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Lectura

Luis Carlos López en 8 reflexiones de Gabriel García Márquez

Ocho reflexiones del escritor colombiano sobre el controvertido poeta cartagenero Luis Carlos López.

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Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego
Redacción Centro Gabo

En 1948, cuando Gabriel García Márquez conoció en persona a Luis Carlos López, el poeta cartagenero ya era una gloria de las letras colombianas. Hacía cuarenta y cuatro años que Rubén Darío lo había encumbrado con una frase que pronunció después de leer Posturas difíciles, un poemario de López que sus editores madrileños le hicieron llegar. Dijo: “Aquí hay un gran poeta; sin duda, un gran poeta”.

Gabo era un aprendiz de periodista en El Universal de Cartagena la tarde en que lo vio pasar por la sala de redacción. Hasta entonces había sabido de la existencia del poeta a través de sus libros y por los comentarios de sus lectores. Sabía muchos de sus poemas de memoria y solía citarlos en las conversaciones con sus grandes amigos de ese entonces para “iluminar” sus ideas. De hecho, en varias columnas suyas de aquella época, primero en El Universal y luego en El Heraldo de Barranquilla, el futuro Premio Nobel de Literatura usó versos sueltos de López cuyas temáticas convergían con sus propias ocurrencias. El día en que lo vio pasar por la sala de redacción y perderse en la oficina del director, García Márquez esperó hasta el anochecer, cuando el poeta salió, para poder saludarlo.

Dos años después Luis Carlos López murió. Tenía sesenta y ocho años. Gabo le dedicó una de sus Jirafas en El Heraldo unos días más tarde y destacó el universo poético del Tuerto –como entonces lo apodaban–, evocando a sus personajes indignos e hipócritas, sus crisis filosóficas y su ciudad colonial caída en la desgracia. En abril de 1960, en la revista Acción Liberal, designaría al estilo de López como un “espléndido terrorismo poético”.

En el Centro Gabo hemos seleccionado ocho reflexiones de García Márquez sobre la vida y obra del Tuerto López. Las compartimos contigo:

 

1. Un poeta vivo muerto

 

No hubo poder humano capaz de convencer a Luis Carlos López de que se mantuviera completamente vivo. Desde hace por lo menos veinticinco años –y ya desde mucho antes de su viaje consular a Baltimore– había descubierto la manera más cómoda de estar muerto sin necesidad de salir de su casa, sin necesidad de que le amortajasen y sobre todo sin necesidad de que pronunciaran sobre sus despojos esas escalofriantes necrologías que, ahora por desgracia, no podrá evitar. En Cartagena se sabía que Luis Carlos López estaba vivo porque lo decía la gente. Nadie había vuelto a verlo desde una noche en que salió del Bodegón, escurrió el último trago de su melancólica bohemia, y se fue a su casa sin decir hasta luego, ni más ni menos que como si hubiera salido a enterrarse por sus propios pies.

 

“A Luis Carlos López con veinte años de muerte”.

Columna escrita para El Heraldo, noviembre de 1950.

 

2. Creyente en los amores digestivos

 

Tuvo razón Luis Carlos López cuando dijo que ‘en el amor y en otras cosas de mayor cuantía todo depende de la digestión’.

 

“El beso: una acción química”.

Columna escrita para El Heraldo, noviembre de 1950.

 

3. Con una miopía de consecuencias existencialistas

 

Tal vez su extremada miopía había contribuido a la desfiguración del mundo que lo rodeaba y que ya era para él un confuso montón de cosas borrosas, casi invisibles. Un mundo así no valía la pena de ser vivido, mucho menos después de que Casimiro dio la última vuelta a sus campanas y se dejó convencer por su despiadada enfermedad filosófica, mucho menos después de que Teresita Alcalá, empolvada como una cucarachita de iglesia, se retiró a un rincón de su baúl y se convirtió en polvo bíblico, como sino considerara un mundo en que simultáneamente se fabricaban personas, digno de ser vivido, de sensibilidad y bolitas de naftalina.

 

“A Luis Carlos López con veinte años de muerte”.

Columna escrita para El Heraldo, noviembre de 1950.

 

4. Inventor de borrachos eternos

 

El borracho, como elemento decorativo de los sábados, está en una decadencia lamentable. (…) Queda apenas aquel borracho eternizado en la esquina de un soneto de Luis Carlos López, que volteó repetidamente y dio su grito feroz: ‘Viva el partido liberal’. Y lo gritó con tanta fuerza, con tan desenfrenado entusiasmo retórico, que allí mismo cayó exhausto y se fue enredado en una escoba de servicio público.

 

“¿Dónde están los borrachos?”. 

Columna escrita para El Heraldo, octubre de 1950.

 

5. Un fantasma que seguía allí

 

Una de las condiciones indispensables para haber conocido personalmente a Luis Carlos López, era tener por lo menos treinta años. A quienes llegamos tardíamente a esa edad se nos hablaba de él como de una reliquia histórica, de cuya existencia real habrá podido dudarse, si no anduvieran sueltos por las calles de la ciudad amurallada sus versos y su hijo Bruno. Por lo demás, muy pocas personas sabían a ciencia cierta dónde estaba encerrado, qué sitio de la tierra había escogido para padecer esa prolongada y empecinada muerte que él mismo se impuso y que ya no había médico capaz de remediar.

 

“A Luis Carlos López con veinte años de muerte”.

Columna escrita para El Heraldo, noviembre de 1950.

 

6. Autor de un terrorismo poético

 

La generalidad de los estudios críticos que se escriben en Colombia son eruditos análisis de una obra, de las influencias del autor y hasta de su personalidad psicológica. Sabemos, por esos estudios, que Guillermo Valencia fue un poeta parnasiano, que sus hemistiquios eran perfectos y que abrió una ventana por donde entró el viento modernista a renovar el aire enrarecido del romanticismo. Pero nadie nos ha demostrado, de un modo autoritario y definitivo, si era un poeta bueno o malo, ni por qué fue necesario el posterior y espléndido terrorismo poético de Luis Carlos López.

 

“La literatura colombiana, un fraude a la nación”.

Artículo escrito para Acción Liberal, abril de 1960.

 

 7. El hombre de la muerte retrasada

 

Luis Carlos López se dio el gusto de no morir de viejo a los sesenta y ocho años. A los sesenta y ocho se organizan sus funerales y se le da cristiana sepultura, pero su dignidad estaba satisfecha desde cuando cumplió cuarenta y se volteó contra la pared, definitivamente. Él sabía de memoria, mejor que nadie, las notas necrológicas que se le escribirían cuando se muriera biológicamente; sabía que había más de cuatro ciudadanos que aún continuaban con vida, sólo por no perder la nota funeraria que ya tenían guardada desde hace veinticinco años en el bolsillo del chaleco. Y ahora, mientras untan la mezcla en su último ladrillo sepulcral, Luis Carlos López debe sentirse satisfecho de haberse muerto cuando le dio la gana, para poder reír como el viejo papagayo bisojo y medio cínico: ‘Cuá cuá’.

 

“A Luis Carlos López con veinte años de muerte”.

Columna escrita para El Heraldo, noviembre de 1950.

 

8. Experto en barberos de pueblo

 

El barbero de la ciudad es un científico. El del pueblo es un filósofo, que piensa mal de todos y habla bien de todo el mundo; que tiene mujer con ocho hijos y que sin embargo reserva uno de los ventrílocuos de su corazón para que le sirva de domicilio a la doncella incógnita que dos o tres veces por semana es víctima propiciatoria de un soneto. El barbero del pueblo, lo dijo Luis Carlos López: ‘Es un empedernido jugador de baraja que oye misa de hinojos y habla bien de Voltaire’.

 

“Se acabaron los barberos”.

Columna escrita para El Heraldo, 1950 o 1952

(fecha hipotética, reeditado por el mismo diario en octubre de 1967).

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