Soy de los que disfruto del realismo mágico de Gabo, pues voy al compás de lo que se describe en los libros, es lo que vivo cada vez que voy a la casa de mis abuelos: a la casa del pueblo. Es una realidad no tan magnificada como la describe Gabito en casi todos sus libros, como el fragmento de la muerte de Úrsula Iguarán, donde dice: "Que hacía tanta calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios", o como cuando en ese mismo libro describió un diluvio babilónico. Son cositas de los pueblos que Gabo las hizo únicas con su estilo original.
La casa de mis abuelos es un Macondo anclado en medio del siglo XXI, pues mi abuelo es un Aureliano Buendía, terco como sus años y mi abuela una Úrsula incansable. La casa,sumergida a una vejez de antaño, se va desgastando con los años. Los días sofocantes pasan uno tras otro, los inviernos no recogen la hojarasca de otros años sino que ahora se llevan consigo un mal mucho peor, uno llamado contaminación.
La sensación que provoca la lluvia en el techo de la casa de mis abuelos es inimaginable, el sonido melancólico y adormecido de las gotas cuando se despedazan en las láminas de zinc es maravilloso, es como una canción de cuna.
La soledad del pueblo cuando todos hacen la siesta, el sopor del medio día, la alarma celestial del trueno de las tres de la tarde, el vapor agobiante de las calles polvorientas y el rumor de la lluvia a media noche. Las primeras campanadas de la misa de domingo, que por la no costumbre se confundían en un principio con el fallecimiento de algún moribundo. El ruido ensordecedor de un grillo que vaticina un aguacero, las gallinas alborotadas en el gallinero, las bestias que rechinan los pasos en la calle de tierra, el aullar de los perros en una noche larga y el zumbido de los zancudos que caen en manadas. Los pasquines dejados en las puertas de las casa por algún desocupado, como diría mi abuela. Las tertulias que armaban los viejos en las esquinas que incluso terminaban a las trompadas, el fanatismo desbordante por la política y sus pleitos de familia ya casi extinta, los amores escondidos, y esos que nacían en una noche de baile y que se desvanecían con el alba.
Así mismo brilla con una luz macondiana, con su propio brillo mágico, como el que está plasmado en los libros de Gabo. Así mismo es la casa del pueblo, la casa de mis abuelos.
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