Una selección de artículos tempranos del escritor colombiano para lectores enamorados (o con un mal de amor).
En marzo de 1990 Gabriel García Márquez concedió una entrevista al periódico El Tiempo sobre la adaptación a la televisión de María, la emblemática novela de Jorge Isaacs. En esa ocasión el escritor colombiano confesó que una de las razones que lo habían motivado a participar en ese proyecto era su interés en las historias de amor. “El amor es el tema más importante que existe en la historia de la humanidad”, dijo. “Algunos dicen que es la muerte. No creo, porque todo está relacionado con el amor. No hay una historia mía que no tenga un poco de amor, si se lee con cierto cuidado”.
Aunque en toda la obra de García Márquez el amor está presente como un elemento fundamental de la trama, son novelas como El amor en los tiempos del cólera y Del amor y otros demonios las que lo abordan de forma explícita y reiterativa. Esta narrativa regida por las reflexiones sobre el concepto del amor tiene su origen en los primeros artículos de prensa que Gabo escribió para el periódico El Universal en 1948, cuando tenía 21 años. Antes, en 1947, había publicado un par de poemas amorosos en algunos medios de Bogotá (firmados con seudónimo), pero no fue sino hasta junio del año siguiente en Cartagena cuando dio rienda suelta a una prosa apasionada, rica en símbolos cargados de un profundo erotismo.
En el Centro Gabo hemos rastreado cinco de estos artículos de García Márquez para lectores enamorados (o con un mal de amor). Los compartimos contigo:
Se puede hacer un viaje de amor alrededor del mundo sin salir de casa. Sólo necesitas un mapa, mucha pasión y un acompañante que vaya contigo a los rincones distantes que hace posible la imaginación. Así lo creía García Márquez cuando publicó este artículo en El Universal el 3 de junio de 1948. Habló de puestas de sol tras las espaldas de dromedarios egipcios, de ríos que fluyen hacia la muerte y tempestades geológicas en el sueño profundo de Siberia. Todo eso al lado de una muy querida “amiga”.
Vámonos a pasear, amiga mía, por esa dormida tierra de los mapas. Vámonos hacia Egipto por la amorosa ruta de tus dedos, a contemplar el sol cuando decline por detrás de los dromedarios. Pongamos el oído sobre el curvado pecho de los polos para escuchar el pulso de la tierra empujando los ríos hacia la muerte. Pongamos las espaldas desnudas sobre la piel del nuevo continente, donde el hombre de América golpea con sus puños de cansado metal su dolor de no saber quién es, ni hacia dónde lo llevará su nocturno cataclismo.
Mirar este mapa, amiga, es una manera de viajar. Es una forma de irnos olvidando paulatinamente de nuestra conciencia. De librarnos de esta sustancia mortal, y empezar a ser un poco menos nosotros mismos y un poco más universales.
(…)
Viajando así, inmóviles, saldrá Australia a mostrarnos su álbum de detenidas zoologías. A tu izquierda veremos las islas del Pacífico que oyen llegar la civilización montada en el anca de las tortugas.
Vamos, amiga mía, por los parados ríos del Asia a calmar esta sed de cuatro siglos con el sudor de todos los caballos. Pondremos las manos sobre el color de la península ibérica para sentir dentro de la sangre el nacimiento de tus palabras. Y despertaremos a Siberia de su insondable sueño perturbado apenas por milenarias tempestades geológicas.
El amor que existe a pesar de la muerte. Todo termina, todo es fugaz. Gabo tenía 21 años cuando publicó este artículo el 4 de julio de 1948. Aunque todavía faltaba mucho tiempo para ser considerado un hombre maduro, el joven escritor pensaba con claridad en el carácter efímero de la vida. Su lección: el amor es pasajero. Podrá ser intenso y cercano pero algún día encontrará su fin. No obstante a esto, después del final, Gabo deja una esperanza: que los muertos se reencuentren más allá de los huesos.
Y pensar que todo esto estará alguna vez habitado por la muerte. Que esta cálida madurez de tu piel, que sube por mi tacto hasta el abismo de mi desasosiego, tiene que desgajarse un día sobre su propio silencio desolado. Que este orden de cosas naturales, que hacen de ti y de mí y del agua y los pájaros, claros volúmenes para la vendimia de los sentidos, estará una tarde hundido en la niebla de lejanas comarcas. Que ese temblor de voces interiores que sube por tu sangre, que se anida en tu vientre como un hijo, cuando te hablo de cosas simples, elementales, como estas cosas tremendas de que estoy hablando, tiene que estar un día trasladado a otro cuerpo, cuando los nuestros sepan del peso de las piedras, y sin embargo siga siendo verdad el amor. Que este dolor de estar dentro de ti, y lejano de mi propia sustancia, ha de encontrar alguna vez su remedio definitivo.
Pensar que alguna vez conoceremos los puertos del olvido, igual que antes, cuando aún no habían venido estos cuerpos a habitar nuestra tristeza. Que los hombres caminantes tendrán que sorprenderse alguna vez de que todos los pájaros enmudezcan de pronto, sin saber que eres tú, y que soy yo, que hemos vuelto a encontrarnos más allá de nuestros huesos. Que una tarde regresarán los bueyes del arado con las cuchillas iluminadas de una amorosa claridad, y todos creerán que hay estrellas sembradas, sin saber que eres tú, y que soy yo, que estamos preparando las semillas. Que un domingo como éste sonarán las campanas con bronce estremecido y los niños preguntarán asombrados quién ha muerto en domingo; sin saber que eres tú, y que soy yo, que aún seguimos muriendo en todas las preguntas.
(…)
Y, sobre todo, pensar que este amor nuestro tiene que morir, antes de que estas cosas pasajeras estén habitadas por la muerte.
El amor en la distancia tiene varias formas para preservarse. García Márquez menciona algunas para cada estación del año. En primavera, por ejemplo, pide que la amante siembre un árbol poderoso en el patio y lo riegue con el agua en que se ha lavado las manos. En verano es necesario guardar todas las sales del mar en la casa y en otoño se debe clavar una herradura en la puerta principal. Es posible que, si el amado distante no regresa, todos estos métodos ejerzan un efecto contrario que incremente la soledad y el martirio. Por ello, si en la época de lluvias invernales no ha habido un reencuentro, Gabo sugiere una resolución sombría: ir al patio y cavar un hueco donde quepan los huesos de la amante.
El artículo fue publicado el 6 de julio de 1948.
Cuando venga la primavera y yo no esté contigo, y estén secos la tierra y tu paladar, siembra un árbol en el patio. Un árbol que sea poderoso y corpulento –un roble o una ceiba- para que pueda sostener la estación de los pájaros. Riégalo diariamente con el agua en que lavaste tus manos, para que el viento aprenda a tejer la caricia. Y déjalo crecer, sin que haya boca humana que se atreva a morder a sus raíces amargas. Sé egoísta, porque la vida es demasiado corta para compartirla. Y haz que tu árbol sea sólo tuyo, con todo el vigor de su poderío vegetal, para que nadie venga a disputarte su frescura. No prestes el hacha a tu vecino ni tomes de la miel de sus panales, porque la gratitud es enemiga de los árboles. Pero si aún insisto en ser ausente, toma un cuchillo, graba nuestros nombres en la corteza, y llama a tu vecino para que tumbe el roble.
Cuando llegue el otoño, si aún no he regresado, clava una herradura en la puerta. Cuando vengan nuestros amigos comunes y te hablen del sabor amargo de la arcilla y elogien los animales que han crecido en tu huerto, hay en tu mesa pan de buena levadura y agua recién llovida en tus alcarrazas. Pero cuando se marchen, ya después de la cena, cierra las puertas para que no vuelvan, porque un día acabarán con el pan, con el agua, y sin embargo seguirán siendo amigos nuestros. Los martes no mires la herradura, pero si sigo ausente, mírala todo el tiempo hasta cuando la ira entierre sus raíces de acero en tu corazón.
Cuando llegue el verano, espérame, pero guarda toda la sal de los mares en tu casa. Si alguien llega a tus puertas y las derrumba a golpes, dale a beber tres aguas de salitre, y deja el pan salado para que la voz se le vuelva de piedra en la garganta. Riega sal en tu lecho para martirizarte en mi demora, y para que tenga sabor de espanto la sustancia de tus pesadillas. Lava tu piel con terrones de sal y sentirás cómo muerde la soledad cuando han pasado todas las estaciones. Si al terminar el otoño aún sigo distante de tu ámbito amoroso, cubre con seda oscura tus espejos y riega sal en el umbral de tu puerta.
Y si cuando lleguen las lluvias no he regresado aún a tu corazón, entonces vete al patio, y cava un pozo donde quepan tus huesos.
El amor como enfermedad. García Márquez la ubica en el hígado y le atribuye consecuencias biológicas y teatrales. Producto de una alimentación pasada de proteínas, el enamorado monta una escenografía del melodrama y de la auténtica tragedia. Dice Gabo en este artículo del 10 de julio de 1948 que si el enfermo de amor no encuentra una cura que resuelva rápido su afección puede llegar a una fase crónica. La única salvación entonces es apelar a la metafísica del olvido, proceso en el que algunos acaban suicidándose y otros ingiriendo una papeleta de ruibarbo antes del desayuno.
El amor es una enfermedad del hígado tan contagiosa como el suicidio, que es una de sus complicaciones mortales. Sin embargo, ambas han sido convenientemente dignificadas, elevadas a una categoría sentimental, acaso por la imposibilidad de la ciencia para elaborar una terapéutica apropiada. La languidez, la suspirante actitud de las doncellas medievales que derramaban su palidez por una ventana con la misma seriedad con que una lavandera derrama un balde de agua, no era sino el resultado lógico de una alimentación pasada de proteínas.
Pero lo más peligroso de la enfermedad amorosa es lo que ella tiene de teatral. No sólo en su esencia, sino en sus elementos accidentales. Tan pronto como se presentan los primeros síntomas, el paciente se vuelve impaciente, elabora argumentos, monta su aparataje escenográfico con el más complicado sistema de bambalinas suspirantes, de consuetas literarios (sic), de telones decorados a brochazos de lírica timidez; y empapela las paredes de su pensamiento con cartelones aparatosos que anuncian una conmovedora obra ceñida a los cánones de un auténtico dramatismo de escuela, para después, a la hora de la función, salir con una pantomima. De allí que las más grandes obras de la literatura universal no tengan otro fin que encontrar la vulnerabilidad hepática del lector.
Con el amor, como con toda enfermedad contagiosa, sucede que quien la contrae tiene indefectiblemente a quien cargarle la culpa. Aunque después venga el período del aislamiento, de la cuarentena sentimental, en que los dos enfermos, después de innumerables rodeos, logran encontrarse en el sitio espiritual donde su identificación sintomática comienza a acentuarse y su enfermedad a volverse crónica.
Es el período emocional en que el paciente puede ser desahuciado con la epístola de San Pablo. El hígado se anquilosa, la mujer palidece, el hombre pierde el apetito y se convierte en idiota o en filósofo. No le queda entonces otro recurso que especular sobre la metafísica del olvido, que unos –demasiado precipitados- resuelven con el suicidio, y otros con una papeleta de ruibarbo antes del desayuno.
El 1 de febrero de 1950, dos años después de haber publicado El Universal el cuarto artículo de esta lista, García Márquez escribió esta columna para El Heraldo de Barranquilla. Ahí recuperó el tema del amor como una enfermedad del hígado, pero esta vez añadió que aquella idea había sido sugerida por una mujer a través de una carta enviada al periódico. Probablemente se tratase de Gabo carteándose con él mismo, como varias décadas más tarde lo haría su personaje Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera.
Una interesante corresponsal me escribe una carta aguda, breve, inteligente. El nombre completo que suscribe sus veinte líneas ágiles y afirmativas; la cifra de la tarjeta postal que respalda su autenticidad y, sobre todo, ciertos matices característicos de una definida personalidad femenina, aunque romántica y sentimental, un poco a lo siglo pasado, me colocan en la obligante y por otra parte agradabilísima circunstancia de referirme a ellas, aunque sea tan brevemente como me lo permite este espacio.
(…) Se trata, según entiendo, de una exposición sincera, en forma epistolar, del concepto que le merece a doña Isabel un sentimiento tan peligroso y tan delicado como el amor. (…) He aquí el núcleo de las teorías expuestas por doña Isabel: “En mi concepto –dice la carta, textualmente–, el amor es una enfermedad del hígado, cuyas complicaciones pueden llegar a extremos fatales, como el suicidio”. Más adelante agrega: “Todo enamorado, de cualquier sexo, es un producto de la alimentación deficiente o de una dieta cargada de proteínas”. Y finalmente, en una afirmación decepcionante, doña Isabel opina: “Lo peor de la enfermedad amorosa es que va siempre estrechamente vinculada a lo teatral, a lo ridículo y aparatoso, aunque sus manifestaciones externas puedan parecer sublimes a quienes padecen sus influencias morbosas”.
Mi inteligente corresponsal no habla, sin embargo, de un detalle que resulta indispensable en estos problemas y que seguramente ya estará en el pensamiento de quienes vengan siguiendo esta nota: ¿Cuántos años tiene doña Isabel? Yo diría que tiene diecisiete o cuarenta y cinco. En ningún caso veintidós. Es decir, se trata de una adolescente que ya empezó a temerle al amor, o de una solterona que ya le perdió el miedo desde hace mucho tiempo y tiene suficiente valor para especular sobre él y para tomarse ciertas libertades, sin el menor peligro de caer en su cautiverio. Pero en ningún caso puede tratarse de una atractiva dama de veintidós años, en plena madurez espiritual para correr el riesgo con las mejores posibilidades de su parte.
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