Fotografía diseñada por Catalina Uribe
Lectura

El hombre que hablaba de platillos voladores

Una crónica sobre las relaciones de Gabriel García Márquez con los ovnis y la vida extraterrestre. 

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Fotografía diseñada por Catalina Uribe
Orlando Oliveros Acosta

El 20 de julio de 1969 el módulo lunar de la misión Apolo 11 descendió sobre una cuenca basáltica llamada Mar de la Tranquilidad. Era uno de los tantos mares secos que poseía la Luna, formado por el impacto milenario de los meteoritos. Allí bajaron los astronautas Neil Armstrong y Edwin ‘Buzz’ Aldrin, quienes dejaron una placa conmemorativa sobre la superficie del satélite: “En este lugar los hombres del planeta Tierra pusieron por primera vez un pie en la Luna. Venimos en son de paz en nombre de la humanidad”.

Frente a los seiscientos millones de telespectadores la hazaña parecía sacada de un programa de ciencia ficción. Los más viejos recordaban aquel 30 de octubre de 1938, víspera de Halloween, en que Orson Welles narró por radio La guerra de los mundos y le hizo creer a media Nueva Jersey que los Estados Unidos estaban siendo asediados por una invasión alienígena. En otros países, donde las nostalgias no eran tan gringas, la gente pensaba en películas. El escritor colombiano Gabriel García Márquez, por ejemplo, evocó sus dos epopeyas interplanetarias favoritas: La invasión de Mongo2001: Odisea del espacio. La primera la había visto en varias matinés domingueras del Teatro Colombia en Barranquilla, precisamente en 1938. La segunda, dirigida por Stanley Kubrick, se había estrenado en abril de 1968, casi un año antes de que Michael Collins, el tercer hombre a bordo del Apolo 11, escuchara una extraña música proveniente del espacio exterior, un sonido de “woo-woo” que rompió el silencio de su recorrido orbital sobre la cara oculta de la Luna.

Ya para ese tiempo García Márquez se había convertido en un hombre que hablaba de platillos voladores. En el año del histórico alunizaje, la revista española Cíclope en su número 16 divulgó una entrevista en la que el escritor conversaba sobre la vida extraterrestre y las naves espaciales.

– ¿Qué opina usted sobre los ovnis?

– Mi opinión sobre los ovnis es de sentido común: creo que son naves procedentes de otros planetas, pero cuyo destino no es la Tierra.

– ¿Cree en la posibilidad de la existencia de vida en otros planetas?

– Es conmovedora la soberbia de quienes afirman que nuestro planeta es el único habitado. Creo más bien que somos algo así como una aldea perdida en la provincia menos interesante del Universo, y que los discos luminosos que vemos pasar en la noche de los siglos nos miran a nosotros como nosotros miramos a las gallinas.

En su novela Cien años de soledad, publicada dos años antes de la entrevista, los discos luminosos aparecen surcando el cielo para presagiar la muerte o anunciar que algo termina. La primera en observarlos fue Úrsula Iguarán, una noche en que el Coronel Aureliano Buendía se disparó en el pecho después de haber firmado su rendición ante el Gobierno:

 

«Lo han matado a traición –precisó Úrsula– y nadie le hizo la caridad de cerrarle los ojos». Al anochecer vio a través de las lágrimas los raudos y luminosos discos anaranjados que cruzaron el cielo como una exhalación, y pensó que era una señal de la muerte.

 

Luego le tocó el turno para verlos a Santa Sofía de la Piedad, otra noche, a pocas horas de la muerte de Úrsula:

 

Santa Sofía de la Piedad tuvo la certeza de que la encontraría muerta de un momento a otro, porque observaba por esos días un cierto aturdimiento de la naturaleza: que las rosas olían a quenopodio, que se le cayó una totuma de garbanzos y los granos quedaron en el suelo en un orden geométrico perfecto y en forma de estrella de mar, y que una noche vio pasar por el cielo una fila de luminosos discos anaranjados.

 

El último personaje de la novela que los miró fue Amaranta Úrsula. Estaba en la cama, batallando desnuda contra la fuerza sexual de Aureliano Babilonia, su sobrino. Consumaban, por fin, el incesto:

 

Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centro de gravedad, la sembró en su sitio, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y los globos invisibles que la esperaban al otro lado de la muerte.

 

Es curioso que casi todas las personas que avistaron estos objetos voladores fueran mujeres. Bajo esa lógica no sería muy descabellado creer que el ascenso a los cielos de Remedios, la bella, haya sido una abducción alienígena y no un prodigio de Dios. Imagino la luz de un rayo anti gravitacional cayendo sobre el jardín de la casa de los Buendía, Amaranta y Fernanda del Carpio desconcertadas por la tecnología desconocida, los pétalos de las dalias desprendiéndose de sus tallos, y en medio de todo ese acontecimiento extraordinario Remedios, la bella, elevándose entre un desorden de sábanas succionadas por accidente, como en una escena nunca antes vista de una película de Steven Spielberg influida por el trópico.

– ¿De dónde cree que proceden los ovnis o quién los dirige? –continúa el anónimo entrevistador.

– Los ovnis deben de estar tripulados por seres cuyo ciclo biológico es desmesuradamente más amplio y fructífero que el nuestro –responde Gabo–. No se ocupan de nosotros porque acabaron de estudiarnos hace miles de años, cuando se hicieron las últimas exploraciones del Universo, y no solo saben de nosotros mucho más que nosotros mismos, sino que conocen inclusive nuestro destino. En realidad, la Tierra debe de ser para ellos una isla de emergencia en los azares de la navegación espacial.

Cuando el piloto del módulo de mando del Apolo 11, Michael Collins, notificó a la NASA del misterioso sonido que había escuchado durante su trayecto por la cara oculta de la Luna, los técnicos le dijeron que se había tratado de una interferencia entre los radios. La hipótesis de un mensaje extraterrestre fue rechazada de inmediato. Sin embargo, dos décadas más tarde, a unos 384.400 kilómetros de distancia media, con los ojos puestos en una pila de documentos antiguos, en la multitudinaria Tierra, García Márquez sí pudo extraer un recado de la Luna. Lo hizo para su octava novela, El general en su laberinto. El colombiano quería probar que Simón Bolívar tenía tendencias licantrópicas, es decir, que su personalidad podía sufrir alteraciones por la presencia de la luna llena. Para ello investigó las fases lunares de todas las noches de los primeros treinta años del siglo XIX. Esta era una idea que se le había ocurrido cuando descubrió que en una carta de Manuela Sáenz al general O’Leary se decía que la noche del atentado del 25 de septiembre contra Bolívar (1928) había habido una luna redonda y amarilla como un tazón de sopa. Otra noche, la del 8 de mayo de 1830, cuando Bolívar pasó por Guaduas luego de haber renunciado a la presidencia, también había sido luna llena.

Para García Márquez esta era su propia carrera espacial, librada contra sí mismo y para sí mismo, en favor de la literatura. Daba por sentado que la competencia de cohetes y astronautas entre los Estados Unidos y la Unión Soviética había sido un fracaso. En marzo de 1977, en una entrevista concedida al periódico El Espectador y la productora televisiva RTI, el escritor comentó: “Mientras no encuentren otro ser humano en algún lugar del universo, la conquista del espacio será un fracaso. Es exactamente el problema de la literatura, el problema del arte. Mientras el arte y la literatura no le transmitan a los lectores, a los espectadores, un problema de la vida, un problema de los seres humanos, será un fracaso completo”. Hay un instante de esa entrevista en que García Márquez levanta las manos a la altura de su pecho y las acerca entre sí como si estuviera sosteniendo un cubo invisible; entonces dice: “Si hubieran encontrado un marciano, siquiera de ‘este’ tamaño, en este momento la conquista del espacio sería el espectáculo más extraordinario y toda la humanidad estaría pendiente de eso”.

– ¿A qué atribuye esta persistencia de algunos científicos en negar, no ya la posibilidad de que existan naves extraterrestres, sino también el fenómeno en sí? –pregunta, finalmente, el entrevistador sin nombre.

– Lo que pasa es que la humanidad no supo merecer la sabiduría de los alquimistas, que consideraban el laboratorio como una simple cocina de la clarividencia, y ahora estamos a merced de una ciencia reaccionaria cuyo dogmatismo ramplón no admite las evidencias mientras no las tenga dentro de un frasco. Son científicos regresivos que niegan la existencia de los marcianos porque no los pueden ver –explica Gabo, para después concluir con el argumento de ciencia ficción más Caribe del mundo–: Seguiremos viendo con la boca abierta esos discos luminosos que ya eran familiares en las noches de la Biblia, y seguiremos negando su existencia aunque sus tripulantes se sienten a almorzar con nosotros, como ocurrió tantas veces en el pasado, porque somos los habitantes del planeta más provinciano, reaccionario y atrasado del Universo.

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