Fue publicada el 26 de febrero de 1954.
Un ciudadano de Buenaventura se apoderó de una lancha sin autorización del propietario. Lo pusieron en la cárcel, como era apenas natural, porque se justifica judicialmente que un hombre haya perdido el empleo, pero no se justifica que junto con el empleo haya perdido la honradez. De manera que lo pusieron en la cárcel.
También en Buenaventura otro hombre perdió su empleo, pero en vez de apoderarse de una lancha se dedicó al progresista y honorable oficio de lorero. Hace dos días el honrado lotero se encontró con el aprehensor de lanchas ajenas, y éste adquirió con el dinero derivado de ilícito alquiler del vehículo la última fracción del lotero.
Si la fracción no hubiera resultado favorecida, esta sería una edificante historia moral. Pero ocurrió exactamente todo lo contrario. Total, el lotero se ganó cincuenta centavos y el presidiario diez mil pesos. Parece entonces como si en este enigmático episodio hubiera algo que no es enteramente correcto. Algo ante lo cual nada se puede hacer, como no sea poner a la suerte en la cárcel. Por abuso de confianza, tal vez.
Un hombre en Estambul al que su esposa amarra a la pata de la cama para que no salga de la casa en busca de otras mujeres. Se publicó el 20 de diciembre de 1954.
En Estambul hay un hombre amarrado a la pata de una cama. Se llama Huseyin Tchinar, tiene 75 años y un color muy definido. Se encuentra en esa difícil situación porque su corpulenta y paciente esposa agotó todos los recursos –desde la persuasión hasta la violencia– para evitar que Huseyin siguiera persiguiendo a las adolescentes por las calles de Estambul.
La policía, que no había previsto el caso, no sabe si tiene autoridad para obligar a la esposa de Huseyin a que lo suelte de la pata de la cama, porque en realidad se desconoce un medio más eficaz y menos ofensivo que ese, para que el alegre septuagenario no persiga por las calles a las muchachas de Estambul.
Aunque Huseyin no lo ha dicho, tal vez esté pensando que la fórmula no sería tan mala si a su mujer se le hubiera ocurrido amarrarlo a la pata de una cama que no fuera la de su propia casa. Pero la esposa de Huseyin, que sabe lo que hace, podría decir en defensa de su fórmula que lo más importante de ella no es lo que tiene de eficaz, sino lo que tiene de simbólico.
Un ladrón de la provincia de Oruro, en Bolivia, que se confiesa ante el cura antes de amordazarlo y robar todos los objetos de valor de la iglesia. Fue publicada el 31 de diciembre de 1954.
La inviolabilidad del secreto de la confesión no permitirá que se sepa jamás lo que el astuto Pedro Guzmán le dijo al incauto cura de Pasmo, hace dos días, cuando el feligrés confesado se levantó con el santo y la limosna, protegido por el aura beatífica de la absolución. Tal vez sabía Pedro Guzmán que sería tan desproporcionadamente grande su próximo pecado, que decidió descargarse de todos los anteriores para que aquél le cupiera en el alma. Y en realidad le cupo entero, como en los bolsillos le cupieron cuatro cálices de oro, 175 perlas, 12 esmeraldas, dos patenas de oro y otras joyas.
Con su preciosa carga de sagrados objetos, Pedro Guzmán se fue, llevando a cuestas, además, el pecado más grande y más pesado que hasta entonces se hubiera cometido en toda la provincia Oruro. En la sacristía, el bueno, el ingenuo señor cura yacía amordazado, rodando por el suelo con la lista de los siete pecados capitales en el pensamiento, sin poder ponerse de acuerdo consigo mismo en cuanto a la magnitud del último pecado de Pedro Guzmán, que acaso sea, sin saberlo, el inventor del octavo pecado. O por lo menos el creador de una confusa mezcolanza pecaminosa formada con los peores ingredientes de por lo menos cuatro de los siete pecados capitales.
La fuga de un ladrón en Roma que arroja dinero a sus perseguidores. Se publicó el 5 de enero de 1955.
La opinión pública no se dedica a capturar ladrones. Por eso debió parecer desconcertante que una multitud de transeúntes romanos se precipitaran en pos de un ladrón, cuando alguien dio la voz de alarma para advertir que el ladrón llevaba en el bolsillo 300.000 liras.
Pero el caso es que también los ladrones saben que la opinión pública no se dedica a capturar ladrones por el simple deber de capturarlos, y saben también que 300.000 liras es una suma mucho mayor de la que alguna vez ha visto reunida la opinión pública. Por eso cuando se vio perseguido, el ladrón de esta historia romana, que por ser romana parece una leyenda, empezó a soltar liras en su desesperada carrera, tratando de ponerse a salvo como sueltan los barcos perseguidos una estela de humo.
No fallaron sus cálculos. La perseguidora muchedumbre, puesta en el caso de escoger entre el ladrón y las liras, se decidió por las liras, como era natural, mientras el ladrón se fugaba.
De algún modo, esto se parece a un soborno. Pero también de algún modo se parece a un soborno la recompensa que se ofrece a la opinión pública por la captura de un ladrón. El ladrón de la historia romana pagó 300.000 liras por su libertad. Acaso pensando, y tal vez habiendo pensado bien, que la multitud no lo perseguía por ser ladrón, sino por llevar 300.000 liras expropiables en el bolsillo.
Cuando llamarse igual a un histórico presidente de los Estados Unidos supone una carga. Esto le ocurrió a un Jorge Washington de Key West, Florida. Se publicó el 23 de febrero de 1955.
Un nombre famoso es una grave responsabilidad. Llamarse Jorge Washington, por ejemplo, es estar destinado a transitar por el mundo llevando a cuestas una estatua ajena. Es ya mucho tener que respetar a los demás y respetarse a sí mismo, para tener además que respetar por partida doble el nombre propio y el nombre de un héroe que le cayó a uno encima, en el agua de la pila bautismal.
Ese es el caso de un Jorge Washington natural y vecino de Key West, Florida, que tuvo el atrevimiento de conducir su automóvil sin estar provisto de la respectiva licencia y que por haber protagonizado un accidente en esas circunstancias se ha convertido en una noticia de primera página. De haberse llamado Joe Smith, como deben de llamarse varios millares de norteamericanos que conducen sin licencia y protagonizan accidentes, habría sido conducido sencillamente a la inspección de tránsito, y nada más.
Jorge Washington sobrelleva el sino de su nombre notable. Cualquiera tiene derecho a romperse la crisma a velocidades inverisímiles conduciendo su automóvil. Si se llama Jorge Washington está obligado a observar todas las reglas al pie de la letra, porque el único accidente que le fue permitido en su vida ya ocurrió en la pila bautismal.
El matrimonio de una pareja de enanos en Viena. Fue publicada el 6 de abril de 1954.
Wilhelm y Melitta tal vez no tengan nombres de enanos, pero lo son. Y además de enanos son marido y mujer, desde hace veinticinco años. Ayer, para celebrar sus bodas de plata, Wilhelm se vistió de chaqué y chistera y Melitta de traja largo y velo. Parecía exactamente lo que eran: dos enanos vestidos de novios para celebrar sus veinticinco años de vida conyugal.
Cuando penetraron a la inmensa catedral de St. Stephan, en Viena, había una tremenda multitud de dos mil colosos, congregada allí para ver a los enanos. Dos mil monstruos gigantescos es uno de los retablos más grandes del mundo. Era un mundo de monstruos: desproporcionados policías montando guardia en la puerta, enormes corceles blancos, afuera, uncidos a media docena de calesas inmensas y una doble fila de dos mil gigantes, viendo pasar a Wilhelm y Melitta, las dos únicas personas normales en aquella vertiginosa pesadilla.
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