Las obsesivas lecturas poéticas de Gabriel García Márquez en los tranvías de Bogotá.
En 1947, cuando tuvo que vivir en Bogotá para estudiar Derecho en la Universidad Nacional, Gabriel García Márquez solía pasar las tardes dominicales montado en los tranvías de la ciudad. Pagaba los cinco centavos que costaba el pasaje y permanecía sentado durante todo el trayecto con un libro de poemas en la mano. No se bajaba hasta que oscurecía, de modo que repetía la ruta del tranvía varias veces. En esa época, aquellos vagones que echaban chispas a su paso y chirriaban bajo la lluvia partían de la Plaza de Bolívar hasta la Avenida Chile y luego se devolvían. “Lo único que hacía durante aquel viaje de círculos viciosos era leer libros de versos, quizás una cuadra de la ciudad por cada cuadra de versos, hasta que se encendían las primeras luces en la llovizna perpetua”, escribió García Márquez en sus memorias, Vivir para contarla.
La poesía era, en esos momentos de su vida, uno de los grandes pilares de su formación literaria. Se había apasionado con ella durante el bachillerato en el Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá, en especial con los postulados estéticos del movimiento “Piedra y cielo”. Carlos Martín, el poeta liberal que dirigía el liceo, era miembro activo del piedracielismo y había invitado al joven estudiante a tertulias con Eduardo Carranza y Jorge Rojas. De estas obsesiones adolescentes quedaría un puñado de poemas tristes. Uno de ellos, “Canción”, fue publicado en El Tiempo el 31 de diciembre de 1944 bajo el seudónimo de Javier Garcés.
En Bogotá, ya con el título de bachiller metido en el bolsillo, el futuro novelista seguía demostrando un apetito insaciable por los versos de figuras españolas como Garcilaso De la Vega, Francisco de Quevedo y Federico García Lorca, y autores latinoamericanos como Rubén Darío y Pablo Neruda, a quienes leía sin inconvenientes en los circuitos interminables del tranvía. Por sus ojos también pasaban los malos poetas, pues estaba consciente -o lo estaría después- de que los versos menores y melodramáticos también conducían a la senda de los grandes artistas. “Tú no puedes llegar a la buena poesía sino por la mala poesía”, le dijo a la revista Bohemia en 1979. “No puedes llegar a Rimbaud, a Valéry sino por Núñez de Arce y por toda la poesía lacrimógena que le gusta a uno en el bachillerato cuando está enamorado. Esa es la trampa, la carnada que te agarra para siempre a la literatura”.
En su discurso “Brindis por la poesía”, pronunciado el 10 de diciembre de 1982 durante el banquete de celebración del Premio Nobel de Literatura, confirmó la importancia que todos esos versos seguían teniendo en su obra. “En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte” dijo entonces, acaso guiñándole un ojo a su amigo Álvaro Mutis, quien lo había ayudado a redactar el discurso a última hora. “El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora evidencia de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía”.
Cuando anochecía y García Márquez bajaba del tranvía en donde había estado leyendo toda la tarde, recorría los cafés de la ciudad antigua para comentar con la primera persona que hallara en el camino los versos que había recitado ese domingo. “Iba en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y versos que acababa de leer”, le confesó al poeta bogotano Juan Gustavo Cobo Borda en una entrevista concedida a la Gaceta de Colcultura en marzo de 1981. “A veces encontraba a alguien, que era casi siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medianoche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido, y hablando de versos y versos y versos, mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor”.
En esos cafés, el vasito de tinto, al igual que el pasaje del tranvía, valía cinco centavos. García Márquez prefería el que vendían en El Molino, pero no por su calidad sino porque allí se reunía una tropa de artistas e intelectuales presidida por León de Greiff. Era un rinconcito de la bohemia bogotana ubicado en una esquina entre la Jiménez y la Séptima. García Márquez se sentaba en una mesa apartada con la mirada puesta en León de Greiff. A veces, el autor de Variaciones alrededor de nada estaba acompañado por Eduardo Zalamea o Jorge Rojas. Aunque estaba borracho de versos y azorado por las metáforas, los sonetos y las elegías, lo que más le interesaba a Gabo de esa visión eran las empanaditas de carne en la mesa de los poetas. Como ya había gastado sus últimas monedas en el tinto y el tranvía, no podía probarlas. Así que se conformaba con olerlas. “El sueño de mi vida no era crecer y estar en El Molino con De Greiff, con Eduardo Zalamea, con Jorge Rojas… El sueño de mi vida era crecer para poder comerme todas las empanadas de El Molino”, le confesó a un periodista de El Tiempo en abril de 1990. “Cuando volví y lo pude hacer, ya no solo no había empanadas, ya no existía El Molino. Lo habían demolido”.
Afortunadamente para él y para todos los ebrios de la lírica, la poesía perdura más que los cafés y los tranvías.
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