Siete reflexiones del escritor colombiano sobre el poeta y cuentista estadounidense Edgar Allan Poe.
El 12 de mayo de 1981 Gabriel García Márquez escribió “Como ánimas en pena”, un artículo publicado simultáneamente en El País y El Espectador en donde recordaba las historias –orales y escritas– que más lo habían marcado a lo largo de su vida como lector. Allí mencionó la existencia de ciertos cuentos que tenían la capacidad de deslumbrar tan solo con una primera lectura y señaló entre ellos “El caso del doctor Valdemar”, de Edgar Allan Poe. “Es un cuento perfecto”, escribió Gabo.
Para el novelista colombiano, galardonado en 1982 con el Premio Nobel de Literatura, Edgar Allan Poe es unos de los más grandes escritores norteamericanos junto con Herman Melville y Nathaniel Hawthorne. Su admiración por el escritor estadounidense fue tal, que el 7 de octubre de 1949 escribió un artículo para el periódico El Universal en el que analizaba la visión del mundo de Poe e invitaba a su lectura. Lo tituló “Vida y novela de Poe” y fue publicado a propósito del centenario de la muerte del autor.
En el Centro Gabo, partiendo de este último artículo de García Márquez, hemos seleccionado siete apuntes sobre Edgar Allan Poe y los compartimos contigo:
La vida de Poe fue el cumplimiento de un itinerario trágico.
El inevitable retorno de Poe hacia la necrofilia o, más concretamente, hacia el ideal de la amada muerta, es un síntoma de la exactitud con que la obra respondió a los conflictos interiores del autor. Poe era –en el más trágico sentido de la palabra– un impotente, a consecuencia de una lesión que sufriera durante la infancia. La totalidad de su obra, el ambiente trágico y desgarrado de ella, gira en torno a ese fracaso vital. La visión del mundo, el regocijado espectáculo de la creación debió llegarle a Poe a través de ese filtro tremendo de su sentimiento de inferioridad o –más exactamente en este caso– de su “certeza” de inferioridad orgánica. Toda la construcción argumental fracasa en cada pieza de Poe, se derrumba, se convierte en polvo –como la casa de Usher, de su cuento– en una derrota final que los freudianos atribuían a los “impulsos frustrados”.
Es posible asegurar que la literatura norteamericana no registra un caso similar al suyo, ni una tendencia que pueda considerarse como la prolongación en el tiempo de esa sombría y tenebrosa línea de conducta estética creada por Edgar Allan Poe. Los norteamericanos –y en esto se diferencias fundamentalmente de los ingleses– perdieron el sentido del misterio.
Conan Doyle, S.S Van Dyne, Ellery Queen, no estarían quizá disfrutando de su justo prestigio si no se hubieran escrito Las narraciones extraordinarias o El crimen de la calle Morgue.
No es justo el penetrante Aldous Huxley cuando acusa al extraordinario narrador norteamericano de haber incurrido en la vulgaridad, al reincidir sistemáticamente sobre las situaciones de terror. Es necesario pensar que la reincidencia de Poe en su propia temática no es sino el resultado de una definida personalidad literaria, condicionada por una definida aunque amarga personalidad humana.
Conmovedora condición humana, finalmente, el sentimiento de impotencia, de insuficiencia, que limitó la posibilidad de Poe –como hombre– y que es la justificación de su torturante y desolada producción literaria.
El método deductivo empleado por los autores de la llamada novela de misterio –con el cual logró planes de maestría insospechada Conan Doyle– tiene su perfecto antecedente en El escarabajo de oro.
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