Prólogo de Gabriel García Márquez al catálogo de pinturas del pintor cubano Tomás Sánchez en 2002.
Creo que el destino de Tomás Sánchez es crear con su obra el modelo del mundo que debemos construir de la nada después del Juicio Final. La idea se le ocurrió a un viejo crítico que se había propuesto explorar trazo por trazo los paisajes milimétricos de Tomás Sánchez para descubrir los secretos de su arte, y todavía no ha vuelto a casa. Empezó por extraviarse en el ámbito de las hojas más cercanas, copió sus nervaduras geométricas, sus estomas sedientos, creyendo divagar por un bosque fácil cuyo mérito se fundaba en la repetición, y terminó por descubrir lo contrario: no había dos hojas idénticas.
Parecía un pasatiempo idiota, como tantos que se intentan a menudo creyendo sorprender a la vida con la guardia baja, pero planteó la sospecha de que el propósito secreto de Tomás Sánchez era ir mucho más lejos para cambiar el mundo actual por otro que nos inspirara una mínima esperanza de salvación. ¿Cómo? Recreándolo con su clave maestra sobre este modelo decrépito en que vivimos: no que cada parte de su pintura sean iguales entre sí, como tantas lo parecen, sino que sean más diversas cuanto menos lo parezcan.
Quienes no lo conocen –y aun muchos que lo conocen– ignoran que ese poder tiene una explicación única: Tomás Sánchez es un místico. Su presencia más creíble es la de un caribe de los buenos, lo mismo de guayabera en Cienfuegos que de corbata negra en los salones de Europa. Pero muchas virtudes grandes que se le atribuyen por la magia de su pintura quedarían sin sentido si se ignora que no solo su obra sino él mismo están ungidos por un hálito de misterio que solo es percibido por sus devotos.
Quienes no lo conocen bien piensan que anda sin rumbo, que escucha a unos y responde a otros, u olvida un nombre o un rostro con la facilidad con que los aprende. Pues se pasea por entre ellos sin fórmulas de salón, y puede estar varias veces al mismo tiempo donde menos se piensa. Muy pocas veces contesta al teléfono pero está mejor informado de sus amigos lejanos que si hablara con ellos todo el día. Cada vez que puede, dedica horas enteras a arar una parcela del huerto, no para cultivarlo sino para conversar con la tierra. Alguien que oyó una o dos frases de esa conversación dejó escrito con lápiz rojo en la pared: “Este hombre terminará por imponer sus propias leyes a la naturaleza”.
Un grupo de amigos de Tomás Sánchez estuvimos un día entero en su casa en una parranda de órdago, y nadie estuvo tan activo como él. Participó en todo, pues no elude nada en las fiestas, y cantó cuando quiso con la gracia y el buen oído de los caribes, pero a la medianoche, cuando le anunciaron que los músicos querían despedirse, preguntó perplejo:
– Ah, ¿y es que hay músicos?
Así es: discute, vive y disfruta de la vida, pero nunca debe incurrirse en el error de creer que está allí por completo. Alguien lo ha visto el mismo día pintando un pescado en su casa de Costa Rica. O cambiando los colores de los paisajes de la Florida desde la ventanilla del tren. O en Aguada de Pasajeros, en el centro sur de Cuba, donde se supone que nació hace cincuenta años. O cinco siglos.
Muchos de sus biógrafos se preguntan cómo ve Tomás Sánchez a sus contemporáneos. Por allí empezó su arte. Desde sus orígenes de pintor nos dejó plasmados a los terrícolas como prófugos irredimibles de un mundo que había perdido la fuerza de la gravedad –que tal vez fuera como perder la fuerza del carácter. Los seres y las cosas flotaban a una cuarta sobre el nivel del suelo, y éramos unas criaturas tan espantosas que el mismo talento creativo de Tomás Sánchez no alcanzaba a mejorarnos. Gallinas, caballos, caimanes e incluso algunos niños prematuros tenían de nacimiento la piel rayada de las cebras. El mundo visto entonces por el don de burlas de Tomás Sánchez era un circo descomunal de levitadores congénitos, hasta una noche en que todo el mundo empezó a levitar más que los levitadores de la carpa: los tigres acebrados, los payasos bañados en lágrimas, los malabaristas de ocho brazos, el público que había pagado para ver levitar a los demás y terminó levitando a la fuerza con el pueblo entero. Y como consuelo final de tantos desafueros de genio e ingenio, una obra sencilla y magistral que Tomás Sánchez pintó como recuerdo de aquella noche histórica: Mujer con gallina y flor amarilla.
Hoy, por el contrario, hasta los muladares de sus cuadros revelan en Tomás Sánchez otra ética del corazón que es sin duda una estética de la misericordia, desde que a alguien se le ocurrió que su obra debía ser el modelo de un mundo nuevo. Hasta en los muladares de las grandes ciudades las carcachas de los automóviles despedazados en los autopistas han adquirido una nueva condición por la magia de lo que Tomás Sánchez llama con tanta propiedad le lenta disolución de los objetos contaminantes. Hoy El Calvario en su obra ya no es la colina siniestra donde se desangran y mueren los inocentes, sino un antiguo muladar santificado por su arte, donde la basura del mundo recobra su dignidad de servicio. Es decir: una misión redentora que se vislumbra como el anuncio de que también los basureros públicos serán espacios de purificación y que en el credo de Tomás Sánchez bien pueden ser espacios ganados para la búsqueda de Dios.
No por casualidad se le escapó del alma en una entrevista reciente: “Siempre quise ser santo”. No hacía falta que lo dijera. Sobre todo en esta época de sus paisajes proféticos que concebimos como modelos de un mundo feliz, y en los que Tomás Sánchez punta siempre un hombre suyo: un testigo solitario y minúsculo que ha de ser por los siglos de los siglos el guardián de la legitimidad del cuadro. Mientras él continúa corrigiendo la realidad real, pintando sin reposo, con su personalidad suave, alerta, bien informada, y con los hilos invisibles que nos mantienen cautivos a sus amigos de todas partes. Pues nadie escapa al embrujo de Tomás Sánchez: cuanto más conocemos su obra más la amamos, y más seguros estamos de que si de veras el mundo merece ser hecho de nuevo es para que se parezca lo más posible a su pintura.
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