Foto Archivo El Tiempo

52 / Modelo para armar

La influencia de Cien años de soledad, cincuenta y dos años después de su publicación.
Orlando Oliveros Acosta

Cuando este 5 de junio agote sus últimas horas, pasarán exactamente cincuenta y dos años desde que fue publicada la primera edición de Cien años de soledad. 7.940 ejemplares que en las calles de Buenos Aires se vendieron como salchichas. Se dice que uno podía caminar por entre los puestos de revistas y encontrar la novela exhibida junto con los tabloides de la farándula; hacer una fila en el supermercado y tropezarse con una persona leyéndola; comer en un restaurante y descubrir que en alguna mesa del perímetro, alguien la había puesto sobre el mantel. El fenómeno fue tan inesperado que luego de seis ediciones y 73.623 libros vendidos en menos de un año, la Editorial Sudamericana se sintió ridícula imprimiendo 5.924 nuevos ejemplares para exportar.

De modo que fue cuestión de meses para que la obra de Gabriel García Márquez se tomara el mundo. Cuando Carlos Fuentes leyó el manuscrito de la novela le escribió una carta desesperada a Julio Cortázar en la que confesaba haber leído el “Quijote americano”. Mario Vargas Llosa se sintió tan poseído por la trama que terminó graduándose de su doctorado con una tesis sobre Macondo. Incluso Jorge Luis Borges, que acostumbraba a enaltecer clásicos remotos como la Ilíada o la Divina Comedia, comentó que la saga de los Buendía ya era, con apenas trece años de circulación, “uno de los grandes libros, no solo de nuestro tiempo, sino de cualquier tiempo”.

Esta novela, como en el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, se apoderó de la realidad. Tanto así, que si uno visita el pueblo natal de su autor (Aracataca), encontrará que en el letrero oficial de la población también figura el nombre “Macondo”. Si en Colombia ocurre algún suceso fantástico y cotidiano, este se estudia dentro del realismo mágico. Si, por ejemplo, todos los habitantes de un barrio ganan la lotería con un número que hallaron en el fondo de una taza de café o en la tumba de un cantante de vallenatos, se habla entonces de un acontecimiento macondiano. En una entrevista de 1971 para la revista Excelsior, García Márquez comenta, entre asustado y divertido, que muchas de las cosas que ha escrito pasaron primero en sus páginas que en el mundo real. “Cada vez me convenzo más de que hay que inventar las cosas al revés, porque terminan siendo ciertas”, dijo. “En Los funerales de la mamá grande relaté un viaje del Papa a una aldea colombiana y once años después el Papa vino a Colombia”. Para esa misma época, en Barranquilla, un muchacho de veintisiete años declaró a los medios que tenía algo más que los demás hombres: una cola cerdo.

La verdad es que Cien años de soledad ejerce una autoridad tan fascinante sobre sus lectores que es inevitable experimentar la caída del muro que separa la ficción de la historia. Se trata de un libro que con cincuenta y dos años de antigüedad sigue constituyendo un modelo para armar la vida cotidiana.

En Latinoamérica, con singular énfasis en Colombia, hay quienes aprenden a conocer a sus propios familiares a través de las historias inventadas por García Márquez. Yo he comprendido a mi padre en la figura de José Arcadio Buendía y su aventura fallida de desentrañar el oro de la tierra usando los imanes de Melquíades. Hace unos veinte años, cuando mi hermano y yo teníamos que coger un bus en la madrugada para ir al colegio, mi papá nos acompañaba hasta la avenida con un martillo en la mano. La herramienta no era para defendernos de los ladrones sino para arrancar en el asfalto unas plaquitas brillantes que, según mi viejo, eran espuelas de oro que los galleros habían dejado caer en sus continuos viajes por la ciudad. Resulta que las espuelas siempre eran fragmentos de latas de cerveza aplastadas por algún camión. Pero mi papá seguía llevando su martillo y nosotros viéndolo arrancar aquel oro que solo tenía valor en los sueños de sus hijos. Recuerdo que él permanecía en cuclillas en la carretera, rascando el suelo cuando no había tráfico. Durante esos meses sufrí con la idea de que algún día lo iban a atropellar y que yo viviría con el remordimiento de verlo por última vez en medio del camino, rodeado por los destellos de sus minerales imaginarios. Nueve años más tarde leí Cien años de soledad y hallé a mi padre. Ahí estaba, entre la página 7 y 8 de una edición setentera del Círculo de Lectores. No me costó trabajo entender su aventura.

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