Una compilación de artículos escritos por García Márquez sobre seis artistas plásticos colombianos.
Antes de conocer la literatura, incluso mucho antes de aprender a leer, Gabriel García Márquez conoció la pintura. En Aracataca, en la casa de sus abuelos maternos donde pasó casi toda su infancia, el futuro novelista adquirió la costumbre de rayar las paredes de la sala con símbolos indescifrables. Así lo cuenta en sus memorias, Vivir para contarla. “Al principio dibujaba en las paredes, hasta que las mujeres de la casa pusieron el grito en el cielo: la pared y la muralla son el papel de la canalla. Mi abuelo se enfureció, e hizo pintar de blanco un muro de su platería y me compró lápices de colores, y más tarde un estuche de acuarelas, para que pintara a gusto, mientras él fabricaba sus célebres pescaditos de oro”.
Con el tiempo, esta vocación creativa orientada hacia la pintura terminó desviándose hacia la palabra escrita. Entonces el mundo conoció al consumado periodista, novelista y cuentista. No obstante, ello no hizo que a lo largo de su carrera como narrador García Márquez no tuviera encuentros cercanos con diversos artistas plásticos del continente y compartiera con ellos su universo pictórico. Algunos, como Cecilia Porras y Alejandro Obregón, fueron grandes amigos suyos. Otros, como Darío Morales, le dedicaron un retrato.
Desde el Centro Gabo compartimos contigo una selección de escritos que García Márquez redactó sobre seis artistas plásticos colombianos con quienes mantuvo una relación especial en determinados momentos de su vida:
Cecilia Porras fue la única pintora que integró el famoso Grupo de Barranquilla. Fue una de las dos mujeres –la otra era la poetisa Meira del Mar– que participó en las tertulias de García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor en diversos “cafés de borrachos y bares de perdición”. Porras fue la encargada de diseñar la portada de la primera novela de Gabo, La hojarasca, a finales de mayo de 1955. También pintó un retrato del escritor en la época en que éste andaba escribiendo sus notas diarias en El Universal de Cartagena. Años después, Gabo dejaría olvidado aquel retrato en el armario de un apartamento durante una estadía en Caracas.
El 5 de mayo de 1982, García Márquez publicó en El País un artículo titulado “Un payaso pintado detrás de una puerta” en el que relató algunas de las aventuras vividas junto a Cecilia Porras y describió la técnica de la artista. En este texto también son mencionados otros pintores importantes en la vida del escritor como Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar y Alejandro Obregón.
Hace más de treinta años, la pintora Cecilia Porras pintó un payaso de tamaño natural en el revés de la puerta de una cantina del barrio de Getsemaní, muy cerca de la calle tormentosa de la Media Luna, en Cartagena de Indias, pintó con la brocha gorda y los barnices de colores de los albañiles que estaban reparando la casa, y al final hizo algo que pocas veces hacía con sus cuadros: firmó.
(…)
Cecilia Porras pintaba en. la terraza de su casa de Manga, mirando hacia un patio sombreado por los palos de mango y matas de guineo, pero los cuadros que pintaba no estaban inspirados en el patio, sino en otros rincones de la ciudad, con una luz distinta que ella misma inventaba.
García Márquez conoció a Alejandro Obregón en 1950, cuando el pintor colombo-español trabajaba en su taller de la calle San Blas en Barranquilla. Una noche, en sus años como periodista en Bogotá, Gabo invitó a Obregón a pasar la noche en su cuarto y, como el timbre estaba descompuesto, le dijo al pintor que lo despertara con una piedrecita en la ventana. Obregón arrojó un ladrillo y al escritor lo despertó la lluvia de cristales rotos. Esas eran sus aventuras con Gabo, excéntricas y repentinas, como cuando se comió en público un grillo amaestrado o peleó contra media docena de marineros suecos por faltarle el respeto a una prostituta en un burdel.
El 20 de octubre de 1982, García Márquez publicó en El País un artículo titulado “Obregón o la vocación desaforada” en el que reconocía el talento natural del pintor. Aquella nota sirvió como presentación del catálogo de la exposición que Obregón inauguró esa semana en el Metropolitan Museum and Art Center de Coral Gables, FLa. (EE.UU).
Así pinta, en efecto, como pescando ahogados en la oscuridad. Su pintura con horizontes de truenos sale chorreando minotauros de lidia, cóndores patrióticos, chivos arrechos, barracudas berracas. En medio de la fauna tormentosa de su mitología personal anda una mujer coronada de guirnaldas florentinas, la misma de siempre y de nunca, que merodea por sus cuadros con las claves cambiadas, pues en realidad es la criatura imposible por la que este romántico de cemento armado se quisiera morir. Porque él lo es como lo somos todos los románticos, y como hay que serlo: sin ningún pudor.
(…)
No es que sólo viva para pintar. No: es que sólo vive cuando pinta. Siempre descalzo, con una camiseta de algodón que en otro tiempo debió servirle para limpiar pinceles y unos pantalones recortados por él mismo con un cuchillo de carnicero, y con un rigor de albañil que ya hubiera querido Dios para sus curas.
En 1979, García Márquez, su esposa Mercedes Barcha y su hijo Gonzalo visitaron el taller del pintor Darío Morales en París. El escritor tuvo la oportunidad de pasearse por entre los bocetos de mujeres desnudas y esculturas en proceso del artista cartagenero. Morales luego tuvo tiempo para retratar a Gabo y Gabo publicó un año después un artículo donde analizaba las virtudes de morales. Se tituló “El alquimista en su cubil” y salió en la edición del 4 de noviembre de 1980 en El País. Allí reconstruye la vida del pintor desde su época de vacas flacas hasta sus momentos de gloria y reconocimiento.
No es cierto, como se dice con tanta facilidad, que Darío Morales sea un realista. No: sus cuadros no se parecen a la vida, sino a los sueños recurrentes. No tienen el color, ni el clima, ni la luz de la vida, sino el color y el clima y la luz de la ilusión. Darío Morales se ha hecho retratar frente a alguno de ellos, y no se sabe muy bien dónde termina él y dónde empieza la pintura. Pero es demasiado evidente que se sentiría mejor si estuviera de veras dentro del cuadro. Hay una foto suya tomada frente a su autorretrato, y el Darío Morales pintado se parece más a él que el Darío Morales de la realidad. Hay también un cuadro insólito en su obra, donde se ve a Ana María -vestida- cosiendo en la máquina de otros cuadros. De la habitación contigua sólo se ve un ángulo Iluminado, con otra máquina de coser y otro merecedor vacío, y uno sabe, por la naturaleza de la luz, que esa otra máquina y ese mecedor ineludible no existen ni siquiera en la realidad de la pintura, sino que Darío Morales los está soñando en algún lugar de la casa. Son los muebles de su obsesión, y por eso se sabe que volveremos a encontrarlos en otros cuadros. Pero su misterio volverá a cambiar por completo en cada ocasión, según su tiempo y su lugar, como sucede con los sueños que se repiten a sí mismos durante toda la vida.
García Márquez le dedicó dos artículos a la escultora bogotana Feliza Bursztyn y ambos fueron por el mismo tema: su exilio de Colombia por el acoso del gobierno del presidente Turbay Ayala. En el primero, “Breve nota de adiós al olor de la guayaba de Feliza Bursztyn” (2 de agosto de 1981), Gabo narró el asalto injustificado que 18 militares hicieron durante la madrugada en la casa de la artista buscando –sin una sola prueba para sospechar– un mortero con el cual fueron disparadas tres granadas contra el Palacio Presidencial. Esto hizo que Feliza Bursztyn se fuera del país, primero hacia México y luego a Francia. En México vivió casi tres meses en la casa de García Márquez.
En su segundo artículo, “Los 166 días de Feliza” (20 de enero de 1982), Gabo contó la muerte de la artista durante su exilio, la soledad y la tristeza que la precedieron en el aquel viaje sin retorno.
La única vez en que Feliza Bursztyn ha conspirado fue en 1958, y lo hizo junto con las damas más perfumadas de la oligarquía nacional, que se sentaron en medio de la calle para derribar la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, instigadas por los dirigentes de los partidos tradicionales. Desde entonces, Feliza no ha hecho nada más subversivo que convertir en obras de arte los accidentes de tránsito, con una temeridad que le ha costado una limitación pulmonar muy seria por los vapores tóxicos de la fundición, una limitación, dicho sea de paso, que le ha causado trastornos respiratorios, pero que no le ha quitado alientos para disparar las palabras del más grueso calibre en las visitas de sociedad.
El 27 de octubre de 1954, en una nota para el Espectador titulada “Exposición de Ramírez Villamizar”, García Márquez describió el impacto que tuvieron en Bogotá los 32 lienzos que Eduardo Ramírez Villamizar colgó en los muros de El Callejón. “32 cuadros que los coleccionistas de tarjetas postales consideran como una galería de mamarrachos y los especialistas consideran como la más inquietante manifestación estética que se haya registrado en Colombia en los últimos tiempos”, escribió Gabo. Entre las historias que vivieron juntos, Gabo contó, en el mencionado artículo sobre Cecilia Porras, que en algún momento de su vida Ramírez Villamizar le hizo el favor de ilustrar un folleto de publicidad que él había escrito por necesidad.
Como ilustrador de revistas, Ramírez Villamizar sería un solvente amigo de sus amigos. Como el pintos que él mismo ha querido ser, sobrevive porque Dios es grande y Ramírez Villamizar lo ayuda con su método y su dignidad y su costumbre de seguir pintando como él sabe y siente que debe pintarse, aunque no pueda salir a la calle sin tropezar con alguien que lo detenga para pedirle, por caridad, que le explique sus cuadros.
Con su inteligencia, su seriedad y su implacable capacidad creadora, Ramírez Villamizar habría podido ser un próspero caballero de industria. No se puede decir que no lo es porque no tenga sentido práctico, porque eso es lo más alarmante de todo: Ramírez Villamizar tiene un desconcertante sentido práctico. Pero lo tiene volteado hacia el lado de la pintura, como tiene su inteligencia, su sentido del deber y hasta su manera de vestirse. Cuando se dice que Ramírez Villamizar “es un pintor con toda la barba”, seguramente se piense que se está haciendo un mal chiste, porque el pintor usa barba desde cuando regresó de París. Lo asombroso y verdadero es que Ramírez Villamizar sería uno de los pocos pintores con toda la barba, que acabara de cortársela.
El pintor antioqueño Fernando Botero nunca mantuvo una relación muy cercana con García Márquez. Sin embargo, en 1960, Botero ilustró el cuento “La siesta del martes” que García Márquez publicó en las Lecturas Dominicales del periódico El Tiempo. Ocho años antes, el 12 de septiembre de 1952, Gabo había publicado una de sus célebres “Jirafas” en El Heraldo elogiando la obra del pintor. En aquel artículo, titulado “Un buen libro por tres razones”, el escritor habló de Hojas de la patria –un poemario de Carlos Castro Saavedra– y reconoció el talento de Botero en los cuatro dibujos suyos que ilustraban el libro. Así lo dijo:
Hojas de la patria(…) incluye cuatro dibujos de Fernando Botero, un artista antioqueño que tiene veinte años y se le notan en la frescura de la línea casi ingenua e infantil, pero que sorprenden y desconciertan por la madurez de la concepción. Tal vez, si fuera preciso decir algo que por lo apresurado puede correr el riesgo de ser una tontería, pudiera pensarse que hay un contraste demasiado fuerte entre el canto desgarrado y terrible de Castro Saavedra y esa visión luminosa y reposada del mundo que uno advierte en los dibujos de Fernando Botero. Ambos antioqueños y ambos jóvenes, ambos nutridos de fríjoles y maíz, y ambos persiguiendo la misma meta por diferentes caminos y con elementos y recursos evidentemente distintos.
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