El testimonio del escritor colombiano cuando visitó uno de los campos de concentración que los nazis construyeron en Polonia.
Gabriel García Márquez llegó por primera vez a Polonia en octubre de 1955. Lo hizo en un tren procedente de Praga, a donde había entrado casi de forma secreta luego de cubrir la XVI Muestra Internacional de Arte Cinematográfico de Venecia. Dos eran sus objetivos con aquella travesía: asistir al XI Congreso de la Federación Internacional de los Archivos Fílmicos en Varsovia (que algunos llamaban el Congreso Internacional de Cine) y conocer los países de la Cortina de Hierro para valorar en persona las realidades del comunismo soviético. Al contrario del viaje por las repúblicas socialistas que realizaría dos años después en compañía de los hermanos Plinio Apuleyo y Soledad Mendoza, en este iba completamente solo.
En la estación de trenes de Varsovia fue recibido por Adán Waclawek, un periodista polaco que dominaba el español a la perfección y a quien el gobierno de Polonia contactó para que sirviera de guía al escritor colombiano. Con la ayuda de Waclawek, Gabo se instaló en el Hotel Bristol y recorrió las calles y lugares emblemáticos de la ciudad, muchos de ellos en ruinas por los estragos de la Segunda Guerra Mundial.
Las reflexiones de García Márquez sobre la sociedad polaca están descritas en los artículos de su libro De viaje por los países socialistas, publicados en la revista Cromos en 1959. Con un lenguaje sobrio y técnico, casi que con la frialdad de un observador impasible, Gabo describió el escenario político y cultural de Polonia. Sólo cuando recorrió el campo de concentración de Auschwitz y presenció el horror del Holocausto, la aparente frialdad del periodista fue sustituida por un desahogo en el que se revelaba toda su consternación.
En su crónica “Con los ojos abiertos sobre Polonia en ebullición”, cuenta que salió para Auschwitz a las cinco de la madrugada en compañía de Waclawek, un delegado de los Estados Unidos (Mr. Webbs) y una enfermera de veinte años llamada Ana Kozlowski. La recreación que hace del lugar es tan precisa como siniestra:
Las interminables alambradas del campo de concentración de Auschwitz están intactas. Los alemanes no tuvieron tiempo de dinamitarlo. Es más impresionante que el de Mathausen –a pocos kilómetros de Viena–, aunque no tiene la espectacular escalera de piedra que sube desde el fondo de la cantera hasta el campo: 1.200 escalones. El de Buchenwald –en Weimar– alcanzó a ser dinamitado y los visitantes tienen que reconstruirlo mentalmente de acuerdo con las indicaciones del guía. En Auschwitz nada ha sido movido de su sitio. Los hornos crematorios están al final de un sistema de tres cuartos; el primero es una pequeña sala de baño con dos docenas de duchas. Cuando las comisiones de la Cruz Roja Internacional inspeccionaban el campo los nazis les mostraban aquellos cuartos inocentes para convencerlas de la organización de la higiene. Uno no se explica cómo esas comisiones no se daban cuenta de que no había tubos de desagüe. Nunca salió agua por esas duchas: salió gas venenoso mientras las finanzas de Hitler alcanzaron para esos lujos. Después salió sencillamente el humo de los hornos crematorios conectados al sistema de duchas. El segundo es una cámara refrigerada. Se calcula que en determinado momento los nazis ejecutaban 250 personas por día. Los hornos crematorios no daban abasto. Aún en invierno, los cadáveres tenían que esperar el turno en su purgatorio refrigerado. La única diferencia entre un horno crematorio y un horno de pan es la puerta blindada. En Auschwitz están todavía las parihuelas en que metían a asar a los cadáveres. La operación duraba una hora. Los encargados de los hornos la ocupaban jugando póquer, como esperan las señoras jugando canasta a que se dore el pollo. La diferencia es que el humo de los cadáveres se escapaba por las duchas para asfixiar doce personas más. Era una progresión geométrica: tres cadáveres proporcionaban material para producir doce.
También se detiene a reflexionar sobre el racionalismo tenebroso de los alemanes para gestionar su matanza:
El atroz cientifismo de los nazis se aprecia muy bien en Auschwitz. Las salas de cirugía donde los médicos de Himmler hacían sus experiencias de esterilización humana son impecables. Hay –intacto– un laboratorio de elaboración de sustancias humanas. Por una puerta entraba un hombre vivo y por la otra salía el bagazo. Adentro quedaba todo lo que una persona tiene de materia prima. Se organizó una próspera industria de cuero humano, de textiles de cabellos humanos, de derivados de la manteca humana. En Austria vi un enorme pedazo de jabón de pino adornado con flores. Alguien tenía motivos para creer que aquel jabón era de su tío. En Auschwitz hay una exposición de estos artículos y uno comprende que esa industria siniestra tenía un excelente porvenir en el mercado: una maleta fabricada con cuero de hombre es de una calidad superior.
Finalmente, el punto de quiebre sucede cuando el escritor colombiano es conducido a una galería con restos y fotografías de los judíos prisioneros del campo, entre los que se encuentra una imagen del padre de Ana Kozlowski.
Los polacos no dan cifras. Se limitan a mostrar. Cuando uno ve esas cosas y sabe que tiene que contarlas por escrito, comprende que tiene que pedirle permiso a Malaparte. Hay una galería de vitrinas enormes llenas hasta el techo de cabellos humanos. Una galería llena de zapatos, de ropa, de pañuelitos con iniciales bordadas a mano, de las maletas con que los prisioneros entraban a ese hotel alucinante y que tiene todavía etiquetas de hoteles de turismo. Hay una vitrina llena de zapatitos de niños con herraduras gastadas en los tacones; botitas blancas para ir a la escuela y porrones de botas de los que antes de morir en campos de concentración se habían tomado el trabajo de sobrevivir a la parálisis infantil. Hay un inmenso salón atiborrado de aparatos de prótesis, millares de anteojos, de dentaduras postizas, de ojos de vidrio, de patas de palo, de manos sin la otra mano con un guante de lana, todos los dispositivos inventados por el ingenio del hombre para remendar al género humano.
Yo me separé del grupo que atravesó en silencio la galería. Estaba moliendo una cólera sorda porque tenía deseos de llorar.
Después de aquella experiencia perturbadora, García Márquez regresó a Varsovia. En su última noche en la ciudad, Ana Kozlowski estuvo con él en el hotel y le entregó varios carteles con que se anunciaron en la ciudad las películas de Emilio Fernández, el indio mexicano. Gabo se lo agradeció conmovido, quizás porque a través del cine uno podía darse un descanso y escapar, así fuese por un momento, de los horrores del mundo real.
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