La exhortación de García Márquez para escribir cuentos

Recuerdo de una dedicatoria de Gabriel García Márquez en la que me incitaba a escribir cuentos.
Gabriel García Márquez escribiendo

Por:
Jaime Lopera Gutiérrez

En aquella época, cuando trabajaba como inflador de cables en la sede bogotana de la agencia cubana de noticias Prensa Latina, salí con Gabriel García Márquez a tomar un tinto en un café cercano. Por entonces, Gabo era mi jefe porque ocupaba el cargo de subdirector de la agencia. De regreso a la oficina, un fotógrafo callejero nos tomó una instantánea, que reclamé luego, y en la cual Gabo me escribió al reverso la siguiente dedicatoria: “Este soy yo con el cuate Lopera, quien no quiere aprender a escribir cuentos”.

La foto original, con tan sugestiva dedicatoria, la perdí inexplicablemente durante uno de varios trasteos. Pero quedó una copia en una edición de la revista Pluma que dirigía con Alfonso Hansen y Jorge Valencia Jaramillo. Por fortuna, y para mayor satisfacción mía, un sabueso de la obra de García Márquez, Fernando Jaramillo Echeverry, tropezó con la foto, la rescató y después la incorporó a su blog MemorabiliaGGM que todavía se consulta en internet.

Desde entonces me ronda la idea de que mis incursiones literarias, en especial en el género del cuento, vienen signadas por esa reprimenda de Gabo. Cuando vivía temporalmente en Medellín, hice un primer intento de cuentos cortos en el libro La Perorata (1967) que me publicó Manuel Mejía Vallejo en su colección “Papel Sobrante”. El segundo intento de otro libro de cuentos cortos fue Minotauro Insólito, publicado por Editorial Pluma en 1986. Pese a esta discontinuidad editorial, he venido escribiendo y publicando cuentos, espaciadamente, en diversas revistas y en los blogs de algunos amigos. Tengo al menos tres manuscritos completos de cuentos, uno de ellos de cuentos eróticos, pero todavía me asalta, frente a tales tentativas, el fantasma de la imperfección.

Desde la Edad Media, los padres de la Iglesia se inventaron un recurso muy eficaz para expulsar a los demonios del cuerpo: el exorcismo —con el cual Linda Blair, en la película homónima, arrojaba baba y se revolcaba como una endemoniada cuando le estaban haciendo efecto los artilugios del taumaturgo. Esa es, guardadas proporciones, la penitencia que me he impuesto: publicar poco a poco esos cuentos y darlos a la luz en medio de unos gimoteos de parturienta. Pero como el mundo no es perfecto, me sigo inventado cada vez una nueva disculpa: dado que me califico como un corredor de 200 metros planos (minificciones), estoy entrenando para una carrera de media maratón con una novela corta (nouvelle, como la llaman los franceses) so pretexto de ir dando pasos en la dirección que sugiere una carrera de mayor distancia con la novela larga.

Con todo, a pesar de este pacto conmigo mismo, la duda metódica me enloquece y una que otra parálisis se atraviesa con frecuencia en mi camino para que no pueda cumplir cabalmente aquella exhortación de Gabo. Con cierto pudor ya estoy en plan de resolverla, y no me queda otro remedio que arrojarme al vacío, aunque siga incurriendo obstinadamente en el pecado de procrastinación. Y la razón es aparentemente sencilla: es muy difícil encontrar el estilo que satisfaga y, por muchos esfuerzos que uno imagine, la sensación de incompletez siempre modifica el cuadro. Cuando un escritor encuentra su forma, se despliega en él en forma natural como el caso de Octavio Paz como ensayista y poeta puro, y de Gabo como cuentista y novelista sin titubeos. 

Precisamente hay un debate sobre la diferencia entre Paz y Gabo. Al conocerlos, reviví un argumento de mi vida: he leído casi todas las obras de los dos, y siempre sospeché que la amistad de ellos era precaria porque provenían (e iban) por caminos diferentes. El uno más burócrata y burgués, y el otro más popular y tropical. Deberían entenderse muy poco. No obstante, en El laberinto a la soledad de Paz encontré y aprendí muchas características sociológicas de nuestra naturaleza americana, y luego en la novela El general en su laberinto de Gabo hallé otras razones de idiosincrasia para explicar la respuesta política de los americanos. El uno desde el ensayo, el otro desde la novela, nos proveyeron de claves de interpretación de nuestra realidad por encima de cualquier posición ideológica que mostraran ambos. Lo de Gabo es estética, pura belleza, pura invención; lo de Paz es reflexión intensa que se hunde como un sable samurái en un pedazo de mantequilla. ¿Ese será el argumento diferencial en el cual me pierdo cuando pienso en lo difícil que es, al escribir, conjugar estos dos esfuerzos? En suma, termino eligiendo la pausa. Por lo tanto, creo que a mí me va a pasar algún día lo de Palinuro, el timonel de Eneas, quien por dormirse en su puesto cayó al mar y pasó muchos años de su vida al vaivén de las olas mientras despertaba. Luego lo mataron y su cuerpo quedó insepulto.

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