Del comienzo de esta historia ya han pasado casi cuatro meses. Terminaba mi jornada laboral en la Institución Educativa Fagua, ubicada en Chía, y vine a Zipaquirá a descansar. Cuando iba en la Carrera 15 —la esquina del semáforo— no sé por qué decidí bajarme del bus y caminar por el centro histórico en vez de irme para mi casa. Resulté entonces parado frente a una placa fijada en una pared blanca, la cual mostraba la siguiente cita: «Nunca supo el maestro, ni me atreví a decírselo, que el sueño de mi vida de aquellos años era ser como él» (García Márquez, 2014b, p. 242). La placa se encuentra ubicada en la fachada de la Casa Museo Guillermo Quevedo Zornoza y, en serio, fue un mensaje que me sorprendió, porque hasta el momento sabía poco o nada sobre el paso de Gabito por Zipaquirá, y mucho menos que en las tierras de la sal se había encontrado con un maestro al que admiraba.
La inscripción de la placa se convirtió para mí en algo recurrente, y por más que les preguntaba a las personas mayores sobre su origen era poco lo que me decían. Con mis amigos el consejo era: «Busque en la red», espacio donde hay poca información al respecto. Se configuró un misterio para alguien que ha leído uno que otro libro de García Márquez, aunque con suficiente tiempo para indagar sobre la vida de un joven destinado a estudiar en una ciudad donde «[t]reinta y dos campanarios tocaban a muerto a las seis de la tarde» (2014a, p. 253). De ese modo, inspirado por lo que había leído en esa placa, me ilusioné por llegar al verso final, pues para mí en esas líneas se insinuaba algo sobre Gabito y Guillermo Quevedo Zornoza que Aureliano Babilonia no llegó a saber.
Para esa labor fue necesario realizar algunas distinciones entre los «Gabos» y «Gabitos», pues así como hay tantos «coroneles» como lectores de Cien años de soledad, también hay más de un Gabo y un Gabito dependiendo de la época y los lectores que se aproximen a su vida, por tanto, el propósito de la investigación consistió en ubicarme en un periodo de tiempo en el que no se insinuara aún el futuro del nobel de Literatura. La intención fue reconocer a ese muchacho que al igual que sus amigos vivió parrandas, amores y desencantos, y que tuvo la capacidad de construir lazos de amistad en un territorio antagónico para su vida.
Para hablar de la relación entre el joven caribe y el músico de Zipaquirá decidí aclarar cómo fue que aquel muchacho vino a parar al Liceo Nacional. Esto porque para mí es difícil entender una película cuando la colocan al final.
Gabito llega a Zipaquirá en el año de 1943 más por una jugarreta del destino que por una decisión premeditada. La situación económica que atravesaba su numerosa familia en Sucre era delicada y el joven cataquero enfrentó el siguiente dilema: quedarse en casa al margen de lo que pudiera pasar o lanzarse a la aventura de buscar un lugar donde terminara el bachillerato. Para salir de ese péndulo escogió la segunda opción y se vino a Bogotá para presentarse a un concurso nacional de becas del Ministerio de Educación.
Del viaje con destino a Bogotá hay un momento importante para la vida del cataquero. En ese trayecto, según cuenta Gustavo Castro Caycedo en Gabo: cuatro años de soledad, conoce a Adolfo Gómez Tamara:
“[…] un hombre de 30 años, muy bien vestido, que venía en el vapor [y que] se dirigió a García Márquez pidiéndole el favor de que le copiara la letra de uno de los boleros que había cantado […] Y [que] era el preciso para dedicárselo a su novia” (2012, p. 87).
Gabito no tuvo problema en cumplir con su amable petición, es más, desde hace rato estaba interesado por los modales de aquel individuo, quien devoraba libros y de vez en cuando lo observaba cantar a él y a sus amigos.
Para sorpresa de nuestro joven del Caribe, llegado a una tierra donde el frío podía sentirse como un ruido atronador que retumba en los huesos, este caballero de buenos modales resultó ser el jefe de becas del Ministerio de Educación, quien al verlo hacer la fila en la entrada del edificio le invitó a García Márquez a pasar a su despacho para preguntarle dónde quería estudiar. Sin sorpresa para el entrevistador, él fue otro chico que, entrenado por su madre Luisa Santiaga, contestó que en el Colegio San Bartolomé, porque allí era donde estudiaban los futuros dirigentes del país.
La petición no fue considerada por Gómez Tamara, quien prefirió explicarle que ese mamotreto de papel acumulado sobre el escritorio reunía cartas de personas influyentes que recomendaban jóvenes de su edad para ingresar al Colegio San Bartolomé. En verdad que uno se puede imaginar a ese muchacho, sentado en una silla de oficina ubicada frente a un escritorio, recibiendo la noticia de que ese colegio no estaba a su alcance por falta de palanca y, sobre todo, preocupado por no tener más opciones.
Gómez Tamara, como ya lo he mencionado, se convertiría en un personaje fundamental para el rumbo que tomaría Gabito, pues después de informarle que el San Bartolomé era inalcanzable le manifiesta: «Si me permites que te ayude, lo que más te conviene es el Liceo Nacional de Zipaquirá, a una hora de tren» (García Márquez, 2014b, p. 225). Supongo que esa respuesta significaba un golpe para este joven que se encontraba solo, preso del frío, y que además lo único que sabía de ese municipio era que tenía minas de sal.
Ante la cara de desilusión de este muchacho que habría de recordar su llegada a Zipaquirá, Gómez Tamara le sugirió que aprovechara la oportunidad de ingresar a una de las mejores instituciones del país. Es más, creo que ante las palabras del jefe de becas, Gabito comprendió que su suerte estaba echada y que no había otro remedio que ingresar al Liceo Nacional de Varones, que «funcionaba en un convento sin calefacción y sin flores y estaba en el mismo pueblo remoto y lúgubre donde Aureliano Segundo fue a buscar a Fernanda del Carpio a mil kilómetros del mar» (Apuleyo, 1982, p. 42).
Gabito arribó a un colegio donde se internaban los becados pobres del país, pero con una tonada indiscutible que resaltar. Me refiero a la calidad del profesorado que allí pudo encontrar, dado que en Zipaquirá habían sido nombrados como docentes del Liceo Nacional personajes de alto nivel académico, algunos de línea marxista como el profesor de Historia Manuel Cuello del Río, quien facilitaba a escondidas libros a los estudiantes.
En la línea de los docentes destacados que influyeron en Gabito no puedo dejar de mencionar al profesor de Literatura Carlos Julio Calderón Hermida y al rector Carlos Martín, este último considerado el benjamín del grupo Piedra y cielo. Del primero, Gabo manifestó: «[F]ue a quien se le metió en la cabeza esa vaina de que yo escribiera» (Castro, 2012, p. 238). Dedicatoria que se podía encontrar en el primer ejemplar de La hojarasca, que García Márquez le obsequió a Calderón cuando este ocupaba el cargo de jefe de la División de Secundaria y Normales a nivel Cundinamarca.
Precisamente, Calderón Hermida fue uno de los primeros en percatarse de la capacidad que tenía Gabito para escribir en prosa. Lo notó cuando leía poesías que el estudiante le enseñaba emocionado: sin más reparo manifestaba que estaban bien escritos, pero que definitivamente lo suyo era la prosa. Se gestó una interesante relación entre un maestro y un estudiante que por casualidades de la vida dio con alguien que no enseñaba castrando, sino invitando a desarrollar capacidades.
En realidad, el clima cultural del Liceo Nacional de Varones estaba muy influenciado por la literatura y las artes, que llegaron a un gran momento con el rector piedracielista Carlos Martín. En otras palabras, sí, Gabito estaba viviendo en un espacio que permitía realizar tertulias y leer textos con voracidad, pues Carlos Martín llegó a acompañarlos con su espíritu incendiado por la poesía. Creo que Gabito se sentía a gusto con la compañía de Carlos Julio Calderón, con las tareas y recomendaciones que le daba, pues el aparecer de Carlos Martín se constituyó en apoyo e incentivo para su creatividad, especialmente en la lectura y construcción de poesías con la indiscutible marca de la piedra y el cielo.
En el Liceo se incentivaba el arte y la cultura, y así como se puede hablar de un fomento de la literatura también hubo espacio para otras actividades, aunque en la entrevista con Plinio Apuleyo se haya manifestado que:
“Allí, en el liceo donde estaba interno, empezó mi formación literaria, leyendo marxistas que me prestaba a escondidas mi profesor de historia. Los domingos no tenía nada que hacer, y para no aburrirme, me metía en la biblioteca del colegio” (1982, p. 52).
En efecto, Gabito era lo que se considera un ratón de biblioteca pero, más allá de ese hecho reconocido, en sus ratos de ocio asimismo disfrutaba de la música: no sólo vallenatos, sino que se había vuelto un apasionado de la llamada música culta, gracias a la figura y enseñanza del maestro Guillermo Quevedo Zornoza, personaje ilustre de nuestro municipio, reconocido entre sus obras por ser el compositor del himno de Zipaquirá.
El encuentro entre estas dos figuras ha sido el motor de este relato, el cual entraña un verdadero misterio, porque el día que vi la placa en la pared de la Casa Museo Guillermo Quevedo Zornoza fue como enfrentarme con la noticia de una amistad impensada. No podía comprender cómo se teje amistad entre un muchacho humilde proveniente de la Costa Caribe con un compositor de música culta, que dudo mucho le prestara atención a un vallenato o un bolero de esos que le encantaban a Gabito.
En esta búsqueda de información contacté a la investigadora María del Pilar Rodríguez, quien el 26 de julio de 2018 aceptó darme una entrevista sobre la construcción del vínculo entre el joven caribe y el compositor zipaquireño. María del Pilar manifestó con su envolvedor tono caribeño:
“Gabito tenía una proclividad, digamos, a tejer relaciones sólidas con hombres mayores que él, justamente por su tema de la figura de su abuelo y de huevos de basilisco, y cuestiones paranormales de la abuela Tranquilina. Entonces hay que empezar por el principio de que Gabito desde muy chiquito tenía dominio, digamos, o sea, proclividad, o esa capacidad de entablar relaciones muy sólidas y diálogos muy sólidos, con personas mayores que él” (comunicación personal).
El origen particular del trato con personas mayores se remonta a su ciudad de origen: Aracataca, donde hasta la edad de ocho años compartió la vida con sus abuelos. Gabito creció en medio de una tensión de relatos: por un lado, escuchando los treintaidós levantamientos armados del abuelo, y por el otro, las fábulas de misterio y de espantos que la abuela le contaba. Vaya trama para la vida, estar al tanto de los sucesos históricos del coronel Nicolás Márquez, que se ajustaban a un relato más preciso para Gabito, y luego escuchar a su abuela, quien parecía tener un pacto con lo paranormal y fantástico.
Empiezo a entender que el mundo de Gabito estaba inmerso en narrativas y visiones de adultos, ya fueran historias con tintes heroicos o un mundo fantástico atestado de supersticiones. Pero desde los dos puntos había trato y desenvolvimiento con gente mayor, lo que posiblemente le permitió que en Zipaquirá lograra entablar diálogo con Guillermo Quevedo Zornoza.
Como es sabido, el abuelo de Gabito, Nicolás Ricardo Márquez, fue coronel, un veterano de guerras que tenía algo en común con el maestro Guillermo Quevedo Zornoza: el hecho de haber participado en la Guerra de los Mil Días. De chico el niño cataquero escuchó de su abuelo historias sobre su papel en la guerra y de cómo batalló en uno de los episodios más sangrientos del país, punto de encuentro con el compositor de Zipaquirá, que en sus años de juventud se lanzó a la gran aventura de pelear al lado de otros jóvenes alumbrados por el sol del liberalismo.
Coyuntura que me lleva a dimensionar un Gabito que buscaba a Guillermo Quevedo Zornoza para que le hablara de los sucesos personales de la guerra, una puesta en escena que lo transportaba a escenarios similares a los relatados por su abuelo cuando este lo llevaba de la mano por Aracataca. Tan sólo imaginemos una de esas visitas en las que Gabito se sentaba al lado de su profesor de canto para que este lo hiciera partícipe de sus memorias escuchando estas tonadas: «Hoy, ya saldadas las cuentas viejas y hecho dolorosamente los inventarios de la hecatombe, hayamos juntas las profecías, pero después de 35 años de experiencia» (Quevedo, s. f., p. 5). En verdad, son impresionantes las coincidencias de la vida de Gabito: llegar a Zipaquirá y toparse con un hombre mayor y culto, que había sido veterano de la Guerra de los Mil Días como su abuelo el coronel Nicolás, y que era capaz de compartir sus recuerdos con un joven inquieto, que de seguro no paraba de preguntarle cosas.
García Márquez cuenta en sus memorias que los festivos no había algo mejor que escuchar al maestro dirigir la banda municipal: «Los domingos después de misa yo era de los primeros que atravesaban el parque parar asistir a su retreta, siempre con La gazza ladra, al principio, y El Coro de los Martillos, de Il trovatorea, al final» (2014b, p. 242). Se evidencia una fascinación por la música que dirigía el maestro Quevedo Zornoza, que convocaba a Gabito a dejar sus lecturas de lado y salir de sí mismo para escuchar melodías que no eran las de su tierra.
El misterio de la placa se manifiesta de nuevo, precisamente porque este fragmento que acabo de citar resultó ser una de las partes que le faltaban. Es decir, me encuentro con que admiraba al maestro y se acercaba a él entre otras cosas por la música, que no era precisamente una prima hermana del vallenato, y los boleros que tarareaba. El joven del Caribe había sido seducido por esa nueva música y, como cuenta María del Pilar Hernández, fue una gran influencia cultural: «Guillermo Quevedo Zornoza […] comienza a alimentar el cerebro de este personaje con unos elementos o juicios musicales, Gabito fue melómano siempre, pero hasta ese minuto era mucho vallenato y bolero» (Comunicación personal, 26 de julio de 2018). Lo manifiesta de manera contundente: el maestro Guillermo Quevedo Zornoza nutre a Gabito con nuevos gustos y horizontes de comprensión musical.
La resonancia de la música clásica llega a tal punto que la investigadora cuenta para mi sorpresa: «De hecho, cuando Gabito recibe el Nobel en Estocolmo la ceremonia es bajo las notas de Béla Bartók, y Cien años de soledad se escribió escuchando los Beatles y a Béla Bartók» (Comunicación personal). Una afición por la música clásica que lo llevó a pedir que fuese el fondo de la gran ceremonia que lo colocaría en el Parnaso de la literatura, y que además escuchaba cuando escribía la epopeya del pueblo olvidado.
Ante este despliegue de anécdotas es válido preguntar: ¿dónde surgió ese gusto por la música clásica? Pues me lanzo a aventurar que ese gusto es una de las herencias que como profesor le dejó Guillermo Quevedo Zornoza, porque, de veras, si de la llamada música culta estamos hablando, no creo que antes de conocer al maestro la hubiese acariciado y aprendido a apreciar.
Indiscutiblemente, esa salida de misa para escuchar la banda municipal que dirigía el maestro era la señal de la influencia cultural que Gabito estaba sufriendo en Zipaquirá. Que sin apresurarnos develará algo aún más impresionante y que acompañó el proceso de escritura en la tierra de la sal, donde, además de conocer el hielo, se contagió con el fino arte del maestro Quevedo Zornoza.
A Gabito, como a cualquier estudiante, mientras estuvo interno en el Liceo Nacional, le correspondía hacer tareas. Entre ellas se encontraban las que le mandaba Carlos Julio Calderón Hermida, relacionadas con la lectura e interpretación de obras literarias. Para la realización de estas Gabito había encontrado un colaborador en Guillermo Quevedo Zornoza, que le prestaba su máquina, una Underwood, para que cumpliera con sus deberes. Otra muestra de confianza por parte del compositor, de quien no es plausible creer que recibiera a todo el mundo en su casa, y menos que prestara sin reparo su máquina de escribir.
En esa máquina, además de las tareas Gabito escribió sus primeras poesías y cultivó la prosa que tanto pedía el profesor Calderón Hermida. Lo que sí no creo, siguiendo a María del Pilar Rodríguez, es que le prestara la máquina de escribir para sacarla de la casa. En esa época ello hubiera equivalido a prestar un computador de la más alta gama a cambio de nada, por lo que Gabito tenía entrada a la casa en búsqueda de una vida llena de relatos, de consejos y de la máquina. Es más, considero que en esas pláticas con Guillermo Quevedo no todo se centraba en las memorias de la guerra y en cuestiones académicas, sino que el joven caribe habría de encontrar alguien que lo aconsejara y como una ruana lo arropara del implacable frío zipaquireño.
El asunto de la máquina de escribir me conduce a otro descubrimiento, y como los inventos de los gitanos desarrapados que llegaban a Macondo, María del Pilar Rodríguez anuncia con un alboroto de pitos y timbales una anécdota a propósito de su encuentro con Gonzalo García Barcha, hijo de García Márquez, aquella ocasión en que se lo presentaron en México: «“¿Tú sabes por qué tu papá siempre escribió escuchando música?” Y él dice: “No”; entonces le dije: “Porque tu papá aprendió a escribir a máquina al lado de un piano y escuchando música”». Una cosa es reconocer una herencia que abarca el gusto por la música clásica, y otra más alucinante que el joven caribe escribiera en la máquina del maestro mientras este interpretaba el piano. Una vez más, puedo imaginar al joven que en tanto escribía versos: «Nunca dejó de oír los ejercicios de piano a las tres de la tarde» (García Márquez, 2014a, p. 253).
Cuando me encontré con la placa colocada en la fachada de la Casa Guillermo Quevedo Zornoza, lo que asaltaron fueron dudas que no se disiparon cuando leí Vivir para contarla, porque aun hallado el mensaje faltante de la placa no comprendía si lo que decía García Márquez fue por admiración o porque hubo una verdadera amistad. Para intentar aclarar esta duda le pregunté a María del Pilar Rodríguez si se podía afirmar que Gabito y el maestro Quevedo Zornoza habían sido amigos, y esto fue lo que recibí por respuesta:
“[…] pero el juicio de valor de Gabriel García Márquez en su libro te da fe que así fue, sí, tiene toda la razón, era absurdo, mírate dicho planteamiento, un niño pobre del caribe con una gente estirada era casi que imposible. Pero es que Gabriel García Márquez no iba a dejar escrito en sus memorias sabiendo que esa vaina iba quedar fijada en piedra, que ese era su ídolo de bachillerato; si no hubiera habido un afecto, eso no hubiera pasado” (comunicación personal, 26 de julio de 2018).
Retomo aspectos como el de la gente estirada que no aceptaría a un chico humilde y venido de la Costa de buenas a primeras. Para que Gabito tuviera aceptación en la casa del maestro debía haber una estima entre los dos, y probablemente un juicio como el que dejó grabado García Márquez en sus memorias desbordaba la admiración.
En la línea de descubrimientos vale mencionar que Gabito departía con la hija del maestro dentro de la casa. Me refiero a Consuelo Quevedo, que según cuentan era la joven más bella de Zipaquirá. Ante situaciones como esta se puede sostener que el tipo de relación entre los dos estaba cimentado en la confianza, porque ya Gabito no sólo buscaba al maestro para platicar con él o escribir en su máquina, sino que era amigo de la hija del compositor, con quien platicaba y ensayaba futuras presentaciones artísticas: las reconocidas zarzuelas, que eran dirigidas por Guillermo Quevedo Zornoza, presentadas en el entonces aclamado y hoy olvidado teatro Roberto Mac-Douall.
También encuentro en Gabo: cuatro años de soledad lo que afirma la propia Consuelo Quevedo:
“Uno de los pocos amigos que podía llegar de visita a mi casa era Gabriel García Márquez, cuando iba oíamos música, cantábamos zarzuelas como ensayos para presentaciones, lo mismo con las comedias, y ya por pura tarde tomábamos chocolate acompañado de almojábanas o té con colaciones” (como se cita en Castro, 2012, p. 343).
Gabito indiscutiblemente se había ganado la confianza del maestro, porque siendo un padre celoso permitía que el joven caribe se acercara a su hija dentro de la casa, todo ello pese a las posibles sospechas sobre lo enamoradizo que podía ser Gabito.
A propósito de las onces en el comedor, Consuelo Quevedo revela que hubo «[…] una ocasión en que mi papá lo convenció de cantar en una velada musical en el teatro Mac-Douall, en honor de Alberto Lleras Camargo, quien estaba unido a Zipaquirá por lazos familiares» (como se cita en Castro, 2012, p. 342). El maestro, sentado en el comedor mientras degustaba las onces, convence a Gabito para que fuera su cantante, un valioso reconocimiento a las capacidades del muchacho y otro indicio del aprecio y cercanía que había entre los dos.
De Gabito y Guillermo Quevedo también se rumoraba que llegaron al punto de trabajar hombro a hombro en la elaboración del himno del Liceo Nacional de Varones. Por un lado, Gabito escribiendo la letra, y por el otro, Guillermo Quevedo Zornoza componiendo la melodía. De ser así, podemos pensar en un joven artista que llegó a trabajar al lado de una figura consagrada, apostando por un complemento en el que cada uno aportara desde sus capacidades. Ese rumor es confirmado por Consuelo Quevedo: «La letra fue escrita por Gabriel García Márquez y la música por mi padre» (como se cita en Castro, 2012, p. 342). En verdad, no deja de ser impresionante el grado de cercanía entre dos seres en principio antagónicos, pero que una vez más terminaron por trabajar juntos, así como lo hicieran a propósito de las zarzuelas.
Llegados al final de esta crónica, manifiesto que, como Aureliano al hallar la última página, no pude encontrar todo lo que pasó entre Gabito y Guillermo Quevedo Zornoza. Pero si algo puedo asegurar es que el misterio de la placa ubicada en la fachada de la Casa Museo se puede explorar desde lo que García Márquez, refiriéndose a la literatura, denomina: «[…] una transcripción poética de la realidad» (como se cita en Apuleyo, 1982, p. 35).Para ello hay que sentarse a escuchar, antes de que aparezcan los historiadores, cuántos factores determinantes e impensables se conjuraron para que Gabito resultara estudiando en Zipaquirá, y de cuántos accidentes del destino tuvo que ser presa para venir a relacionarse con alguien antagónicamente tan parecido a uno de sus recuerdos más queridos.
Entonces, no es menos cierto que la amistad de Gabito y Guillermo Quevedo Zornoza es la síntesis inconclusa de las poéticas que habitamos. Unas realidades que se parecen a las del papel, pero que se escapan al salto que dio Aureliano a la última página por querer anticipar la fecha en que Gabito se ganaba «un tigre en una rifa».
Por último, reconozco, luego de este recorrido, que dudé sobre esa relación. Para ser sincero, cuando me disponía a recopilar información pensaba que tal vez «eran puros cuentos literarios» y nada de eso había pasado en realidad. Ahora, una vez realizada la pesquisa, el fenómeno aparece como una huella colectiva que sostiene lo invariable de una amistad inesperada. Pero, sobre todo, me parece que el más grande hallazgo de esta búsqueda fue el encuentro de la ruana para el frío zipaquireño que significó Guillermo Quevedo Zornoza para el joven Gabito.
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