Una mirada literaria y antropológica del diablo en dos artículos del escritor colombiano.
En su autobiografía, Vivir para contarla, Gabriel García Márquez narra cómo su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, perdió su ojo derecho: un día, estando en la oficina de su casa en Aracataca, el viejo coronel se asomó por la ventana para conocer un famoso caballo de paso que querían venderle. Apenas unos segundos después de ver al animal, sintió que algo le vaciaba la cuenca de su ojo derecho. Nadie supo por qué había sucedido aquello. Sólo su esposa, Tranquilina Iguarán, se atrevió a decir que en aquel caballo habitaba el diablo y le prohibió al abuelo comprarlo.
Gabriel, que entonces era un niño, recordó el incidente durante toda su vida como uno de sus primeros encuentros con el diablo. Luego, cuando empezó su carrera de escritor, retomó al célebre demonio bíblico y lo incluyó en varios de sus libros para alimentar el ámbito supersticioso y legendario de sus relatos. Ejemplos de ello se pueden hallar en Cien años de soledad, donde el diablo es mencionado dentro de la historia de Francisco el Hombre (el juglar de música vallenata que lo derrotó en un duelo de improvisación de cantos), o en Del amor y otros demonios, cuya trama gira en torno a la posesión diabólica de Sierva María de Todos los Ángeles.
En el mes de las brujas, Centro Gabo rescata dos artículos de García Márquez en el que se explora la naturaleza del diablo desde una mirada antropológica y literaria que intenta salvarlo de la extinción. Compartimos algunos apartes contigo:
El diablo como una criatura inofensiva que ya no asusta a nadie, ni siquiera a los niños. Esa fue la preocupación de García Márquez cuando escribió este artículo publicado en El Heraldo el 4 de diciembre de 1950. Para el escritor colombiano los tiempos modernos arrastraron al diablo y le quitaron todo su prestigio metafísico, de tal manera que ahora es sólo un objeto de entretenimiento. El ingenio de Gabo lleva a considerar a Satanás como un personaje relegado a la cocina del universo que carga con la labor milenaria de freír pecadores.
Sin embargo, García Márquez afirmó que a pesar de su decadencia y su transformación en fenómeno de feria, el diablo está ideando nuevos trucos para reconquistar su paraíso perdido: es decir, su poder para infundir terror en los niños.
Yo recuerdo haber conocido al diablo en sus mejores tiempos, cuando aún sus espejos estaban fabricados en el más luciferino de los cristales de roca y no era este oxidable diablillo de hojalata al que se le da cuerda para que divierta a los niños, como cualquier pintado en la pared.
El diablo está destinado a vivir de derrota en derrota. La primera fue aquella memorable que sucedió a su celeste revolución, cuando cayó aparatosamente del trono de Luzbel a la cocina metafísica donde hace siglos se dedica a freír pecadores. Su caída, sin embargo, no lo despojó de ciertos privilegios monárquicos mediante los cuales logró administrar durante muchos siglos la prodigiosa industria del miedo de los niños. Hasta cierto punto, el truculento príncipe de las pailas estaba satisfecho de su paraíso perdido, aprovechando toda la substancia que podía exprimirse de su frase: “Vale más ser cabeza de ratón que cola de león”, lo que, traducido a su idioma, podría ser: “Más vale Satanás en el infierno que Luzbel en el cielo”.
(…)
Es difícil saber a qué oficios se dedicará el diablo ahora que no tiene títulos valederos para impedir que los niños le falten al respeto. Tal vez en su gran cocina infernal, el destronado monarca esté ideando nuevos trucos para reconquistar el segundo paraíso perdido. Pero mientras tanto, es necesario lamentar que toda su aparatosa magnificencia de caballero maligno haya quedado para prestar servicios tan insignificantes como los de pisapapel o monicongo de carnaval.
Publicado en El Heraldo el 6 de noviembre de 1952, este artículo retoma las inquietudes de Gabo sobre el ocaso de los elementos tradicionales de la literatura fantástica frente a los nuevos aires de la civilización y la tecnología. Se ha perdido el diablo y su capacidad para atemorizar, así como también se han esfumado los príncipes azules, los dragones, las caperucitas rojas y las bellas durmientes. El diablo, especialmente, fue despojado de su aura de ultratumba, convirtiéndose en un elemento cada vez más remoto para representar el mal.
En la extravagante mitología infantil de la antigüedad, la idea del diablo era una especie de soporte central. El espíritu del mal tenía una representación deshumanizada en aquel caballero inflamado, armado de un tridente y saturado de vapores sulfúricos. La invención se le debe a la imaginación de la Edad media, que la puso en práctica con propósitos moralizadores más importantes que el de asustar a los niños. Entonces toda una nación se ponía sobre las armas para pelear contra el diablo. Un diablo en serio. Un diablo sobre cuyos hombros se afirmó todo el peso de media filosofía.
Algo se movió después en el subsuelo y la primera víctima del seísmo fue precisamente ese caballero de fuego y azufre, que pasó a peor vida, como un extravagante y desacreditado monicongo de opereta. Hubo todavía quienes trataron de enderezar ese desprestigio. Se dijo que su propio descrédito era uno de los numerosos trucos de que se valía el diablo para ganar terreno. Entonces, desprestigiado y todo, Satanás estuvo representado en la literatura fantástica como un extraordinario poder sobrenatural, cuyo disfrute podían permitirse los humanos mediante un contrato con su propietario absoluto. Pero aun esa forma del diablo se desprestigió con el tiempo, los adultos prefirieron la truculencia científica a las extravagancias satánicas, y los niños –que parecen más fáciles de civilizar que los viejos– se acostumbraron al alumbrado eléctrico, al teléfono y al cine, y descubrieron más rápidamente de lo que se esperaba las deficiencias técnicas del diablo.
(…)
Cuando el diablo trata de reivindicarse, los niños se mueren de risa, cosa que ni siquiera los adultos se atreven a hacer sin sentir al mismo tiempo un poco de sobresalto. Las señoras están escandalizadas. Y los niños, que encuentran más explicable la posibilidad de hacer un viaje interplanetario que la de despertar a la Bella Durmiente, deben pensar: “Verdaderamente es una lástima que los adultos de ahora sean tan infantiles”.
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