Memoria de Antonio en su mecedora de navegar
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Memoria de Antonio en su mecedora de navegar

Prólogo de Gabriel García Márquez escrito en 1993 para el libro “En canoa del Amazonas al Caribe” del científico cubano Antonio Núñez Jiménez.

Redacción Centro Gabo

El viaje más largo y peligroso que ha hecho Antonio Núñez Jiménez no fue el de tres mil cuatrocientas ochenta y cinco leguas náuticas en canoa desde el Amazonas hasta Cuba, a través de veinte países, sino el que hizo sentado en una mecedora en nuestra casa en La Habana, mientras contaba durante más de dos años los arduos detalles de sus preparativos. Pues en esa época, todo lo que después iba a ser posible en la realidad parecía imposible en la imaginación.

Así era. En el viaje real, ordenado de antemano en todos sus detalles con una precisión milimétrica, no tuvo inconvenientes que no estuvieran previstos, mientras que el proyecto del viaje se había visto amenazado a cada instante por los cataclismos cotidianos de las promesas incumplidas y los sargazos burocráticos de medio mundo, a pesar de los vientos propicios que mecían la mecedora en el mar de mi casa. Todas las noches lo veíamos llegar con su guayabera bordada y su barba de ermitaño, saludando a la concurrencia de amigos con sus maneras de caballero antiguo. Pero quienes lo conocemos desde hace años sabíamos que ni siquiera sabía a ciencia cierta a quiénes saludaba, porque Antonio era entonces solo un fantasma de sí mismo, mientras que el otro Antonio, el de verdad, estaba en quién sabe qué paraje improbable de Casiquiare.

Terminados los saludos se sentaba en la mecedora, y sin preguntar siquiera qué conversación había interrumpido, en qué punto estábamos, empezaba a contarnos en voz alta el viaje que iba a hacer, con las ilusiones inermes que permite la inocencia. Ordenaba un café, un refresco, algo de comer. Lo pedía por la buena educación de la infancia que seguía luchando dentro de él, pero si acaso se tomaba un trago era del vaso ajeno, y si algo se comía en su estado de abstracción total bien podía ser una rosa de los floreros. Llegaba siempre cargado de cosas que parecía rescatadas de los naufragios que iba a padecer: un banderín de señales, una camiseta con el escudo de su heráldica personal, botas a prueba de serpientes, artes de pescar fabricadas con hilos y huesos primarios para engañar a los peces de la Edad de Piedra con que pensaban sobrevivir. Apartaba los platos, los cubiertos, la canasta del pan que ya estaban puestos para empezar a cenar, y extendía en la mesa un mapa dibujando en sus delirios equinocciales por los cartógrafos de Orellana, o de Magallanes, o tal vez de don Enrique el Navegante, o de quién sabe quién, y el comedor se llenaba de rugidos de fieras mitológicas, de canciones de caníbales heridos de amor, de blasfemias de misioneros desmoralizados por no encontrar a Dios en los infiernos de la Amazonia.

Un día nos llevó un estudio fotográfico del proceso de fabricación de las canoas en que él y su congreso de sabios ambulantes se iban a soñar. Nos mostró la foto del árbol vivo, luego la foto del árbol caído del cual por una vez en la historia no todos los hacían leña, y por último la foto de la escultura maestra en que iban a navegar. Nos mostró las aldeas que iban a descubrir, la cerámica rupestre y los cubiertos de piedra con que comerían, el pañuelo con que el pintor Guayasamín iba a despedirlos en el puerto ecuatorial de Misahuallí. Eran las reliquias prehistóricas de algo que aún no había sucedido ni tenía necesitad de suceder para existir, porque Antonio las hacía vivir por anticipado con su cámara de retratar el futuro. Es tal su poder de evocar lo que aún no existe, que este no es el libro del último cronista de Indias –como le oí decir a alguien– sino el diario del viaje del primer navegante primitivo del tercer milenio.

Oyéndolo desde mi poltrona de tierra firme yo no podía menos que recordar con lástima a los marino medievales que se preparaban para hacerse a la mar como si fuera a hacerse a la muerte. Pues Antonio solos e iba para la vida. Siempre me había parecido que era una leyenda pura que Cristóbal Colón hubiera estado veinte años yendo de un lado para el otro, persiguiendo a un fantasma que quisiera ganarse el billete premiado de una lotería quimérica cuyo premio mayor no era nada más que un camino más corto para ir a la India, y resultó ser nada menos que para los yacimientos de oro más ricos de su tiempo. Pero a medida que escuchaba a Antonio iba descubriendo poco a poco que hasta Cristóbal Colón podía ser verdad.

De modo que su proeza –que fue histórica– no estuvo tanto en hacer el viaje real, sino en haberlo hecho posible. Al cabo de dos años seguía navegando solo en las aguas procelosas de su fantasía, esperando que terminaran de hacer las canoas. Que autorizaran las visas, que fabricaran los incontables artificios de marear que ya nadie vendía desde los tiempos de Juan de la Cosa, ordenando las incontables piezas de aquel rompecabezas inmenso que armaba noche tras noche en sus largas noches de navegante solitario de la mecedora. Tanto, que cuando se fue de veras, muchos de quienes acudieron a despedirlo no sabían a ciencia cierta si se iba o llegaba. Lupe y sus cinco reinas de la belleza estaban con el alma en un hilo por el tremendo riesgo de la doble aventura de los que se iban y los que se quedaban. Al contrario de mí, que ya había hecho el viaje completo con Antonio en la sala de mi casa, y apenas si podía soportar la alegría de que la mecedora, al cabo de tantos y tan azarosos naufragios de oficinas y borrascas de papel, había por fin llegado a buen puerto.

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