Cinco cuentos de diferentes autores que el escritor colombiano releía siempre.
Además de ser uno de los novelistas más destacados de su generación, Gabriel García Márquez es considerado un gran escritor de cuentos. Su narrativa breve la conforman treinta y ocho historias agrupadas en cuatro libros: Los funerales de la Mamá Grande (1962), La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), Ojos de perro azul (1974) y Doce cuentos peregrinos (1992). Muchos de estos cuentos son obras maestras del género. Algunos incluso inspiraron películas –como “En este pueblo no hay ladrones”, “Un señor muy viejo con unas alas enormes” y “La viuda de Montiel”– y otros fueron escritos a partir de su preexistencia como guiones de cine (es el caso de “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada”).
Gabo afirmaba que esta vocación por escribir historias breves provenía de la vida cotidiana y de sus lecturas de otros grandes cuentistas. “La literatura no se aprende en la universidad, sino leyendo y leyendo a los otros escritores”, afirmó en una entrevista concedida a la revista Bohemia en febrero de 1979.
En el Centro Gabo hemos seleccionado cinco de los cuentos que García Márquez solía releer para entender los secretos de una buena historia. Los compartimos contigo:
García Márquez solía decir que con Ernest Hemingway había aprendido la “carpintería literaria”, es decir, la técnica para sobrellevar con éxito el oficio narrativo. Lo leyó por primera vez a los veintiséis años en un hotel de Valledupar, cuando trabajaba como vendedor de enciclopedias por todo el Caribe colombiano. Desde entonces estuvo seguro de que Hemingway viviría eternamente en lo más alto de la historia de la literatura universal por haber creado un par de cuentos magistrales. Entre esos, Gabo siempre destacaba “La breve vida feliz de Francis Macomber”. Según contó en una entrevista para la revista Pluma en abril de 1985, es “uno de los cuentos más perfectos que se han escrito”.
En este relato Hemingway habla del miedo y la mayoría de edad que los hombres alcanzan cuando logran enfrentar a la muerte. Es la historia de Francis Macomber, un norteamericano que viaja a África junto a su esposa para cazar a un león. La experiencia, junto al cazador profesional Robert Wilson, cambiará el destino de los esposos Macomber y acabará en un desenlace fatal. La lectura de este cuento ofrece algunas pistas para entender “El verano feliz de la señora Forbes”, un relato que García Márquez escribió muchos años después y que incluyó en su libro Doce cuentos peregrinos.
Francis Macomber era muy alto, muy bien formado si no te importaba que tuviera los huesos tan largos, atezado, con el pelo rapado como un galeote, labios bastante finos, y se le consideraba un hombre apuesto. Llevaba la misma clase de ropas de safari que Wilson, solo que las suyas eran nuevas. Tenía treinta y cinco años, se mantenía muy en forma, era buen deportista, poseía varios récords de pesca mayor, y acababa de demostrarse a sí mismo, a la vista de todo el mundo, que era un cobarde.
Cuando García Márquez llegó a vivir a México el 2 de julio de 1961 (el mismo día en que Hemingway se disparó en a cabeza) todavía no había leído a Juan Rulfo. Ni siquiera sabía quién era. Fue un compatriota, el poeta Álvaro Mutis, el que irrumpió una tarde en su apartamento y puso en sus manos un libro revelador.
– ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda! –le dijo Mutis.
Era Pedro Páramo. Gabo pasó toda la noche en vela leyendo aquella novela de Juan Rulfo. Luego, alucinado por esa narrativa, consumió todo lo que había escrito el autor mexicano. “La herencia de Matilde Arcángel” lo leyó poco tiempo después en una revista médica que encontró en la antesala de un consultorio. “El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores”, confesaría García Márquez en un homenaje realizado a Rulfo en 1980.
En “La herencia de Matilde Arcángel” se narra el vínculo de odio de un padre con su hijo. Euremio Cedillo padre ejercerá un amargo rencor contra Euremio Cedillo hijo, única descendencia de Matilde Arcángel. Todo ocurre en un pueblo solitario de México llamado Corazón de María.
Euremio chico creció a pesar de todo, apoyado en la piedad de unas cuantas almas; casi por el puro aliento que trajo desde al nacer. Todos los días amanecía aplastado por el padre, que lo consideraba un cobarde y un asesino, y si no quiso matarlo, al menos procuró que muriera de hambre para olvidarse de su existencia. Pero vivió. En cambio el padre iba para abajo con el paso del tiempo. Y ustedes y yo y todos sabemos que el tiempo es más pesado que la más pesada carga que puede soportar el hombre. Así, aunque siguió manteniendo sus rencores, se le fue mermando el odio, hasta convertir sus dos vidas en una viva soledad.
Yo los procuraba poco. Supe, porque me lo contaron, que mi ahijado tocaba la flauta mientras su padre dormía la borrachera. No se hablaban ni se miraban; pero aun después de anochecer se oía en todo Corazón de María la música de la flauta; y a veces se seguía oyendo mucho más allá de la media noche.
El 24 de julio del 2000 García Márquez respondió en la revista Cambio una carta de un lector que le preguntaba su opinión sobre los cuentos en la literatura. Dijo que escribir cuentos era como “vaciar en concreto” o lanzar “una flecha en el centro del blanco”, y mencionó que una joya de este género era “La pata de mono”, de William Wymark Jacobs. “Es un buen ejemplo de cuento compacto e intenso”, escribió.
El relato de Jacobs también fascinó a los escritores argentinos Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, quienes lo incluyeron en su célebre Antología de la literatura fantástica. En pocas páginas, Jacobs nos cuenta la historia de una pata de mono dotada de poderes mágicos por un faquir de la India que puede conceder tres deseos a tres hombres distintos a cambio de unas consecuencias funestas. La familia White obtiene este extraño objeto a través de un militar y sufre una terrible condena por intentar modificar el curso de su destino.
– ¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
– Bueno, es lo que se llama magia, tal vez –dijo con desgana el sargento.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios; volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
– A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular –dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
– ¿Y qué tiene de extraordinario? –preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
–Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
– Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? –preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
– Las he pedido –dijo, y su rostro curtido palideció.
– ¿Realmente se cumplieron los tres deseos? –preguntó la señora White.
– Se cumplieron –dijo el sargento.
– ¿Y nadie más pidió? –insistió la señora.
– Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Para García Márquez, Edgar Allan Poe era unos de los más grandes escritores norteamericanos junto con Herman Melville y Nathaniel Hawthorne. Su admiración por el escritor estadounidense fue tal que el 7 de octubre de 1949 escribió un artículo para el periódico El Universal en el que analizaba la visión del mundo de Poe e invitaba a su lectura. Lo tituló “Vida y novela de Poe” y fue publicado a propósito del centenario de la muerte del autor.
Sin embargo, no fue sino hasta 12 de mayo de 1981 cuando reveló cuál era su cuento favorito de este autor. Lo hizo en una columna titulada “Como ánimas en pena” que publicó simultáneamente en El País de España y El Espectador. Allí Gabo afirmó que “El caso del doctor Valdemar” era un cuento perfecto, uno de esos relatos “que lo deslumbran a uno desde la primera lectura, y que uno vuelve a leer cada vez que puede”.
El texto de Poe narra el experimento de un hipnotista que logra detener la muerte de un enfermo de tuberculosis cuando lo pone bajo los efectos de sus poderes hipnóticos. A pesar del carácter sobrenatural de la trama, las descripciones que Poe son de una minuciosidad médica fascinante.
Mientras hablaba, se produjo un notable cambio en la apariencia del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba. La piel adquirió un tono cadavérico, más parecido al papel que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban claramente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Usa esta expresión porque la rapidez de su desaparición trajo a mi mente la imagen de una vela que se apaga al soplarla. Al mismo tiempo, el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes, que antes habían estado totalmente ocultos, mientras la mandíbula inferior caía con un temblor que todos oímos, dejando la boca completamente abierta y mostrando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estábamos acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia del señor Valdemar en este momento era tan horrible que todos nos alejamos de la cama.
“El hombre en la calle” fue un cuento que García Márquez leyó por primera vez en 1949 y volvió a leer por segunda vez cuarenta y cuatro años después. La demora se debió a que el escritor colombiano había regalado la antología de cuentos en el que encontró el texto de Simenon y había olvidado su título. Desde entonces lo buscó sin éxito en todas las librerías y bibliotecas a las que iba. Lo recordaba como un relato magistral, desarrollado en París, donde un inspector perseguía a un hombre en medio de una intriga policial que se resolvía con un sacrificio de amor.
En 1993 la editora Beatriz de Moura le consiguió a Gabo una copia del cuento extraviado. El escritor colombiano quedó tan agradecido por el hallazgo que escribió el prólogo a la edición en español de “El hombre en la calle” que publicó la Editorial Tusquets ese año. Lo tituló “El mismo cuento distinto” y resaltó las dotes narrativas de George Simenon, al que llamó “un autor legendario, aunque no tanto por sus libros como por el modo de escribirlos, y por su fecundidad casi irracional”.
Así empezó una cacería que iba a prolongarse durante cinco días y cinco noches, por entre transeúntes apresurados, en un París indiferente, de bar en bar, de taberna en taberna; por un lado un hombre solo, por otro Maigret y sus inspectores, que se turnaban en la persecución y que, a fin de cuentas, acabaron tan exhaustos como su perseguido.
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