Siete reflexiones del escritor colombiano sobre la fotografía, sus mejores exponentes y su importancia en la conservación de la historia.
A pesar de que las palabras eran su materia prima favorita, Gabriel García Márquez también se consideraba un cazador de imágenes contundentes. Siempre que empezaba un relato, el escritor colombiano trataba de que las primeras líneas de su historia fueran una especie de fotografía narrada. No le importaba tanto partir de una idea como de un instante visual. Y así lo confirman varias de sus novelas:La hojarasca inicia con el estupor de un niño que mira un cadáver por primera vez; Cien años de soledad con un coronel frente a un pelotón de fusilamiento que recuerda la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo; El otoño del patriarca con unos gallinazos metiéndose por los balcones de la casa presidencial; El general en su laberinto con Simón Bolívar flotando desnudo en las aguas de una bañera, y Del amor y otros demonios con un perro cenizo que irrumpe en los vericuetos del mercado.
“Nunca podría escribir un libro a partir de una idea; parto siempre de una imagen, de un sentimiento, y todo el libro desarrolla esa tesis. A partir de una idea se podrán escribir ensayos y tratados, no otras cosas”, le dijo Gabo a un reportero de El Periodista de Buenos Aires en una entrevista concedida en diciembre de 1985.
En su obra, además de cantantes, militares, médicos y campesinos, sobreviven personajes que se dedican a la fotografía. Tal vez el más recordado sea Jeremiah de Saint-Amour, un refugiado antillano de El amor en los tiempos del cólera que fotografiaba niños y cuyo suicidio acontece en el principio de la novela.
La vida misma también se encargaría de mantener a Gabo vinculado constantemente al mundo de la fotografía: Rodrigo García Barcha, el primero de sus hijos, terminó estudiando fotografía cinematográfica en Los Ángeles.
Desde el Centro Gabo hemos seleccionado siete observaciones de García Márquez sobre el arte fotográfico presentes en un prólogo que el novelista escribió en 1997 para el libro Cubano 100 % del fotógrafo italiano Gianfranco Gorgoni. Las compartimos contigo:
A poco más de un siglo de su invención, el arte de la fotografía ha adquirido un poder de evocación y de síntesis que terminará por convertirlo en el mejor testigo de la historia.
En el arte de la fotografía, que es por excelencia el arte de la oportunidad, una sola golondrina suele hacer todo el verano. Sin embargo, también como las golondrinas, esa sola fotografía sumaria no hubiera sido posible sin todas las otras.
El francés Henri Cartier-Bresson ha visto a través de su vieja Leica incontables instantes de la historia del mundo entero. Pero una sola resume todo el instante, a la vez dramático y ridículo, de la derrota del capitalismo en China: un hombre que va al mercado con la parrilla de la bicicleta con un montón de billetes que apenas sí le alcanzarán para las compras del día. Numerosos acontecimientos como ese están en sus álbumes magníficos, y cuanto más se ven y se admiran se confirma la regla: una sola foto vale por todas.
Hay pocos libros, de los muchos y valiosos escritos hasta hoy, que nos transmitan el drama de la Guerra Civil española al primer golpe de vista, como la foto de un miliciano en el instante de ser alcanzado por un disparo certero. Su autor, el norteamericano Robert Capa, fue también el hombre adecuado en el lugar adecuado como corresponsal gráfico durante la Segunda Guerra Mundial, y en esa condición tomó una cantidad incontable de fotografías. Sin embargo, una sola habría bastado para resumir el drama de la Francia ocupada por los nazis: la muy conocida de los habitantes de Chartres el día de la liberación, viendo pasar a una mujer con la cabeza rapada y llevando en brazos al niño que tuvo con un militar alemán durante la ocupación.
Toda la bestialidad de las autoridades de Vietnam del Sur durante la guerra contra el Vietcong, quedó plasmada en la foto del jefe de la policía de Saigón, el teniente coronel Nguyen Loan, en el instante de asesinar en plena calle a un supuesto agente enemigo con una bala de revólver en la sien. Algo así como el tiro de gracia antes de la ejecución. Este acto ejemplar de la barbarie contemporánea estaría hoy en algún museo de lágrimas del pasado, si esa foto de Eddie Adams no estuviera ahí para recordarnos el otro horror de que el teniente coronel Nguyen Loan es ahora un próspero empresario de hamburguesas y leche malteada en los Estados Unidos. Así como serían más fáciles de olvidar las atrocidades de las tropas norteamericanas contra la población civil de Vietnam del Norte, si no fuera por la foto que Nguyen Kong Ut tomó a una niña de doce años desnudada en carne viva por el napalm.
La explosión de la primera bomba atómica en Hiroshima, que costó la vida a 60.000 personas y dejó más de 100.000 heridos en un segundo, está resumida en la célebre foto de la silueta de una vigía en una escalera que quedó impresa por la deflagración nuclear en el muro de un banco.
En Cuba hay un fotógrafo muy especial: el avión SR-71 de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos, conocido como el Black Bird, que peina la isla completa de este a oeste cada 45 días a la velocidad fantástica de 2.400 kilómetros por hora y a una altura de 20.000 metros, y la fotografía de cuerpo entero con un equipo tan sensible, que los expertos podrían identificar una cabeza de alfiler perdido en los cañaverales de Oriente. Con un poco de cinismo, podría pensarse que esa fotografía total es sin duda la que mejor revela la realidad geográfica de la Cuba de hoy. Pero no revela lo más importante, que son los pequeños asuntos de la vida cotidiana, las alegrías y las penas de los cubanos comunes y corrientes, sus fiestas patrias, sus entierros, la realidad íntima de un país cuyos cambios de los últimos treinta años han sido tan rápidos y profundos que ni el propio Black Bird hubiera podido captarlos al pie de la letra.
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