Los mundos ideados en la literatura son más excitantes que el mundo real. Los escritores más avezados tienen la potestad de crear e introducirnos en realidades paralelas, tan ajenas y disímiles a la nuestra, que superan las limitaciones temporales y espaciales a las que debe resignarse la humanidad.
Así, adentrarnos en un libro nos transporta a mundos que –desdichadamente– no tenemos acceso. Leer a Julio Verne, por citar un ejemplo, nos posibilita 'viajar al centro de la tierra' o pasear 'cinco semanas en globo' por África. Es decir, traspasar la realidad y ponernos a buen recaudo de la rutina y las desazones diarias.
Asimismo, podemos vivir más, es decir cuando ‘vivimos’ las vidas de los personajes podemos extender nuestros limitados años de existencia en la tierra y, sobre todo, al tener experiencias que nuestra situación de mortales nos imposibilita: ser otros, tener varias profesiones u oficios, viajar a la Luna, cumplir sueños platónicos, ser, acaso, un presidente o un dictador, quizá un caballero que lucha junto al Mío Cid o un griego que regresa con Odiseo a Ítaca.
Es lo que sucede cuando nos sumergimos en las historias construidas por Gabriel García Márquez: realidades en las que podemos ingresar al cuarto donde el coronel Aureliano Buendía da forma a sus pescaditos de oro; viajar indiscretamente por el Caribe en el buque Nueva Fidelidad junto a Florentino Ariza y Fermina Daza durante los tiempos del cólera; o visitar a María de la Luz Cervantes, la mexicana de 27 años internada en un sanatorio de España.
Situaciones que nunca suceden entre nosotros pero que desearíamos, con todas nuestras fuerzas, que sean reales, que esos personajes tengan carne y hueso y habiten esta tierra con todas sus irrealidades, virtudes, fantasías y manías, y que sus tiempos sean los mismos que los nuestros para vivir. Interrelacionarnos, aprender de ellos, maravillarnos de sus proezas y vicios que se describen en las obras de García Márquez.
Es por eso, quizá, que algunos lectores hemos proyectado a esos personajes en las personas con las que nos cruzamos a diario, como la inconmensurable Mamá Grande, para hacer de este mundo uno más rico y a sus habitantes más atractivos o, acaso, solo poder soportarlos. Impregnándoles de las potestades literarias les conferimos particularidades que los transforman en más relevantes para, así, enriquecer las relaciones humanas. Acaso, ¿nunca se han cruzado con alguien que se parezca al gitano Melquíades, a María dos Prazeres o a José Montiel?
Ciertamente, quienes nacemos en América gozamos con la ventaja de comprender, con mayor cabalidad, esos mundos paralelos que construyen escritores como Gabriel García Márquez. En nuestra Amazonía, la costa, los Andes, el Caribe o la llanura, más que en otras partes del mundo, poseemos herramientas más poderosas para imaginar, con más realidad, esos mundos, gracias, en parte, a la herencia que nos legaron nuestros abuelos prehispánicos y las desgracias, catástrofes y actos heroicos que hemos superado.
Miguel de Cervantes decía que “en algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia".
¿Quién no ha sido tentado de releer 'El amor en los tiempos del cólera' para encontrar esperanza en la existencia del amor? O de revivir los 'Cien años de soledad' cuando la rutina lo agobia o de prepararse para una exposición con la lectura de 'Yo no vengo a decir un discurso'. Quizá de experimentar las 'cosas extrañas que les suceden a los latinoamericanos en Europa' con los 'Doce cuentos peregrinos' o de involucrarse con una vida cautivante en 'Vivir para contarla'.
Es por eso que podemos leer a Gabriel García Márquez en todo momento, a cualquier edad, sin importar el estado emocional, ya sea que estés fastidiado por una existencia sin sentido, feliz por un éxito momentáneo o derrumbado por una desgracia insuperable.
Leer a Gabo, en suma, permite vivir más, gracias a su mágica virtud de construir mundos paralelos con las palabras.
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