Soy ese tipo de persona que no suele tomar vacaciones en Semana Santa por el fastidio que me produce el desorden que impera en todos lados con la llegada de tantos turistas. Sin embargo, me dejé convencer de unos amigos e hicimos un viaje en auto desde nuestra fría Bogotá hasta Santa Marta y, de paso, fuimos a La Guajira haciendo un recorrido lleno de gratos recuerdos. Al devolvernos desde Santa Marta tomamos la ruta de Aguachica, y la noche del 17 de abril del 2014 nos encontramos con la noticia de que nuestro Gabo había muerto.
En todos los noticieros veíamos cómo el mundo le hacía homenajes y hablaba de su trayectoria reciclando entrevistas e imágenes de la entrega del Premio Nobel, pero mucho de ese contenido era algo de retórica. Planeamos entonces visitar la tierra de Gabo, a mi modo de ver, después de estar allá, “esa primera visión de su Macondo”. Aracataca nos recibió con el calor del mediodía que realmente desdibujaba las siluetas de las cosas y hacía muy difícil respirar. Era el bullicio del vallenato, del lamento costeño, del hablar del francés, del americano, del mexicano, de tantos corresponsales de medios de comunicación del mundo que venían también a ver de dónde había nacido el genio escritor; era un pueblo muy pequeño para tantas personas, lugareños y visitantes y, sobre todo, tanto dolor.
Llegamos a la casa de Gabo y empezamos a sentir esa tristeza del que se fue, del que no volverá a contar sus historias, de los niños en la calle que le hacían dibujos, de las flores colocadas en el enrejado de la casa, de los velones que se derretían de tanto calor, de las cartas en donde no faltaba el que le pedía milagros, de los que hablaban que le había faltado ayudar más a su pueblo, pero de otros que decían que si lo había hecho, pero que los políticos se habían robado la plata.
Caminamos por las habitaciones, el jardín, la cocina y me parecía que su espíritu a la par de nosotros recorría sus pasos en ese lugar en donde había sido feliz, sí, yo creo que al irse de este mundo Dios permite que nos despidamos de nuestros seres amados, que repasemos nuestros días felices y los lugares que nos marcaron. Habían pasado unas horas desde su muerte y yo me encontré buscándolo sin darme cuenta, mi encuentro con Gabo no fue en el plano físico, sino que compartimos quizás unos pocos momentos en el mismo lugar, yo lloraba y el reía, yo intentaba comprender en mi mente su trabajo y él lo repasaba, los dos leíamos los textos de Cien Años de Soledad que adornaban las paredes y yo volvía al momento en el que a mis 6 años tuve en mis manos Relato de un náufrago, que fue la obra por la que inicialmente lo conocí. Mientras tanto, él caminaba de la mano de sus abuelos que lo habían ido a recibir para llevarlo a la eternidad.
Salí de allá reconfortada porque había tenido una oportunidad tal vez única, le había conocido más íntimamente a raíz de esa visita que por todos los libros suyos que había leído anteriormente. Nunca más le volvería a ver de la misma manera y, en cierta medida, era un poco más feliz porque había captado algo de la esencia de nuestro Gabriel García Márquez, nuestro querido Gabo.
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