Las historias sobre el paso de Gabriel García Márquez sobre el barrio Getsemaní de Cartagena.
Veintiún años, dos semestres de Derecho, tres cuentos publicados y un saco de fondo amarillo con cuadros negros: eso era todo lo que tenía Gabriel García Márquez cuando conoció Getsemaní.
Había llegado a Cartagena procedente de Barranquilla abrazado al techo de un camión de la Agencia Postal. La ciudad, magnífica y rancia sobre sus edificaciones históricas, era la segunda opción en el Caribe para continuar su desabrida carrera de leyes. En la primera, Barranquilla, habían cerrado la Universidad del Atlántico por las mismas razones que, en Bogotá, habían cerrado la Universidad Nacional: la violencia que se produjo tras el Bogotazo. García Márquez había vivido en carne propia los estragos de la revuelta popular porque estudiaba en la capital del país cuando ocurrió el magnicidio de Gaitán el 9 de abril de 1948. Había presenciado la turba que linchó a Juan Roa Sierra, el supuesto asesino; los tranvías volcados en las calles y las tiendas saqueadas por las masas furibundas que se enfrentaban con machetes a la fuerza pública. Su regreso al Caribe era una huida de aquel vórtice sangriento. Y en Cartagena, a pesar de la censura oficial y el estado de sitio, todavía se podía ir a estudiar.
Pero García Márquez ya no quería aprender el misterio de las normas jurídicas. Nunca lo quiso, en realidad. Que él fuera abogado era más bien un sueño de su padre. Lo suyo era otra cosa distinta. Algo que tenía que ver más con la imaginación y la vagabundería. Por eso, al poco tiempo de llegar a Cartagena, estaba más interesado en las calles que en la universidad. Y así, deambulando, fue como encontró a Getsemaní, a tan solo diez minutos a pie desde su pensión frente al Parque de Bolívar.
Getsemaní apareció en su vida como un lugar aislado a las convulsiones políticas de Colombia. Era, además, el único barrio del casco histórico inmune al toque de queda. Por las noches, mientras el resto de la ciudad se apolillaba en la penumbra y el silencio, los getsemanicenses mantenían encendido el fuego de las parrandas. “Bastaba con asomarse por las ventanas para escoger la fiesta que nos gustara más, y por cincuenta centavos se bailaba hasta el amanecer con la música más caliente del Caribe aumentada por el estruendo de los altavoces”, relató García Márquez en sus memorias, Vivir para contarla. En septiembre de 1996, durante una entrevista concedida a El Colombiano, el escritor se refirió a esta costumbre: “íbamos de puerta en puerta buscando el baile de un sábado en el patio de una casa. Y a la madrugada se formaban unas peloteras por una novia”. Según contó luego, las mujeres que asistían eran colegialas vestidas con sus uniformes de la misa dominical que bailaban bajo la vigilancia de sus tías chaperonas.
La juerga y los amores furtivos de esta época fueron incorporados después a su literatura. Billy Sánchez de Ávila y Nena Daconte, los dos protagonistas de “El rastro de tu sangre en la nieve”, aprovechan unas fiestas novembrinas para entrar disfrazados a los burdeles de Getsemaní y amarse con la aquiescencia de las putas. La profesora Sara Noriega, una de las tantas amantes de Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera, vive en el barrio. Florentino Ariza la visita regularmente en el enigmático Pasaje de los Novios.
Ernest Hemingway apodó “fiesta movible” a la París de los años veinte del siglo anterior. “París te acompañará, vayas a donde vayas, todo el resto de tu vida”, le escribió a un amigo en una carta fechada en 1950. Para Gabo, a mediados de 1948, Getsemaní también fue una fiesta, una rumba itinerante en la que había que estar moviéndose para permanecer dentro de ella. A ese estar moviéndose, él lo llamó “noches de caza mayor” y consistía en andar al garete por las esquinas y los callejones hasta descubrir el sitio exacto donde estaba el jolgorio.
Una noche, buscando la música, García Márquez halló el destino. Mientras “cazaba” un baile por la Calle de la Mala Crianza (hoy Calle del Espíritu Santo) tropezó con Manuel Zapata Olivella. A Zapata Olivella lo había conocido un año antes en la Universidad Nacional. El médico, escritor y melómano loriquero se sorprendió de verlo vivo luego de los desmanes ocasionados por la muerte de Gaitán. Ambos compartieron sus impresiones sobre el 9 de abril y comentaron sus ambiciones para el futuro. García Márquez le confesó que quería ser escritor.
— Entonces tienes que probar suerte en el periodismo —dijo Zapata Olivella. Y no conforme con ofrecerle aquel consejo, lo arrastró al día siguiente a la oficina de Clemente Manuel Zabala, editor del recién fundado periódico El Universal, y logró conseguirle una columna diaria. Fue esa la manera como se inició en el periodismo, un oficio que ejerció obsesivamente hasta que se lo permitieron sus neuronas.
A veces, lo que se movía en Getsemaní no eran las fiestas ni la gente, sino las puertas. Una prueba de ello la vivió García Márquez junto a la pintora Cecilia Porras en 1951. Estaban bebiendo en una cantina adyacente a la Calle de la Media Luna. En un momento dado, Cecilia se levantó de su asiento, agarró una brocha y una lata de pintura que había cerca y pintó un payaso detrás de la puerta del local. Quince años después, cuando García Márquez volvió a Cartagena para el estreno de Tiempo de morir en el Festival de Cine, visitó la casa donde estaba la cantina pero no vio la puerta con el payaso. “Hace poco la volví a encontrar instalada como en su propia casa en un burdel de pobres del barrio de Torices, donde fui con varios de mis hermanos a rescatar nuestras nostalgias de los malos tiempos”, escribió en una columna publicada en El Espectador el 5 de mayo de 1982. “Como era apenas natural, la compramos como si fuera un puro capricho de borrachos, la desmontamos del quicio y la mandamos a casa de nuestros padres en una camioneta de alquiler que nunca llegó. Pero no me preocupé demasiado. Sé que la puerta intacta está por ahí, empotrada en algún quicio ocasional, y que el día menos pensado volveré a encontrarla. Y otra vez a comprarla”.
En la vida de Gabriel García Márquez existieron tres “cuevas”: una en Getsemaní, otra en Barranquilla y otra más en Ciudad de México. La Cueva de Barranquilla es un gastrobar dedicado a la memoria de los compinches de Gabo en aquella ciudad: Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Alejandro Obregón. La Cueva de México, en ocasiones apodada “la Cueva de la Mafia” o “el cuarto de Melquíades”, es la habitación en la que se escribió Cien años de soledad, en la mítica casa de la calle La Loma en San Ángel Inn.
La Cueva de Getsemaní fue la primera y estaba ubicada detrás del mercado público, en los muelles donde arribaban las embarcaciones que provenían de las Antillas. Era una fonda al aire libre que jamás cerraba. Ni siquiera en los tiempos del toque de queda. Su dueño se llamaba José Dolores, un homosexual que García Márquez describió como “un negro de belleza incómoda” envuelto en sábanas blancas y con un clavel en la oreja. Este hombre servicial, con sus maneras afables y sus comentarios inteligentes, fue la base principal para el personaje Catarino que regenta una tienda en Cien años de soledad. En la novela, el clavel en la oreja es reemplazado por una rosa de fieltro.
A la Cueva llegaba García Márquez con sus colegas de El Universal. Zabala y Héctor Rojas Herazo eran clientes asiduos. Los tres se emborrachaban, precisaban los últimos rumores sobre la actualidad local y mataban el hambre con el plato emblemático de la fonda: tajadas fritas de plátano verde y carne guisada con aros de cebolla. “Con lo que allí escuchábamos mientras comíamos, hacíamos el periódico del día siguiente”, explicaría Gabo décadas más tarde.
En el ambiente nocturno del mercado público, pese a la multiplicación de las ratas y el hedor de la Bahía de las Ánimas, García Márquez presenció prodigios que se confundirían con la fantasía de su obra posterior. En sus memorias los recuerda: “nunca podré olvidar en el resto de mi vida aquellos amaneceres irreales de mi juventud; siempre recordaré qué tristes nos quedábamos cuando las goletas se iban, me acordaré del loro que adivinaba el porvenir en la casa de camas alquiladas de Matilde Arenales, de las jaibas que se salían caminando de los platos de sopa que servían en las fondas de maricas del mercado, del viento de tiburones, los tambores remotos, la luz amarga de los primeros días de abril”.
A principios de 1987, mientras estaba documentándose para escribir El general en su laberinto, uno de los rasgos distintivos que García Márquez atribuyó a la Cartagena decimonónica fue el virus de la rabia. “Entonces se me ocurrió que, en el mercado, Bolívar vio que habían colgado el cadáver de un perro con mal de rabia para que se supiera que había muerto de mal de rabia y fueran a presentarse los mordidos”, dijo en una entrevista con Caracol Radio en mayo de 1991. En el libro, la escena transcurre en junio de 1830 en la Calle de La Media Luna con el Libertador paseándose entre bandadas de gallinazos. Una de las víctimas del animal enfermo, nos informa el narrador, es “una blanca de Castilla que andaba merodeando por donde no debía”.
Esta mención final inspiró el comienzo de su siguiente novela, Del amor y otros demonios, en el que la niña protagonista, Sierva María de Todos los Ángeles, hija del marqués de Casalduero, se aventura sin permiso al arrabal de Getsemaní y es mordida por un perro rabioso. Aunque la historia sobre Bolívar está ambientada en el siglo XIX y la de la marquesita en el siglo XVIII, para el autor el perro es el mismo. “Si uno puede hacer ficción en todo”, se justificó, “puede hacer ficción también con el tiempo”.
Un capricho cronológico así podría volarles la cabeza a desprevenidos lectores en cualquier parte del mundo menos en Getsemaní. Después de todo, es el barrio de las fiestas móviles, los parranderos inquietos y las puertas vagabundas. El tiempo allí es sólo una excusa.
* Este artículo fue publicado en la revista cultural El Getsemanicense, cuya edición especial de octubre estuvo dedicada a Gabriel García Márquez.
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