Palabras pronunciadas por el escritor colombiano en Bogotá, Colombia, el 12 de abril de 1996 durante la inauguración de la Cátedra de Colombia impulsada por las Fuerzas Armadas colombianas.
La primera vez que oí hablar de los militares fue a una edad muy temprana, cuando mi abuelo me hizo un relato escalofriante de lo que entonces se llamó la matanza de las bananeras. Es decir: la represión a bala de una manifestación de obreros colombianos de la United Fruit Company, arrinconada en la estación del ferrocarril de Ciénaga. Mi abuelo, platero de oficio y liberal de hueso colorado, había merecido su grado de coronel en la Guerra de los Mil Días, en las filas del general Rafael Uribe Uribe, y por esos méritos había asistido a la firma del tratado de Neerlandia, que puso término a medio siglo de guerras civiles formales. Frente a él, al otro lado de la mesa, estaba el mayor de sus hijos, en su condición de parlamentario conservador.
Creo que mi visión del drama de las bananeras contado por él fue la más intensa de mis primeros años, y también la más perdurable. Tanto, que ahora la recuerdo como un tema obsesivo de mi familia y sus amigos a lo largo de mi infancia, que de algún modo condicionó para siempre nuestras vidas. Pero, además, tuvo una enorme trascendencia histórica, porque precipitó el final de más de cuarenta años de hegemonías, y sin duda influyó en la organización posterior de la carrera militar.
Sin embargo, a mí me marcó para siempre por otra razón que ahora viene al caso: fue la primera imagen que tuve de los militares, y habían de pasar muchos años no sólo para que empezara a cambiarla, sino apenas para que empezara a reducirla a sus justas proporciones. En realidad, a pesar de mis esfuerzos conscientes por conjurarla, nunca he tenido la oportunidad de conversar con más de media docena de militares en cincuenta años, y con muy pocos logré ser espontáneo y desprevenido. La impresión de incertidumbres recíprocas entorpeció siempre nuestros encuentros, nunca pude superar la idea de que las palabras no significaban lo mismo para ellos que para mí, y que a fin de cuentas no teníamos nada de qué hablar.
No se crean que fui indiferente a ese problema. Al contrario: es una de mis grandes frustraciones. Siempre me pregunté dónde estaba la falla, si en los militares o en mí, y cómo sería posible derribar aquel baluarte de incomunicación. No sería fácil. En los dos primeros años de Derecho de la Universidad Nacional –cuando yo tenía diecinueve– fueron mis condiscípulos dos tenientes del Ejército. (Y bien quisiera que fueran algunos de ustedes.) Llegaban con sus uniformes idénticos, impecables, siempre juntos y puntuales. Se sentaban aparte, y eran los alumnos más serios y metódicos, pero siempre me pareció que estaban en un mundo distinto del nuestro. Si uno les dirigía la palabra, eran atentos y amables; pero de un formalismo invencible: no decían más de lo que se les preguntaba. En tiempos de exámenes, los civiles nos dividíamos en grupos de cuatro para estudiar en los cafés, nos encontrábamos en los bailes de los sábados, en las pedreas estudiantiles, en las cantinas mansas y los burdeles lúgubres de la época, pero nunca nos encontramos ni por casualidad con nuestros compañeros militares.
Era imposible no pensar en conclusión que tenían una naturaleza distinta. Por lo general, los hijos de los militares son militares, viven en sus barrios propios, se reúnen en sus casinos y en sus clubes, y sus mundos transcurren de puertas para dentro. No era fácil encontrarlos en los cafés, raras veces en el cine, y tenían un halo misterioso que permitía reconocerlos aunque estuvieran de civil. El mismo carácter de su oficio los ha vuelto nómades, y esto les ha dado la oportunidad de conocer al país hasta en sus últimos rincones, por dentro y por fuera, como ningún otro compatriota, pero por su propia voluntad no tienen el derecho de votar. Por un deber elemental de buena educación he aprendido infinidad de veces a reconocer sus insignias para no equivocarme al saludarlos, y más he demorado en aprenderlo que en olvidarlo.
Algunos amigos que me conocen estos prejuicios piensan que esta visita es lo más raro que he hecho en mi vida. Al contrario, mi obsesión por los distintos modos del poder es más que literaria –casi antropológica– desde que mi abuelo me contó la tragedia de Ciénaga. Muchas veces me he preguntado si no es ése el origen de una franja temática que atraviesa por el centro de todos mis libros. En La hojarasca, que es la convalecencia del pueblo después del éxodo de las bananeras, en El coronel no tiene quien le escriba, en La mala hora, que es una reflexión sobre la utilización de los militares para una causa política, en el coronel Aureliano Buendía, que escribía versos en el fragor de sus treinta y tres guerras, y en el patriarca de doscientos y tantos años que nunca aprendió a escribir. Del primero hasta el último de esos libros –y espero que en muchos otros del futuro– hay toda una vida de preguntas sobre la índole del poder.
Creo, no obstante, que mi verdadera toma de conciencia sobre todo esto empezó cuando escribía Cien años de soledad. Lo que más me alentaba entonces era la posibilidad de reivindicación histórica de las víctimas de la tragedia, contra la Historia oficial que la proclamaba como una victoria de la ley y el orden. Pero fue imposible: no pude encontrar ningún testimonio directo ni remoto de que los muertos hubieran sido más de siete, y que el tamaño del drama no había sido el que andaba suelto en la memoria colectiva. Lo cual, por supuesto, no disminuía para nada la magnitud de la catástrofe dentro del tamaño del país.
Ustedes podrían preguntarme, con toda razón, por qué en lugar de relatarla en sus proporciones reales, la magnifiqué hasta el tamaño de tres mil muertos que fueron transportados en un tren de doscientos vagones para arrojarlos en el mar. La razón, en clave de poesía, es simple: yo estaba trabajando en una dimensión en la cual el episodio de las bananeras no era ya un horror histórico de ninguna parte sino un suceso de proporciones míticas, donde las víctimas no eran iguales y los verdugos no tenían ya ni cara ni nombre, y tal vez nadie era inocente. De aquella desmesura me vino el viejo patriarca que arrastraba su potra solitaria en un palacio lleno de vacas.
¿Cómo podía ser de otro modo? La única criatura mítica que ha producido la América Latina es el dictador militar de fines del siglo pasado y principios del actual. Muchos de ellos, por cierto, caudillos liberales que terminaron convertidos en tiranos bárbaros. Estoy convencido de que si el coronel Aureliano Buendía hubiera ganado siquiera una de sus treinta y seis guerras, habría sido uno de ellos.
Sin embargo, cuando cumplí el sueño de escribir los últimos días del libertador Simón Bolívar en El general en su laberinto, tuve que torcerle el cuello al cisne de la invención. Se trataba de un hombre de carne y hueso de talla descomunal que libraba la batalla contra su cuerpo devastado, sin más testigos que el séquito de jóvenes militares que lo acompañaron en todas sus guerras y habían de acompañarlo hasta la muerte. Tenía que saber cómo era en realidad, y cómo era cada uno de ellos, y creo haberlo descubierto lo más cerca posible en las cartas reveladoras y fascinantes del libertador. Creo, con toda humildad, que El general en su laberinto es un testimonio histórico envuelto en las galas irresistibles de la poesía.
Es sobre estos enigmas de la literatura sobre los que me gustaría proseguir ahora con ustedes el diálogo que otros amigos han iniciado en estos días. Quienes lo han alentado de la parte militar saben que no soy extraño a esa idea necesaria, y que mi único deseo es que prospere. Cada quien ha conversado sobre su especialidad. Yo no tengo ninguna distinta de las letras, y aun en ésta soy un empírico sin ninguna formación académica, pero sí me siento capaz de enrolarlos a ustedes en las huestes no siempre pacíficas de la literatura. Para empezar, quiero dejarles sólo una frase: «Creo que las vidas de todos nosotros serían mejores si cada uno de ustedes llevara siempre un libro en su morral».
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