Cuatro textos donde el escritor colombiano introduce a los lectores a la novela sobre el homicidio de Santiago Nasar.
Antes de su publicación en 1981, la Crónica de una muerte anunciada fue una historia que Gabriel García Márquez maduró en su cabeza durante treinta años, pues se basó en el homicidio de un amigo suyo perpetrado en 1951 en Sucre. El autor tenía apenas veinticuatro años, vivía en Barranquilla y se desempeñaba como columnista de El Heraldo cuando se enteró de la noticia. Sus padres, que en ese momento residían en Sucre, le contaron que Cayetano Gentile Chimento –el Santiago Nasar de la novela– había sido descuartizado en la plaza principal del pueblo por los hermanos Víctor Manuel y José Joaquín Chica Salas. Con el crimen, los asesinos buscaban desagraviar el honor perdido de su hermana, Margarita Chica Salas, a quien su marido había devuelto días después de la boda porque no era virgen.
El acontecimiento impactó tanto a García Márquez que quiso hacer un reportaje al respecto. Sin embargo, por respeto a la familia de la víctima, su madre le pidió que esperara a que murieran los padres de las partes involucradas para poder relatar la historia.
Finalmente, en 1981, Gabo decidió publicar la novela, poniendo en práctica todos los secretos del oficio de escritor que había aprendido desde entonces. Con la Crónica de una muerte anunciada, el autor colombiano regresó a la literatura luego de una década intensa dedicada al activismo político y al periodismo militante. La novela, breve y directa, mereció el elogio de la crítica y de los lectores no especializados, además de que vendió millones ejemplares alrededor del mundo. Se considera como un testimonio de la responsabilidad colectiva, la culpa y el honor en la sociedad Caribe de mediados del siglo XX.
En el Centro Gabo hemos seleccionado cuatro artículos de García Márquez que te ayudarán a aproximarte a este libro y que son muy útiles al momento de comprender los propósitos narrativos del autor al concebirlo. Los compartimos contigo:
Entre 1999 y 2001, la revista Cambio en Colombia tuvo una sección llamada “Gabo contesta” en la que el escritor colombiano respondía preguntas de sus lectores. En aquel buzón, el poeta y escritor José Luis Díaz-Granados preguntó por qué la muerte de Santiago Nasar se anunciaba desde el primer capítulo y no se guardaba como un misterio para el capítulo final. Gabo respondió el 1 de marzo 1999 con este texto revelador en donde reflexionó sobre el desarrollo técnico de su novela y el problema de la responsabilidad colectiva que implica su trama.
Los lectores de novelas policíacas –que somos muchos en el mundo– sabemos que el placer del enigma no es saber quién es el asesino, sino navegar por el archipiélago de las pistas y los despistes hasta descubrirlo en el momento justo en que lo previó el autor.
La explicación no es tan tonta como parece y tiene mucho que ver con la ética de la lectura. Saltar páginas para descifrar el final antes de tiempo es una debilidad moral que la propia conciencia se apresura a castigar. El cine policiaco parece estar un paso adelante: el espectador prefiere que lo hagan cómplice desde el principio y no que lo sorprendan en el minuto final con la revelación del misterio. Es decir: más que encontrar al muerto y a quién lo mató, lo que el espectador agradece es que lo lleven de la mano por los laberintos de la trama para participar en el descubrimiento secreto.
Pues bien: la primera versión de Crónica de una muerte anunciadapertenecía a esta última estirpe, de modo que la muerte del protagonista se mantenía en la duda hasta el final. Pues era el reportaje crudo y simple del asesinato de un amigo muy querido de la infancia, cometido en 1951, cuando yo hacía mis primeros pinitos de periodista en El Heraldo de Barranquilla. Mi madre me suplicó entonces que no lo publicara por consideración con la familia de la víctima. Pero veintisiete años después –cuando por fin decidí publicarlo como libro– muchos de los protagonistas mayores habías muerto y las nuevas generaciones no tenían noticias del drama. Fue entonces cuando decidí –no sé por qué– que la muerte se revelara desde el primer capítulo para que el lector quedara atrapado en la intriga y siguiera leyendo tranquilo página por página, y ojalá línea por línea, no para saber si lo mataron sino cómo lo mataron.
El añadido fue de sólo tres palabras al final del primer capítulo: Ya lo mataron. Sin embargo, ellas solas me cambiaron la perspectiva total del libro que ya creía terminado, y tuve que reescribirlo en su forma definitiva, no como reportaje sino como una novela compacta en primera persona. Pero que ya no era vivida sino recordada por un cronista sin nombre que había sido testigo presencial y además había hecho la investigación del crimen al cabo de veintisiete años de olvido.
Fue una de esas inspiraciones inexplicables que suelen ser providenciales en la vida de un escritor. El cambio de género, por supuesto, me obligó a cambiar también la estructura lineal y el realismo inmediato y apremiante del reportaje. (…) La primera versión, como ya estaba escrita, habría sido un desastre sin la química de la nostalgia y los desafueros de la poesía.
Esta fue una columna que García Márquez publicó el 26 de agosto de 1981 en los periódicos El País de España y El Espectador de Colombia. Crónica de una muerte anunciada acababa de salir al mercado y ahora el escritor colombiano relataba los pormenores sobre el desenlace de su libro. Gabo afirmó que sin el descubrimiento tardío de que Bayardo San Román estaba viviendo de nuevo con Ángela Vicario, no se hubiera sentado a escribir la novela.
Poco antes de morir, Álvaro Cepeda Samudio me dio la solución final de la Crónica de una muerte anunciada. Yo había vuelto de Europa después de un viaje muy largo, y estábamos en su casa de domingos, frente al mar miserable de Sabanilla, cocinando su legendario sancocho de mojarras de a 2.000 pesos. "Tengo una vaina que le interesa", me dijo de pronto: "Bayardo San Román volvió a buscar a Ángela Vicario".
Tal como él lo esperaba, me quedé petrificado. "Están viviendo juntos en Manaure", prosiguió, "viejos y jodidos, pero felices". No tuvo que decirme más para que yo comprendiera que había llegado al final de una larga búsqueda.
Lo que esas dos frases querían decir era que un hombre que había repudiado a su esposa la noche misma de la boda había vuelto a vivir con ella al cabo de veintitrés años. Como consecuencia del repudio, un grande y muy querido amigo de mi juventud, señalado como autor de un agravio que nunca se probó, había sido muerto a cuchilladas en presencia de todo el pueblo por los hermanos de la joven repudiada. Se llamaba Santiago Nasar y era alegre y gallardo, y un miembro prominente de la comunidad árabe del lugar.
(…)
La revelación de Álvaro Cepeda Samudio en aquel domingo de Sabanilla me puso el mundo en orden. La vuelta de Bayardo San Román con Ángela Vicario era, sin duda, el final que faltaba. Todo estaba entonces muy claro: por mi afecto hacia la víctima, yo había pensado siempre que esta era la historia de un crimen atroz, cuando en realidad debía ser la historia secreta de un amor terrible. Sólo que estuve a punto de no conocer nunca sus pormenores ocultos, porque Álvaro y yo nos desbarrancamos dos horas después en el camión del Catatumbo de Alejandro Obregón, y no nos matamos de milagro. "¡Puta vida", pensaba, mientras caíamos hacia el fondo de aquel mar perdulario; "tanto buscar este final, para morirme sin contarlo!" Tan pronto como me restablecí, sobre todo del susto, me fui a buscar a Bayardo San Román y Ángela Vicario en su casa feliz de Manaure, para que me contaran los secretos de su reconciliación increíble. Fue un viaje más revelador de lo que yo pensaba, y por mejores motivos, porque a medida que trataba de escudriñar la memoria de los otros, me iba encontrando con los misterios de mi propia vida.
Se trata de la segunda parte de la columna anterior, publicada en El País y El Espectador el 2 de septiembre de 1981. En ella García Márquez profundizó en los personajes que componen la Crónica de una muerte anunciada y mencionó sus referentes en el mundo real. La prostituta María Alejandrina Cervantes, el padre Carmen Amador y el estudiante de medicina Cristóbal Bedoya se pasean por el texto. Quizás la historia más interesante de la columna sea la de cómo Santiago Nasar vuelve a la mente del escritor varias décadas después en la sala de embarcar de un aeropuerto de Argel.
Un año después de que Álvaro Cepeda Samudio me dio la clave, final, el libro estaba listo para ser escrito. Sin embargo, por algunos de esos motivos demasiado simples que los escritores no logramos entender, pasa todavía mucho tiempo sin que lo escribiera; más aún: hubo una época en que lo olvida por completo. De pronto, en el otoño de 1979, Mercedes y yo estábamos en la sala oficial del aeropuerto de Argel, esperando que nos llamaran para embarcar, cuando entra un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia y con un halcón amaestrado en el puño. Era una hembra espléndida de halcón peregrino, y en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acordé de Santiago Nasar, que había aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes criollos, y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia feliz. En el momento de su muerte tenía en su hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un neblí escocés adiestrado para la defensa personal.
Sin embargo, la evocación de Santiago Nasar no fue tan comprensible como me pareció cuando vi entrar al monarca del desierto con su animal de volatería coronado de oro. Fue más bien un zarpazo del destino. En el avión de regreso comprendí que la historia tantas veces diferida había vuelto esta vez a quedarse para siempre, y que no podría seguir viviendo un solo instante sin escribirla. La sentía entonces con tanta intensidad como no la había sentido nunca en 32 años, desde el lunes infame en que María Alejandrina Cervantes irrumpió desnuda en el cuarto donde yo continuaba dormido a pesar de las campanas de incendio, y me despertó con su grito de loca: "Me mataron a mi amor".
El 13 de octubre de 1982, ocho días antes de que la Academia Sueca lo anunciara como ganador del Premio Nobel de Literatura, García Márquez escribió este artículo sobre la fatalidad y la responsabilidad colectiva en Crónica de una muerte anunciada. Allí explicó que la muerte anunciada de Santiago Nasar no era el resultado de un destino inexorable, sino de la negligencia de quienes atestiguaron el crimen, todo evidenciado en las personalidades opuestas entre sí de Clotilde Armenta y Pura Vicario.
Clotilde Armenta, que es un personaje de mi novela más reciente, exclamó de pronto en alguna parte del libro: “¡Dios mío, qué solas estamos las mujeres en el mundo!”. Rossana Rossanda, que es uno de los seres humanos más inteligentes que conozco, me preguntó en una entrevista de prensa cómo había llegado yo a esa conclusión.
(…)
El personaje de Clotilde Armenta, que no existió en la realidad, fue inventado por mí, de cuerpo entero, porque me hacía falta como contrapeso a Pura Vicario, la madre de la protagonista principal. El carácter de Clotilde Armenta lo fui construyendo a medida que lo escribía, de acuerdo con los meandros imprevistos del drama. Siempre tuve la intuición de que el crimen de la realidad no se pudo impedir porque en la vida real no existió una mujer como ella, y en algún momento tuve la tentación de que, en efecto, lo impidiera en el libro. Sin embargo, a cada paso me daba cuenta de que lo único que ella podía hacer para impedirlo era solicitar la ayuda de otros, y casi siempre esos otros eran hombres. Era una realidad, no sólo dentro de la ficción, sino dentro de las condiciones sociales del pueblo. En la culminación del drama, yo mismo descubrí, no sin cierto deslumbramiento, que era allí donde radicaba la impotencia de Clotilde Armenta para impedir el crimen. Entonces fue cuando exclamó: “¡Dios mío, qué solas estamos las mujeres en el mundo!”. No lo dije yo. Lo dijo ella, aunque sea algo difícil de entender por alguien que no sea escritor. Sin embargo, creo que ella y yo lo descubrimos al mismo tiempo, y que al descubrirlo nos dimos cuenta de que lo sabíamos desde hacía mucho tiempo pero no lográbamos explicárnoslo.
(…)
Otro aspecto que le interesaba mucho a Rossana Rossanda era el ingrediente de la fatalidad en el drama. En realidad nunca me interesó la fatalidad como factor determinante. Lo que se parece a la fatalidad en Crónica de una muerte anunciadano es más que un elemento mecánico de la narración. Tal como en el Edipo rey, de Sófocles –aunque parezca extraño en una tragedia griega–, cuya esencia no es la fatalidad de los hechos sino el drama del hombre en la búsqueda de su identidad y su destino.
En mi novela, mi trabajo mayor fue descubrir y revelar la serie casi infinita de coincidencias minúsculas y encadenadas que dentro de una sociedad como la nuestra hicieron posible aquel crimen absurdo. Todo era evitable, y fue la conducta social, y no el fatum, lo que impidió evitarlo. Rossana Rossanda no sólo estaba de acuerdo, sino que tal vez descifró la clave más inquietante. “Éste no es el drama de la fatalidad”, me dijo, “sino el drama de la responsabilidad”. Más aún: el drama de la responsabilidad colectiva. Yo creo, incluso, que la novela termina por desprestigiar el mito de la fatalidad, puesto que trata de desmontarlo en sus piezas primarias y demuestra que somos nosotros los únicos dueños de nuestro destino.
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