Entrevista con el historiador Javier Ortiz Cassiani sobre el sistema de ferrocarriles en Colombia, sus relaciones con la literatura y la obra de García Márquez.
Un lunes 20 de septiembre de 1954 Gabriel García Márquez concedió su primera entrevista radial para la HJCK en Bogotá. Tenía 27 años, un par de cuentos publicados en El Espectador y una novela que sería editada ocho meses después con el título de La hojarasca. Habían pasado tres años desde que el gobierno desmontó los rieles del ferrocarril en Cartagena y faltaba poco tiempo para que todo el sistema de trenes de Colombia fuera reemplazado por el rudimentario camino de las carreteras. Parecía que había llegado la era en la que los automóviles sepultaban a las locomotoras. No obstante, aquel lunes a las 8:30 de la noche Gabo insistía en seguir hablando de los trenes. El tema surgió cuando el entrevistador, el periodista Arturo Camacho Ramírez, le preguntó al escritor cuál era su presagio de moda.
– El presagio del tren amarillo –respondió Gabriel.
– ¿Y ese en qué consiste?
– Consiste, sencillamente, en aprovechar los momentos de ocio para pensar en el tren amarillo, que es algo así como un tren de juguete construido mentalmente con todas las cosas inútiles. Un tren que, tarde o temprano, ha de llevarnos al país de la buena suerte.
El plan de García Márquez incluía armar vagones con latas de sardinas recogidas en muladares, improvisar asientos con viejas sillas de peluquería y pintar el exterior de las máquinas con témpera amarilla encontrada en el cuarto de San Alejo. Un tren del mismo color llegaría a Macondo en las páginas de Cien años de soledad. Otro, destartalado y herrumbroso, ya había llevado al escritor a Aracataca en 1950, cuando acompañó a su madre a vender la casa de los abuelos.
– En el principio fue el tren amarillo –inventó Gabriel en la radio–, después vinieron los pueblos, porque sería absurdo que existiera un tren que no pasara por ninguna parte. Como el tren amarillo fue primero que los pueblos, estos se han ido formando a la orilla de la vía, a todo lo largo de ella, de manera que cualquier pasajero puede bajarse a las puertas de su casa.
De uno de esos pueblos concebidos en las vías férreas proviene el abuelo del historiador Javier Ortiz Cassiani (Valledupar, 1971). Prisciliano Cassiani, originario de Hatoviejo, fue bodeguero del tren que pasaba por Turbaco, en la ruta Cartagena-Calamar. Su memoria y la de muchos otros habitantes y trabajadores de los pueblos de la línea han sido recogidas por su nieto en el libro Un diablo al que le llaman tren (Fondo de Cultura Económica, 2018), título inspirado en el verso de un vallenato de Rafael Escalona. En su investigación, Ortiz Cassiani repasa la historia documental de los ferrocarriles en Colombia y la aproxima a las anécdotas de la gente que todavía se acuerda del tren, especialmente en la ruta de su abuelo, que comprendía las poblaciones de Calamar, Hatoviejo, Soplaviento, Arenal, Arjona, Turbaco y Cartagena. Como Gabo, Javier insiste en hablar sobre trenes.
Nuestra cita es en el Centro Histórico de Cartagena. Hace 68 años Ortiz Cassiani hubiera podido bajarse en la estación de tren que quedaba en lo que hoy es el Banco Popular y caminar seis cuadras hacia el norte para llegar al bar en donde lo estoy esperando. Pero el tiempo ha pasado, ya la ciudad no es la misma y Ortiz Cassiani llega en taxi. Baja de aquel auto amarillo que suena como a nevera rota: nada que ver con el escándalo industrial de los vagones contra los rieles. Javier encuentra mi mesa con una sola mirada. Se sienta. Entonces comenzamos a hablar de algo que ya no existe.
Me atrevería a decir que no ha habido un invento que revolucionara tanto la humanidad como lo hizo el tren. El tren es la afectación del tiempo, metáfora de la modernidad. Lo que define a la modernidad es el manejo del tiempo, su concepción y su aceleración; también la creencia en un tiempo no escatológico, es decir, en un tiempo que no conduce hacia una supuesta salvación religiosa, sino hacia el progreso y la transformación de la naturaleza. Creo que el tren ayudó mucho a construir esa percepción de la modernidad. Nada más imagina lo que significó para el mundo la velocidad: las horas que tú te echabas en ir a caballo de un lugar a otro quedaban reducidas a media hora en ferrocarril. Eso produjo un cambio mental muy intenso.
Rafael Núñez, un cartagenero que apoyó mucho la formación de trenes en Colombia, dijo que el verdadero cambio del siglo XVIII al XIX se da con el ferrocarril. De modo que el ferrocarril para Colombia también significó la idea de progreso. Incluso llegó un momento en que se pensó que lo más importante era tenerlo como símbolo, más allá de si era productivo o no. Lo que determinaba que una sociedad fuera avanzada era la tenencia del ferrocarril, aun cuando no fuera viable su implementación. En esa época casi ni se fijaban en los beneficios materiales del ferrocarril, simplemente pensaban que había que poseer uno porque esa era la forma de entrar a la modernidad y convertirse en un pueblo civilizado. Aquella máquina terminó impactando las ideas del país y luego su economía.
En realidad esa es una hipótesis que aún estoy puliendo. La mayoría de los ejemplos que tomo para demostrarla no son históricos sino literarios y tiene mucho que ver con un asunto especial: el hecho de que el Caribe es el primer escenario de la modernidad en América. El Caribe es el espacio imperial a donde llegaron todas las potencias del mundo, allí se aclimató la noción de desarrollo y progreso que se tenía por ese tiempo. Cuba, por ejemplo, tuvo ferrocarril antes que España pese a ser colonia española. La condición portuaria de muchas ciudades del Caribe hizo que estuvieran acostumbradas al ruido de la modernidad y, por lo tanto, que se mirara sin tanto recelo la llegada del ferrocarril. Algo muy distinto ocurrió en el centro del país donde se creyeron la idea de habitar un territorio apto para producir un tipo de persona capaz de regir los destinos de la nación. Muchos pensadores, desde Caldas hasta los intelectuales del siglo XX, consideraban que la Sabana de Bogotá y las tierras templadas del interior eran las zonas claves para engendrar un ser civilizado, lo cual implica que el paisaje era ya un elemento civilizador. Desde esta perspectiva andina el ferrocarril es visto como una anomalía, un animal jadeante que hiere la tranquilidad bajo la cual se está produciendo ese ser superior. Los barcos de vapor, por supuesto no llegaban a Bogotá o a la sabana, sino a Honda, a Girardot, las tierras calientes, de modo que los escenarios donde se aclimataba la civilización no estaban acostumbrados al ruido de la modernidad.
Sin duda alguna. Si la novela es una manera moderna de contar la complejidad de la condición humana, el ferrocarril va a ser el prototipo de la idea del desarrollo. Entonces tenemos un cruce entre una forma estética de contar la modernidad con un artefacto material producido en esa modernidad. Esa simbiosis contiene contradicciones y autocríticas. La literatura victoriana, por ejemplo, está llena de apologías al ferrocarril y de personajes que hablan maravillas de él, pero también de detractores preocupados por cosas como el ruido del tren y su efecto negativo en el parto de las vacas o las yeguas. En Colombia la relación entre literatura y vías férreas también es fuerte. Hay una novela titulada Pax escrita por José María Rivas Groot y Lorenzo Marroquín Osorio donde el tema central es la reconstrucción del país luego de la Guerra de los Mil Días, y en ella se defiende el proyecto que busca la canalización del río Magdalena, por un lado, y la construcción de ferrocarriles por el otro. El poeta José Asunción Silva fue otro que estuvo pendiente de los ferrocarriles tanto de la sabana como de la ruta Cartagena-Calamar, y eso lo puedes constatar en sus cartas. Rafael Pombo escribió un poema en donde equipara al ferrocarril con la prensa, considerándolo un atlante que va transformando todo lo que descubre a su paso.
En la literatura colombiana más contemporánea seguimos encontrándonos con referencias al ferrocarril. La novela El patio de los vientos perdidos de Roberto Burgos Cantor narra ese mundo de Cartagena, sus cercanías y los pueblos de la línea férrea donde el tren es como un animal que trae todo lo malo pero también todo lo bueno: las cantadoras, los comerciantes o las famosas putas del bar de Germania de la Concepción Cochero que llegan a Cartagena desde los pueblos de la sabana. En la literatura del Caribe casi todo se mueve en tren. Basta recordar el célebre tren amarillo de Gabriel García Márquez en su novela Cien años de soledad, el mismo que determina aquella escena de la mujer que está lavando en el río y empieza a correr, gritando “Ahí viene un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo”. Creo que esa es una de las imágenes más preciosas de Gabo sobre el tren. Ese tren que reemplaza a Melquíades en la introducción de las innovaciones a Macondo también se va a convertir en el tren de la desgracia, el que traerá la hojarasca y llevará los cadáveres de la masacre de las Bananeras para ser arrojados al mar.
Pienso que sí. Al menos para la construcción de Cien años de soledad y La hojarasca. Creo incluso que el tren es importante para la vida de García Márquez, algo que se observa en su relación con El Expreso del Sol y con el tren transportador de banano que unía a Santa Marta con los pueblos de la Zona Bananera. En Gabo el tren es un elemento biográfico significativo: de niño vio infinidad de cosas desde la ventanilla de un tren o desde la estación del pueblo mientras pasaba el tren. Esas experiencias él las recreó en la ficción. Y es que el tren es un arquetipo literario, me cuesta imaginar que García Márquez pudiera hablar de un mundo bananero de finales del siglo XIX y comienzos del XX sin hablar del tren, eso hubiera sido imposible. Cien años de soledad sería una novela incompleta si le quitan el tren, es impensable describir el territorio bananero de ese tiempo sin la inclusión de un medio de transporte moderno como este.
Sin el tren, Macondo se quedaría sin la modernidad. Igualmente se perdería algo muy presente en la obra de García Márquez: la fascinación por lo nuevo, por la vanguardia, por lo que va llegando. El transporte que representa la transformación real de un pueblo es el ferrocarril, y por eso aparece en Macondo, que es un pueblo que se transforma de la noche a la mañana. Se podría hacer una división entre un Macondo antes del tren y otro Macondo después del tren.
El modelo de la implementación de los ferrocarriles en Colombia consistía en entregarles concesiones generosísimas a empresas extranjeras (en su mayoría europeas y norteamericanas) con contratos que podían ser hasta de 99 años de explotación. Muchas de esas empresas trataron de sacarle el máximo provecho a la concesión sin invertir todo lo necesario para mantener en pie el sistema de ferrocarriles, incumpliendo varias veces con los mismos contratos. Por ejemplo, en el ferrocarril Cartagena-Calamar la empresa estaba obligada a modernizar el sitio donde se recibían o salían las cargas del ferrocarril y nunca cumplió con ese compromiso. Después de un tiempo estas empresas se declararon en bancarrota y al Estado le tocó asumir el ferrocarril, y, cuando lo hizo, ya el ferrocarril era un fracaso porque no era rentable.
Otros factores que explican el fracaso del ferrocarril fueron el desarrollo de las carreteras y la industria automotriz. Entre 1930 y 1960 se dio el boom de las grandes empresas productoras de vehículos, dichas empresas necesitaban un mercado para vender sus productos, así que los planes de desarrollo del gobierno privilegiaron las carreteras sobre las vías férreas. De hecho, por los años cincuenta hubo en Colombia una misión, la Misión Currie, que decía de forma explícita que había que construir más carreteras. Eso afectó al ferrocarril.
Siempre he dicho que este libro lo he escrito desde la sensibilidad. A pesar de mi entrenamiento profesional, muchos de estos temas son movidos por pasiones que están más ligadas a asuntos personales que a la academia. En mi caso esa pasión es la memoria familiar. Yo me crie escuchando historias sobre el ferrocarril, mi abuelo materno trabajó en el ferrocarril, él era de Hatoviejo (Bolívar), uno de los pueblos por donde pasaba la ruta Cartagena-Calamar. En la casa siempre hubo historias sobre el tren, tanto de mi madre como de mi padre. De modo que siento esta investigación como una deuda con la memoria familiar y la he escrito para que puedan leerla mis padres, mis hermanos mayores y la gente común y corriente que vive en esos pueblos por donde alguna vez pasó el ferrocarril. Se trata de ese tipo de cosas que traes desde la niñez, se quedan allí cuando te vuelves historiador, las pasas por el cernidor de la historia y permanecen como referentes determinantes de tus investigaciones.
Exactamente. Yo he querido hacer la historia del ferrocarril y captar también con eso los rumores de la estación.
Entrevista con la escritora y periodista argentina Leila Guerriero....
Entrevista con el periodista y escritor colombiano Juan Gossaín Abd...
Los aportes de la agente catalana y el escritor colombiano al desar...
©Fundación Gabo 2024 - Todos los derechos reservados.