La reflexión del escritor checo sobre su relectura de Cien años de soledad.
El 24 de mayo de 2007 el escritor checo Milan Kundera publicó en el suplemento de libros del diario francés Le Monde una columna en la que comentaba su más reciente relectura de Cien años de soledad. Su título era “La novela y la procreación” e incluía una reflexión cuya premisa principal era que el libro de Gabriel García Márquez suponía un “adiós” a la era de la novela moderna occidental, pues contradecía la tendencia mediante la cual los protagonistas de las grandes novelas no tienen hijos.
Para probar su punto, el autor de La insoportable levedad del ser, fallecido el pasado 11 de julio, primero evocó varias obras maestras de la literatura en las que los personajes principales carecían de descendencia. Habló de Don Quijote, Pantagruel y Tom Jones. También de los personajes sin hijos de Robert Musil, Honoré de Balzac, Stendhal, Dostoievski, Franz Kafka y Marcel Proust. “Don Quijote muere y termina la novela; este final sólo es tan perfectamente definitivo porque no tiene hijos; con hijos, su vida se prolongaría, sería imitada o cuestionada, defendida o traicionada; la muerte de un padre deja la puerta abierta; por otra parte, es lo que oímos desde nuestro nacimiento: tu vida continuará en tus hijos; tus hijos son tu inmortalidad”, escribió.
En Cien años de soledad, sin embargo, García Márquez revierte este paradigma al plantear “un desfile de individuos” que procrean y alargan su estirpe a lo largo de la novela. Kundera afirma que, con ese cambio, el escritor colombiano deja atrás “el tiempo del individualismo europeo” para adentrarse en otro muy distinto, aunque no se decide si ese otro tiempo es el de la América precolombina o el del individuo que pierde su individualidad y se funde en “el hormiguero humano”.
Con su texto, Kundera confirmó la gran admiración que sentía por García Márquez. Ambos narradores se habían conocido a fines de 1968 en Checoslovaquia, cuando García Márquez viajó a Praga junto a Carlos Fuentes y Julio Cortázar para apoyar a los escritores checos presionados por la Unión Soviética (los rusos habían invadido el país en represalia a las políticas liberales desatadas durante la llamada Primavera de Praga). Desde entonces, los dos mantuvieron un fuerte vínculo, alimentado por los contextos sociopolíticos que compartían sus continentes natales. Así lo describió Kundera en una carta que le envió a Fuentes en 1998 y que publicó en Los Angeles Times: “Hablamos entonces del sorprendente parentesco entre la gran América Latina y mi pequeña Europa central, dos lados del mundo igualmente marcados por la memoria histórica del barroco, que hace al escritor hipersensible a la seducción de la imaginación fantástica, feérica, onírica”.
La columna “La novela y la procreación” fue traducida del francés original por Beatriz de Moura e incluida en el libro Un encuentro que la Editorial Tusquets publicó en 2009. En el Centro Gabo la compartimos contigo:
Mientras releía Cien años de soledad, se me ocurrió una extraña idea: los protagonistas de las grandes novelas no tienen hijos. Apenas un uno por cierto de la población no tiene hijos, pero al menos un cincuenta por ciento de los grandes personajes novelescos salen de la novela sin haberse reproducido. Ni Pantagruel, ni Panurgo, ni Don Quijote tuvieron descendencia. Ni Valmont, ni la marquesa de Merteuil, ni la virtuosa Presidenta de Las amistades peligrosas. Ni Tom Jones, el más célebre personaje de Fielding. Ni Werther. Todos los protagonistas de Stendhal carecen de hijos; al igual que muchos de los de Balzac; y de Dostoievski; y en el siglo que acaba de terminar, Marcel, el narrador de En busca del tiempo perdido, y, por supuesto, todos los grandes personajes de Musil, Ulrich, su hermana Agata, Walter, su mujer Clarisa y Diotima; y Svejk; y los protagonistas de Kafka, con la excepción del joven Karl Rossmann, que le hizo un hijo a la sirvienta, aunque precisamente por eso, para borrar el niño de su vida, huye a América y puede nacer la novela. Esta infertilidad no se debe a una intención consciente de los novelistas; a la procreación le repugna el espíritu del arte de la novela (o el subconsciente de este arte).
La novela nació en los Tiempos modernos, que hicieron del hombre, por citar a Heidegger, el «único verdadero subjectum», el «fundamento de todo». En gran parte es gracias a la novela por lo que se instala el hombre, como individuo, en el escenario europeo. Lejos de la novela, en nuestra vida real, poco sabemos de nuestros padres tal como eran antes de que naciéramos; apenas conocemos fragmentariamente a nuestros parientes cercanos; los vemos llegar y partir; en cuanto desaparecen son reemplazados por otros: conforman un largo desfile de seres reemplazables. Sólo la novela aísla a un individuo, ilumina toda su biografía, sus ideas, sus sentimientos, lo vuelve irremplazable: lo convierte en el centro de todo.
Don Quijote muere y termina la novela; este final sólo es tan perfectamente definitivo porque no tiene hijos; con hijos, su vida se prolongaría, sería imitada o cuestionada, defendida o traicionada; la muerte de un padre deja la puerta abierta; por otra parte, es lo que oímos desde nuestro nacimiento: tu vida continuará en tus hijos; tus hijos son tu inmortalidad. Pero si mi historia puede seguir más allá de mi propia vida, quiere decir que mi vida no es una entidad independiente; quiere decir que está inacabada; quiere decir que algo hay muy concreto y terrenal en lo que el individuo se funde, consiente en fundirse, consiente en ser olvidado: familia, descendencia, tribu, nación. Quiere decir que el individuo, como «fundamento de todo», es una ilusión, una apuesta, el sueño de algunos siglos europeos.
Con Cien años de soledad, el arte de la novela parece salir de ese sueño; el centro de atención ya no es un individuo sino un desfile de individuos; son todos originales, inimitables, y no obstante cada uno de ellos no es más que la luz fugaz de un rayo de sol en las aguas de un río; cada uno de ellos lleva en sí su olvido futuro, y todos y cada uno son conscientes de ello; ninguno permanece en la escena de la novela de principio a fin; la madre de toda esta tribu, la vieja Úrsula, tiene ciento veinte años cuando muere, y eso ocurre mucho antes de que la novela termine; y todos llevan nombres parecidos, Arcadio José Buendía, José Arcadio, José Arcadio Segundo, Aureliano Buendía, Aureliano Segundo, con el fin de ir borrando las pinceladas que los distinguen y de que el lector acabe confundiéndolos. Al parecer, el tiempo del individualismo europeo ha dejado de ser su tiempo. Pero ¿cuál es, pues, su tiempo? ¿Un tiempo que se remonta al pasado indio de América? ¿O un tiempo futuro en el que el individuo humano se fundirá en el hormiguero humano? Tengo la impresión de que esta novela, que es una apoteosis del arte de la novela, es a la vez un adiós dirigido a la era de la novela.
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