De cuando ‘La mala hora’ se titulaba ‘En este pueblo de mierda’
Por:
Jaime Lopera Gutiérrez
Con motivo de una fotografía en la cual aparezco con Gabriel García Márquez paseando por la carrera séptima de Bogotá, escribí una breve evocación de ese episodio cuando la fortuna me puso en el camino del premio Nobel como su empleado en una agencia de noticias. Gabo era subdirector de Prensa Latina, una delegación periodística cubana que se estableció en Bogotá para contrarrestar las inexactas informaciones que daban las agencias norteamericanas sobre el desarrollo de la revolución cubana. Plinio Apuleyo Mendoza era el director; Consuelo, una hermana suya, la secretaria; y con Iván Ocampo de la Pava y Eduardo Barcha, hermano de Mercedes, la esposa de Gabo, oficiábamos como los “infladores de cables” y mensajeros de la agencia.
El oficio de inflador de cables consistía en hacer legibles los garabatos que le llegaban por los audífonos a un operador de Morse que escribía a toda velocidad en una Rémington vieja. Nuestra labor era fechar y titular decentemente y luego llevar esos mismos textos a los grandes diarios de la capital. Años después observé que Mustio Collado, el anciano sabio de Memoria de mis putas tristes, ejercía este mismo oficio, tal vez como una reminiscencia del paso rápido de Gabo por aquella agencia cubana.
El operador de radio trabajaba larguísimas jornadas sentado frente a un radiorreceptor donde recibía, desde La Habana, las noticias de ese país que no aparecían en los despachos de las tradicionales agencias internacionales de noticias. Muy a menudo, cuando el radio fallaba, hacíamos los cables en varias copias al papel carbón y a punta de “chuzografía” (es decir, usando uno o dos dedos de cada mano). Nuestro operador, el señor Norsa, era un experto en escribir su jeringonza y nosotros, expertos en adivinarle los grafismos que él nos pasaba.
Hecho este primer ejercicio de inflación del cable, que implicaba redactar coherentemente, añadir conjunciones, utilizar las proposiciones y hacer el lead de la misma noticia, nosotros mismos nos encargábamos de llevar el paquete de noticias a los principales diarios de la capital. La siempre admirable capacidad de trabajo de Plinio Apuleyo Mendoza (que a menudo le dejaba poco espacio a la iniciativa periodística de Gabo, de tal modo que éste siempre tenía tiempo para dedicarse a sus espléndidas narraciones) se reflejaba en los reclamos que solíamos recibir del director cuando hacíamos mal el oficio.
En algún momento de esta breve historia de “Prela” en Bogotá, Gabo me hizo sentir su amistad cuando escribió, al dorso de una fotografía callejera tomada al frente del edificio de Avianca, en octubre de 1960: “Este soy yo con el cuate Lopera, quien no quiere aprender a escribir cuentos”. En esa foto, publicada primero en la revista Pluma que dirigíamos con Alfonso Hanssen y Jorge Valencia Jaramillo, y luego en la revista Cambio, sobresale mi corbatín provinciano al lado del escritor que habla y gesticula, vestido con su eterno saco a rayas tropicales. La dichosa fotografía en blanco y negro, cuya copia le hice llegar a Gabo a México con José Font Castro, es la misma que se publicó en El Espectador el 12 de junio de 2009.
Cuando escribía, Gabo estaba siempre absorto en su oficio. Solía encerrarse en su oficina mientras los operadores de radio reproducían los despachos y los llamados copywriters hacíamos nuestro oficio bajo los titulares sugeridos por Plinio Apuleyo Mendoza. En algún momento de la mañana, ambos se reunían largo rato a platicar, a fraguar los envíos al exterior y revisar los cablegramas ya impresos en los periódicos locales. En otras ocasiones, Plinio se ocupaba de atender por las tardes sus funciones como eficiente coordinador de las juventudes del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), en tanto que Gabo regresaba a su oficio discreto e imaginativo.
Allí, cerca de Prensa Latina, existía el famoso café Excelsior, donde se reunía la plana mayor del MRL, los redactores y políticos del semanario La Calle, y los poetas y escritores de la revista Mito. No obstante, Gabo prefería el café Los Cardenales, en la misma calle 18 con Séptima, cuyo propietario era un simpático ansermeño que contrataba a unas bellísimas meseras de su tierra y nos dejaba escuchar tangos y música de carrilera. Allá, en el fondo del café, solíamos ver a Jorge Trejos enamorando a una mesera, con su paciencia inagotable y sin esperar nada a cambio.
A veces, cuando la tertulia se volvía alcohólica después del almuerzo, algunos regresábamos después del trabajo y nos quedábamos hasta muy entrada la noche, oyendo recitar a Carlos Lemos Simmonds (cuando aún tenía el carné del Partido Comunista), escuchando las disertaciones de Ramiro Montoya, Estanislao Zuleta y Mario Arrubla; o consintiendo el malhumor de Ugo Barti, fundador de la primera revista de cine, Guiones, que no dejaba de debatir con el guionista y director Carlos Álvarez Núñez. Ya Gabo hacía rato que se había retirado del café, retornaba a la oficina de “Prela” y se encerraba el resto de la tarde a escribir y escribir como un bendito. Su tesón y su disciplina eran indomables, y en ellas ha radicado su éxito. Solo una vez me dejó leer el manuscrito de Este pueblo de mierda (el primer título que tuvo La mala hora), pero nunca pude decirle nada, pues ni siquiera levantó la cabeza cuando le devolví el libro.
En una ocasión en que Gabo estaba en Barranquilla, alojado en el Hotel El Prado, se encontró con Alberto Aguirre, a la sazón propietario de Aguirre Editor, quien le compró los derechos de publicación de El coronel no tiene quien le escriba, ya publicado en la revista Mito, por trescientos cincuenta pesos en un contrato que firmaron al borde de la piscina sobre una servilleta de papel. Por aquel entonces, ya contratado por Prensa Latina en Bogotá, empezó a escribir su nueva novela.
Trabajaba con mucha disciplina en su oficina de la calle 18 de Bogotá. Cierta vez, de manera inexplicable pero generosa, Gabo me dio a leer esa novela que ganaría el Premio Esso y que entonces se titulaba Este pueblo de mierda. Por este título se derivaron otros problemas: al parecer la Academia Colombiana de la Lengua pidió al escritor que cambiara el nombre y dos palabras del texto (“preservativo” y “masturbar”); pero la Esso, dueña de los derechos, ya había enviado el manuscrito para su impresión en España, con la desventura de que allí los puristas del lenguaje cambiaron las expresiones coloquiales de la obra y, como dijo el mismo García Márquez, prácticamente le doblaron el libro al español. Años después, en abril de 1966, Gabo publicó La mala hora en Ediciones Era de México, donde ya vivía, restituyendo el lenguaje original del libro.
En 1960, cuando recibí de sus manos el manuscrito de aquella novela para darle una hojeada, me sentí un poco abrumado. En mis desvelos, mientras pasaba páginas y páginas, traté de copiar varias veces su estilo con el objeto de familiarizarme con el texto antes de exponerle después unos comentarios que por lo menos fueran descriptivos y juiciosos. Estoy seguro de que deseaba responder a su confianza. Entonces recurrí veladamente a una amiga pereirana, Danner Bernal de Monzien —cuyo marido, un alemán tierno y grande, le había estimulado aficiones literarias—, para que hiciera mi oficio de “crítico” de tal modo que yo pudiese responder con suficiencia a las preguntas del autor.
Una semana después, cuando le regresé el manuscrito y estaba preparado para darle un discurso con las observaciones de Danner en torno a la novela, Gabo estaba tan embebido en alguna lectura que solo levantó la cabeza para decirme gracias y volvió a lo suyo. Desde entonces, cargo con ese pecado del silencio, cuyo exorcismo se recupera con esta nota, pero de cualquier modo no he dejado de sentirme siempre ufano por una oportunidad inigualable que hoy cobra una importancia extraordinaria, como la foto, dentro de los sucesos de mi vida.