Entrevista con el escritor cubano Leonardo Padura.
Leonardo Padura (La Habana, 1955) no cree que los libros puedan hacer una revolución porque piensa que esa es una tarea que depende sólo de los lectores. Las novelas no van a cambiar el mundo, pero al mundo sí lo va a cambiar la gente que se transforma cuando lee novelas. Es algo similar a lo que dijo su maestro Paul Auster en una entrevista para Céline Curiol en agosto de 2006: “Escribir puede resultar peligroso para el lector si en la lectura hay algo con la fuerza suficiente para cambiar su visión del mundo”.
Sobre esto, me pregunto si alguna vez Leonardo Padura pensará en los destinos que ha alterado con las doce novelas que llevan su nombre. Si él, en noches melancólicas frente al mar Caribe, ha deseado saber el verdadero alcance de su evangelio de Mario Conde.
Padura aparece en las escaleras del Centro de Convenciones de Cartagena a las ocho de la noche. Lleva puesta una guayabera blanca de mangas cortas y luce la misma barba canosa que tuvo Ernest Hemingway durante sus años en Cuba. En la mano izquierda tiene un vaso de café caliente y en la derecha un bolígrafo con el que acaba de firmar noventa y cuatro ejemplares de su más reciente libro, Los rostros de la salsa. Desde que fue galardonado con el Premio Princesa de Asturias de las Letras en el 2015, todas sus charlas suelen terminar en eso: una lluvia de autógrafos y un calambre en los dedos propio de una estrella de rock. En la mañana, cuando Padura estaba lleno de energía, habíamos acordado una breve entrevista. Ahora, después de haber escrito decenas de dedicatorias a personas desconocidas, Padura quiere marcharse. Suspira cuando me ve acercarme. Pero es un hombre de palabra y se sienta conmigo en una mesa del vestíbulo. “No tengo mucho tiempo”, dice.
Me refiero a que a veces tenemos una mirada muy nacionalista y reductora de la obra de los escritores y de los artistas en sentido general. Creo que la obra de García Márquez es tan profundamente colombiana como caribeña y latinoamericana. Gabo es un patrimonio que le pertenece a toda América Latina, no sólo a un terruño o a un país cuyas fronteras en muchos casos acaban siendo artificiales. Hay territorios que son esenciales a Gabo que comparten dos o más naciones. La Guajira es tan venezolana como colombiana.
Pienso que cuando trazamos fronteras disminuimos las posibilidades de multiplicar nuestra penetración cultural.
Coincidí con él en dos o tres ocasiones, aunque no tuvimos una relación de íntima amistad. Un día comimos juntos y nos saludamos pero la verdad es que no fuimos muy cercanos. A su obra, en cambio, sí pude conocerla. En ese sentido llegué a García Márquez como casi todo el mundo: leyéndolo. Cien años de soledad es un libro que leyó toda mi generación. Era de esas novelas indispensables para cualquier lector. Ya después me encargué de leer la totalidad de su obra narrativa y una parte de sus trabajos periodísticos.
Creo que, en este caso, Agua de luna fue un experimento aislado de Rubén que nació de la gran empatía que él tenía con García Márquez. De todas maneras, la salsa tiene un componente literario indiscutible y Rubén lo ha sabido explotar como nadie. En ese proyecto que mencionas, tuvo mucho que ver que Rubén y Gabo compartieran sus puntos de vista sobre la realidad social del continente latinoamericano. Ambos poseían una mirada similar frente a la vida.
Sí, pero no creo que tanto… Muchas veces los escritores dicen que su obra tiene una estructura musical –la de una cantata, por ejemplo, como dijo Alejo Carpentier con respecto a El acoso–, y eso me parece falso. Una novela, un cuento o un relato tienen una estructura literaria mientras que una sinfonía, una cantata o una ópera tienen estructuras dramatúrgicas y musicales muy específicas. La influencia de la música recae en el ambiente sonoro, el ambiente cultural y la educación sentimental del artista pero no lo hace directamente sobre la creación literaria.
A Bob Dylan yo le hubiera dado el Premio Nobel de Música, si existiera. Cuando uno escribe para cantar, ese texto lo está haciendo en función de otro arte. Es decir, uno no está haciendo literatura, está haciendo literatura para ser interpretada en una canción con los ajustes necesarios que eso implica. La calidad poética de Bob Dylan es innegable, igual que la calidad poética y narrativa de las letras de Rubén Blades, y ambos se merecen todos los premios, pero hay que distinguir en que una cosa es literatura y otra muy distinta música. Una cosa es la canción y otra la narrativa y la poesía. Lo que ocurrió en el 2016 evidenció la enorme crisis que viene teniendo en los últimos años el Premio Nobel de Literatura. En el 2018 no se pudo entregar y en el 2019 se les otorgó a dos escritores que no los conocían ni en la esquina de su casa. Son decisiones elitistas y epatantes de la Academia Sueca que destruyen el prestigio de un premio tan importante.
Claro que sí. Efectivamente, la literatura tiene un poder de seducción, educación e influencia muy importante. Tal vez un libro no te cambie la vida, pero la literatura sí te cambia la vida. Los hombres que leen son mejores que los que no leen. La lectura es una manera de conocer a la humanidad y de acercarse al otro, una forma de comprensión del pensamiento de los que no son iguales a nosotros o de los que lo son. Leer nos aclara muchos puntos de vista sobre la vida. En ese sentido, la literatura sí nos ayuda a ser mejores y nos transforma.
No creo que ningún libro cree una revolución. Sin embargo, los libros sustentan la ideología de algunas revoluciones. La Biblia provocó una revolución religiosa en el mundo y también El capital de Marx, que fue el fundamento de determinadas revoluciones utópicas muchos años después. El libro en sí no hace la revolución porque la revolución la hacen los hombres, sobre todo los jóvenes.
Tengo solo dos consejos para los futuros escritores. El primero consiste en leer, en su idioma, a los que escriben bien. Esa es la principal escuela de la literatura. El segundo se refiere a una dimensión práctica: escribir hasta que el texto salga bien. Si luego no sale bien que sea por falta de talento, pero no por falta de esfuerzo. Es decir, alguien que quiera probarse en la literatura no debe rendirse por falta de esfuerzo sino cuando concluya que no ha nacido para desempeñar ese oficio de la palabra. Darse por vencido de algo no es lo mismo que darse cuenta de que el camino que se está recorriendo es el camino equivocado. Eso solo se aprende cuando nos metemos de lleno en la literatura y conocemos a los maestros que la alimentan.
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