Foto archivo Colegio Mayor de Bolívar

Mercedes Barcha: Un amor literario con nombre de mujer

Una aproximación a la esposa del Premio Nobel de literatura colombiano y su historia como mujer cómplice e independiente.
María del Pilar Rodríguez - Gabitera

El amor eterno es solo literatura. Frase cada día más cierta para más mujeres en el mundo. A estas alturas de la identidad de género, del “Tinder”, de hombres que huyen del compromiso y mujeres que se debaten entre ser la ama de casa perfecta y también la ejecutiva y la modelo del año, toda idea de hacer equipo con una pareja para hacer sueños realidad sin lesión de ninguna de las partes, es para muchas un asunto que raya en la utopía. Sin embargo, entre los que han logrado alcanzar esa preciada posibilidad, existe un amor que, siendo literatura, ha sido éxito, ha sido equipo y además de eso, ha sido eterno y real. Una realidad amarilla.

Cartagena de Indias, junio 7 de 2016, calle del Curato, 12:30 del día. La puerta se abrió y por un instante se desvanecieron los mil cuatrocientos setenta y cuatro días y sesenta minutos que habían pasado desde la última vez que estuve en aquella casa. Todo parecía igual: la cálida sonrisa de bienvenida del servicio, el aura caribe de los espacios, la fresca tranquilidad.

Pero no nos engañemos. Todos avanzábamos escalera arriba a sabiendas de que había un gran cambio, uno tan profundo como el mar del otro lado del balcón: el dueño de casa ya no está y solo el recuerdo de sus pasos nos acompañan a la mesa al borde del jardín, donde nos espera quién motiva este retorno: “la faraona”, “la jirafa”, “la gaba”, la varias veces exaltada como la mejor esposa del pacto andino, envuelta en su traje tan policromo y auténtico como su personalidad. Guerrera de carta cabal que demostró y sigue demostrando que ese gran hombre, ese prestidigitador de palabras, nuestro Premio Nobel, Gabriel José de la Concordia García Márquez, no tuvo una gran mujer detrás. La tuvo a su lado.

¿El motivo de la visita? Una fotografía, la fotografía que Mauricio Vélez tomó en esa misma casa, teniéndome como cómplice. Ritual cuyo resultado ya le ha dado la vuelta al mundo, siendo la portada del libro Retratos de Sociedad y parte de variedad de homenajes rendidos al escritor en diversas latitudes. Obra, que desde su origen tenía un destino pactado más allá de cualquier otro: rendirle un homenaje a la mujer que día a día procuró en su casa y en particular en el estudio del genio, las rosas amarillas que como el amuleto de buena suerte -que él consideraba que eran-, custodiaron su vida -incluso en Estocolmo-, desde las manos de su amada esposa, hasta esta fotografía que es en definitiva una memoria del amor.

Un amor que, vestido de azul celeste, entró a las once de la mañana del viernes 21 de marzo de 1958 a la iglesia del perpetuo socorro en Barranquilla, a enlazar su alma al que décadas después sería conocido como “el Cervantes latinoamericano”. Muchos años antes de que el mundo siquiera sospechara que, en ese instante, se unía la pareja que haría equipo para gestar una de las obras más valiosas de la literatura hispanoparlante: Cien años de Soledad.

Sí, un equipo. Porque si bien nadie restará un milímetro al mérito de Gabito, encerrado en “La Cueva de la mafia”, convirtiendo en magia la memoria de su infancia en Aracataca, combinada con episodios de su juventud en varios lugares de Colombia. Todo eso fue posible gracias a la valentía de una mujer que no solo administró los recursos para mantener en pie un hogar en la tranquilidad suficiente para no perturbar al creador, en 18 meses de encierro literario, sino que ante todo le extendió el más valioso aporte, ese que la historia no tiene con qué pagarle: creyó en él. Creyó tanto como para cerrar los ojos y hacerse compromisos de pago a largo plazo de los gastos de la casa, creyó al punto de empeñar su secador de cabello para pagar el costo del envío de parte de los originales a la editorial en Buenos Aires, creyó como nadie y antes que nadie, en un éxito que hoy supera los 200 millones de lectores.

Sentada en su trono de matrona insigne, su presencia traza un aura de carácter a su alrededor, dejando claro que es de pocos pero asertivos contactos, en este momento de la vida cuando en uso de autoridad universal, sabe que ya es un mito por cuenta de aquel baile de domingo en el hotel del prado en Barranquilla, donde se dibujó una nota definitiva de aquel amor -que cuenta la leyenda nació en la infancia, en un baile en su natal Magangué.

Destinataria de versos, boleros y serenatas de armónica, habitó las certezas de amor eterno y supo esperar su formalización a punta de cartas que -amén de ser hoy piezas dignas de museo- son el testimonio escrito de una promesa cumplida, de la que quedan destellos de poesía -aunque se dice que no le gusta aceptarlo- en odas románticas tan dulces como las páginas de El amor en los tiempos del Cólera, donde Fermina inicia siendo doña Luisa y termina siendo ella, la estudiante de La Presentación, la mujer altiva de cabellera oscura y pasos de gacela. Amor del cual queda como testigo material, el reloj de su Florentino atado a su muñeca y a su corazón.

Visionaria. Una mujer de esas que no nacen con frecuencia. Propietaria del silencio tranquilo de la misión cumplida. Parece inmune a su condición de miembro de la historia, tal cual como si estuviera aislada de los hechos tajantes por los que le debemos tanto todos los aficionados a las letras de nuestra América Latina. Un papel que ha llevado con gracia, altivez y humor.

Como en aquella velada cuando sentado todo el boom en un tradicional restaurante catalán en la Barcelona de esos finales de los sesenta memorables. Un mesero languidecía esperando que los contertulios se decidieran a escribir en un papel su orden -como era usanza del viejo restaurante- mientras los escritores y sus esposas seguían embebidos en una conversación infinita.

Se acercó exasperado entonces el dueño del lugar y hondeando el papel y la pluma expresó algo así como: “¿En esta mesa alguien sabe escribir?”. Sin dar espacio a la carcajada que ese comentario merecía, inteligente y rápida Mercedes Barcha respondió: “Yo, yo sé escribir”. Diligente y presta recolectó las órdenes de cada comensal y la noche continuó sin sobresaltos.

Esa es su habilidad máxima: tomar las decisiones exactas justo a tiempo. Habilidad que la convirtió en la cómplice aguda y pertinente no solo de su marido, sino de los amigos. Sin importar si eso implica atravesar en carro medio Estados Unidos, emprender viajes con fecha de ida, pero sin certeza de regreso, procurar la torta de dulce que tanto amaba Gabito u ocuparse de las delicadas rosas amarillas una vez más.

Dueña de una determinación de acero, no son pocas las historias que pululan alrededor de su capacidad de hacer su voluntad, desde los hechos más contundentes hasta los más cotidianos. De lo cual quedan en la memoria de muchos, en libros y entrevistas -aunque casi nunca a ella- un abanico de anécdotas entre las cuales refulge -por graciosa- una con Pablo Neruda.

El gran poeta y amigo estaba almorzando en la residencia García Barcha en Barcelona y pidió hacer una siesta, ante lo cual los anfitriones generosamente cedieron su cama matrimonial. Tras un rato y al comprobar que Neruda había despertado, -aún ante la oposición del marido- Mercedes Barcha buscó un libro para pedirle una dedicatoria al chileno, quien la hizo enseguida escribiendo: “Para Mercedes, en su cama. Pablo”. Dedicatoria que, aunque honesta, resultaba comprometedora y ambigua, entonces el poeta agregó un par de letras, quedando así: “Para Mercedes y Gabo, en su cama. Pablo”. Seguramente consciente de que aquella corrección no era suficiente para cerrar el margen a las malinterpretaciones futuras, el poeta hizo una nueva adición y finalmente quedó “Para Mercedes y Gabo, en su cama. Fraternalmente, Pablo”. Dedicatoria que más allá de lo que representa como anécdota histórica, retrata a “El cocodrilo sagrado” -como llamó varias veces García Márquez a su esposa- y su afable cercanía con los colegas de su compañero vital. Una mujer que de la gran literatura no solo tiene unas palabras, las tiene en su cama.

Esa es la hija de Demetrio Barcha, la misma que llegó a asegurar en su juventud que Gabito parecía más enamorado de su padre que de ella, pues ocupaba tardes enteras en hablar con él. La madre de Rodrigo y Gonzalo, de sangre egipcia y caribe, una cómplice insigne de las grandes páginas latinoamericanas, testimonio vivo de que lo eterno si existe, un amor literario con nombre de mujer.

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