Me recuerdo allí, como siempre que se trata de viajar en la memoria: puedo verme navegando en la habitación de estudio que mis padres tenían dispuestos para sus cinco hijos, en la vieja quinta donde crecimos. Era una habitación grande de tapete por suelo y un escritorio de madera que usábamos para hacer las tareas y divagar. Tenía once años y, en el acostumbrado ocio de las vacaciones, mi cuerpo se anidaba en ese espacio, entre el estante repleto de libros, revistas y viejas ediciones de diarios nacionales. A la composición se le sumaba la vista al palo de mamón que custodiaba el jardín de la casa, y cuya flor menuda y verdosa tapizaba y perfumaba el lugar. En esa habitación sin puerta y con un balcón de madera de medio círculo, el tiempo pasaba de manera diferente. No podría yo precisar ni la edición ni la tapa del libro y, en ese entonces, el nombre de Gabo era un sonido sin referencias ni imágenes. Agarré cualquier título y me estacioné en la palabra soledad. "Soledad, Cien años de soledad"; a los once años, y con toda la naturaleza de una chiquilla melancólica, cien años me resultaba demasiado, ¿qué historia podía relatarse en la soledad de cien años?
Y allí me entregué, sin tiempo ni espasmos, embebida en la historia que iba contándoseme mientras leía, con la atención que otorga un niño, mientras se le relata una historia para dormir. Hoja a hoja, mi cabeza empacaba su sonrisa y se iba por los recovecos de un pueblo que se parecía en dimensiones a mi quinta; por rostros que ahora, dieciocho años después, casi que veo desfilarme por el rostro. Cinco veces y no cien leí Cien años de soledad en el transcurso de un año. Trataba, en pleno paso de la niñez a la adolescencia, de desentrañar las historias que se tejían en el pasillo de Úrsula, los agites de la adolescencia de sus hijos, la pérdida de la memoria de su marido, la dignidad en lo reprochable de una mujer como Pilar Ternera y la presencia indeleble del viejo Melquíades, a la sombra de una historia que iba digiriendo en la estridente libertad de los once años. Gabo era apenas una tapa, un lomo y una contratapa, una secuencia temporal de relatos que intentaba hacer míos; una estirpe que hacía palpitar de curiosidad mi natural Caribe, con todo y mis raíces andinas. Nada entendía yo de un Nobel de literatura ni la envergadura que eso implicaba; para mí Gabo era un libro, una compañía, un ensueño con semblante de hogar que hacía de mi cotidiano un ejercicio de recrear las historias que me circundaban, ése y no otro es el Gabo que aún evoco; lo más cercano que pude tener a Gabo fue conversar con él mientras leía el “vallenato” sentido que colocó a Macondo -y por ahí derecho a todo el Caribe colombiano- sobre el mapa. Cuando murió, la noticia llegó hasta la pequeña comuna al sur de Chile donde vivía, y lo evoqué entre los presentes en ese entonces como parte de la melancolía que me acompaña desde la niñez, entre historias ajenas descansando en las páginas de un libro.
Gabo es una conversación que se hace libro, un papel que conoce las miles formas de hacerse compañía y se conserva intacto, aún en la fragilidad de la memoria.
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