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García Márquez: lector de historia, contador de historias

Sobre cómo los libros de historia inspiraron a García Márquez para una de sus más grandes novelas.
Nicolás Pernett

Cualquiera que haya leído la obra completa de Gabriel García Márquez sabe que tal vez sea mucho más lo que hay de “realista” que de “mágico” en ella. Por supuesto, se pueden encontrar doncellas voladoras e hilos de sangre que se mueven sin explicación racional. Pero, ante todo, en cada una de sus adictivas narraciones está la realidad histórica, social y política de Colombia. Lejos de ser un mundo mítico o imaginario, Macondo está asentado plenamente en la realidad del país en el que le tocó nacer al premio nobel de 1982.

García Márquez entró en contacto con la historia de su país desde muy temprana edad, cuando tuvo ocasión de escuchar las historias de su abuelo el coronel y sus compañeros de armas, quienes hablaban frente al joven Gabito de las guerras civiles en las que participaron durante el paso del siglo XIX al XX. Además, el futuro escritor creció en el corazón del imperio de la United Fruit Company, muy cerca del lugar donde en 1928 se produjo la masacre de las bananeras, lo que le permitió vivir, en este caso, la historia de primera mano.

Estos dos temas históricos, las guerras civiles y la compañía bananera, serían los ejes de Cien años de soledad, novela para la que además se documentó bibliográficamente e hizo pesquisas de periodista entre los sobrevivientes de los hechos. Su obra maestra de 1967 es, sin duda, una novela histórica aunque escrita en clave alegórica; es decir, la historia de Macondo es una reflexión y recreación de la historia de Colombia, aunque con los nombres y fechas cambiados. Sin embargo, el autor dejó dentro de la novela un par de datos históricos para que no quedara duda de los acontecimientos reales que estaban por detrás de su invención: el tratado de paz de Neerlandia de 1902, y los nombres del general Carlos Cortés Vargas y de su secretario, Enrique García Isaza, responsables de la masacre de las bananeras.

También a través de la alegoría García Márquez trató otro de los temas históricos típicos de América Latina: el dictador. Con un modelo tomado del presidente venezolano Juan Vicente Gómez, pero al final como una representación del poder omnívoro en general, El otoño del patriarca habla de los excesos y abusos de los presidentes latinoamericanos de los siglos XIX y XX mejor que muchos libros de historia.

A pesar de no estar narradas en el tono cronológico de Cien años de soledad o de no tratar temas continentales como El otoño del patriarca, García Márquez tiene otras novelas que reflexionan sobre la historia, aunque desde una perspectiva del tiempo presente que está cercanamente emparentada con el periodismo. Por ejemplo, el fenómeno de la Violencia de la década de 1950 es tratado sociológicamente como telón de fondo en novelas como El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora; y la turbulencia producida por el narcotráfico y Pablo Escobar en los años ochenta es la fuerza que moviliza su extenso reportaje Noticia de un secuestro.

Pero fue en la década de los ochenta y comienzo de los noventa cuando García Márquez asumió por completo su condición de novelista histórico y produjo tres obras que intentaron reconstruir minuciosamente un pasado lejano: El amor en los tiempos del cólera, Del amor y otros demonios y El general en su laberinto. Las dos primeras están ambientadas en la Cartagena de los siglos XVIII y XIX y para ellas el autor, que además vivía en el Corralito de Piedra mientras las escribía, se documentó profusamente para traer a la vida lo más fielmente posible esa época perdida. Para la última el desafío fue aun mayor, pues lo que buscó fue recrear el último viaje de Simón Bolívar a través del río Magdalena en 1830. En este caso no solo el contexto era histórico sino que el personaje principal era una figura real sobre la que se había escrito abundantemente.

Al enfrentar este reto, García Márquez asumió una forma de trabajo más cercana a la del historiador que a la del periodista. Como ya no había fuentes primarias vivas a las cuales entrevistar, el trabajo se hizo revisando los documentos originales de la época, las abundantes fuentes secundarias y los estudios sobre el período, o hablando con historiadores que podían orientar su pesquisa. En la sección de “gratitudes” que apareció al final de la novela, el autor reconoce que la ayuda de algunos amigos (los amigos siempre fueron las hadas madrinas de todos los libros de García Márquez) fue indispensable para abordar una tarea tan difícil: “Este libro no habría sido posible sin el auxilio de quienes trillaron esos territorios antes que yo, durante un siglo y medio, y me hicieron más fácil la temeridad literaria de contar una vida con una documentación tiránica, sin renunciar a los fueros desaforados de la novela”.

Entre los orientadores a los que menciona se encuentran políticos como el expresidente colombiano Belisario Betancourt, y el embajador de Panamá en Colombia, Jorge Eduardo Ritter; pero, sobre todo, agradece a un grupo de historiadores que generosamente le dieron consejos y compartieron sus propias investigaciones (algo que no es frecuente en el gremio historiográfico): Eugenio Gutiérrez Cely, Fabio Puyo, Gustavo Vargas y Vinicio Romero Martínez.

El Centro Harry Ransom, en Austin, Texas, adquirió en 2016 una importante sección de la biblioteca personal de Gabriel García Márquez, y, entre los volúmenes que allí se incluyeron, se destacan los libros que el colombiano usó para la escritura de El general en su laberinto, muchos de ellos con subrayados y notas al margen hechas por el propio escritor. Una visita a la página web del sistema de bibliotecas de la Universidad de Texas permite revisar la lista de estos libros. Al mirar los títulos y los autores se puede ver que García Márquez no se apoyó para nada en los estudios hechos por la Academia Colombiana de Historia (una institución que lo criticó con fuerza después de la aparición de la novela) y más bien prefirió leer el trabajo de intelectuales de todo el continente que se habían aventurado a la escritura de la historia, aunque no practicaran esta disciplina exclusivamente.

Entre sus autores consultados están varios colombianos, como Mario Laserna, Germán Arciniegas e Indalecio Liévano Aguirre (este último, autor de la que García Márquez consideraba la mejor biografía de Bolívar), pero es llamativa la gran cantidad de investigadores extranjeros que leyó para su trabajo. Tal vez como una manera de des-centrar el culto bolivariano colombiano, García Márquez usó el trabajo de autores norteamericanos como Victor von Hagen, Waldo Frank, Robert Louis Gilmore y John Parker Harrison; así como de los europeos Salvador de Madariaga, Gerhard Masur y Miguel de Unamuno. Pero así como Bolívar siempre prefirió generales venezolanos para comandar sus ejércitos, son los historiadores de ese país los que dominan ampliamente la lista de fuentes para su novela: Miguel Ángel Mudarra, Ramón Urdaneta, Francisco Herrera Luque y Aníbal Romero, entre otros. Además, para escribir este libro el colombiano consultó los gruesos tomos de correspondencia de El Libertador compilados por el venezolano Vicente Lecuna.

García Márquez no solo leyó estos materiales y subrayó buena parte de ellos, sino que, tal vez por primera vez en su carrera, realizó tarjetas bibliográficas para orientarse en la consulta de datos y episodios regados en este extenso cuerpo documental, una herramienta que los historiadores han usado por décadas. Estas tarjetas también hacen parte del archivo de Gabriel García Márquez en el Harry Ransom Center y muchas de ellas se pueden consultar en línea.

La revisión de las tarjetas y los libros consultados por García Márquez para este libro permite ver que el autor usó estos materiales para dos aspectos claves de su creación: la construcción de personajes y los detalles del ambiente. Como no se trataba únicamente de escribir sobre Simón Bolívar, en la biblioteca de investigación garciamarqueana se encuentran también biografías de Manuela Sáenz, Antonio José de Sucre y José Antonio Páez, con subrayados por todos lados sobre sus gustos, carácter y edad (al parecer, la edad era una obsesión recurrente para García Márquez, pues en las notas que tomaba al margen de los libros hay muchos cálculos sobre cuántos años debían de tener los personajes en el momento de algún acontecimiento).

Otro de los intereses recurrentes, según se infiere de las secciones que resaltaba en sus libros, eran detalles como la apariencia de los uniformes de los soldados, las lecturas que hacían los personajes, los materiales de los que estaban hechos los objetos, los sueldos que se ganaban, y una larga lista de pequeñeces que son esenciales para la narración y que García Márquez disfrutaba enormemente, como se puede ver en su barroco estilo de describir minuciosamente los contextos materiales en sus novelas.

Pero los libros de historia no solo le sirvieron a García Márquez para pescar los detalles que luego usaría en su producción. Lo ayudaron en algo más: darle inspiración. Para un autor que siempre había operado en sus escritos a partir de una imagen visual (un hombre esperando su pensión al lado de un río, un abuelo que lleva a un niño a conocer el hielo), la piedra de toque para la novela sobre Bolívar se demoró en llegar. Pero, al parecer, finalmente la encontró en un libro. En su biblioteca se destaca el ejemplar “Simón Bolívar: nacimiento de un mundo”, de Waldo Frank, por ser uno de los que evidencia más lecturas y uso, y en una de sus páginas aparece no solo subrayado sino circulado este fragmento: “Bolívar había profetizado: ‘Yo moriré como he nacido: desnudo’”.

Poco después de aparecer el libro, García Márquez le confesó a María Elvira Samper en una entrevista que ese había sido el elemento que había puesto en movimiento toda la narración: “Empecé a estudiar la iconografía de Bolívar. Lo veía, pero no podía concebir que esa fuera la imagen del Libertador. No lograba creer en la existencia de ese personaje. No lograba visualizarlo. Pero de pronto encontré una frase de Bolívar joven: ‘Moriré pobre y desnudo’. Entonces vi exactamente cómo tenía que ser. No era propiamente la imagen de la bañera, pero sí la de la desnudez”.

Como se ve, la lectura de libros de historia fue en este caso el impulso necesario para que el mejor contador de historias descifrara de nuevo el mundo en una de sus últimas grandes novelas. 

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