Vidas de perros
Lectura

La vida de los perros en tres artículos de Gabriel García Márquez

Tres artículos del escritor colombiano sobre las costumbres y tribulaciones de los perros.

Redacción Centro Gabo

Como los gallos, los loros y los alcaravanes, los perros también ocupan un lugar especial en la obra de Gabriel García Márquez. En la novela Del amor y otros demonios, por ejemplo, es “un perro cenizo con un lunar en la frente” el que detona la trama, cuando irrumpe en los vericuetos del mercado y muerde el tobillo izquierdo de Sierva María de Todos los Ángeles. En Cien años de soledad, otro perro rabioso muerde a una habitante de Macondo y cuatro soldados la asesinan a culatazos en plena calle para acabar con el virus. Este acto de injusticia derrama la copa de la indignación de Aureliano Buendía y provoca que se rebele contra el gobierno conservador.

En su trabajo periodístico, especialmente en su faceta como columnista, García Márquez abordó el mundo canino y extrajo de allí varias lecciones para la vida cotidiana de los seres humanos.

En el Centro Gabo hemos seleccionado tres artículos del escritor colombiano que reflexionan sobre la vida de los perros, sus costumbres, desdichas y aventuras que tanto se parecen a las nuestras. Las compartimos contigo:

 

1. Motivos para ser perro.

 

García Márquez publicó este artículo el 20 de marzo de 1950 en el periódico El Heraldo de Barranquilla. Allí habló de los perros como una metáfora en cuatro patas de las personas. Perros vagabundos, aristócratas, anárquicos, políticos, refinados, carnívoros y vegetarianos se pasean por el texto hasta llegar al perro filosófico en el que desea convertirse el autor: ese que descansa silencioso en el café Japi.

 

Si un día cualquiera me fastidiara de este diario martillear sobre la paciencia del público, y se me concediera el derecho de ser algo completamente distinto, y no tuviera limitaciones humanas —ni siquiera limitaciones naturales— el ejercicio de ese derecho, me dedicaría a ser ese perro gordo, rebosante de salud, que merodea por el sector comercial de la ciudad y tiene su cómodo y habitual dormitorio en el café Japi. Nadie que tenga en su puesto los cinco sentidos se ha podido privar de un espectáculo tan envidiable, tan exquisito, como es el que ofrece ese animal tranquilo, parsimonioso, que ha hecho de la suya una vida perfecta, alejada de todo mundanal ruido, como sin duda no han logrado hacerla los innumerables y calumniados perros que en el mundo han sido. Quizá ninguna agrupación zoológica se parece tanto a la del hombre como la de los caninos domésticos. Quizá, por otra parte, sea esa la razón que entraba a hombres y perros en una amistad proverbial, en un mutuo ejercicio de colaboración diaria. Y hasta es posible que fuera el perro quien domesticara al hombre, y no lo contrario, como se cree generalmente.

 

2. Vidas de perros.

 

Una columna de Gabo publicada el 2 de junio de 1981 en El País de España y El Espectador. Narra las vidas privilegiadas o trágicas de los perros en varias ciudades de Europa y Estados Unidos. El autor, reacio a tener un perro en casa, vuelve a establecer la dualidad entre los canes y las personas. A estas últimas les atribuye una enfermedad del corazón: “el mal de rabia de los perros humanos”.

 

París es una ciudad de perros privilegiados. En las calles, inclusive en los Campos Elíseos, que tienen la reputación de ser la avenida más bella del mundo, hay que caminar a saltos para no pisar la inconcebible cantidad de caca de perro que se encuentra por todas partes. También en Nueva York es familiar la imagen de los vecinos que sacan a sus perros al atardecer para que hagan sus necesidades en la calle, pero llevan un bastón especial, con una mano mecánica, como la que usaron los astronautas para recoger piedras en el suelo de la Luna. Con esa mano de ficción científica recogen lo que el perro deja, lo echan en una bolsita de plástico, que las tiendas especializadas venden para eso, y lo depositan en el tanque de la basura de la próxima esquina.

     En París, donde el arte de amar a los perros no ha alcanzado semejante refinamiento, los animales dejan sus residuos en cualquier parte y de cualquier modo. Se calcula que en toda la ciudad incluidos los suburbios, se recoge todos los días casi una tonelada de caca de perros, cuyo aprovechamiento industrial no está todavía resuelto. Las autoridades del municipio tienen años de estar buscando una solución desesperada, pero ninguna ha resultado eficaz. En las aceras han pintado la silueta de un perro, y una flecha que indica dónde deben cumplir con su deber los perros de la realidad. La señal está en un sitio por donde pasa al atardecer un arroyo artificial inventado por los ingenieros municipales, con el propósito único de arrastrar hasta las alcantarillas la caca de los perros. Pero son muy pocos los que obedecen las señales, y se orinan siempre, como se dice, fuera del tiesto. De modo que no hay remedio: en París siempre hay alguien en una visita con un pegote de perro en la sucia de un zapato. En mi tierra dicen que eso trae buena suerte. Si esto es así, en ninguna parte del mundo hay gente tan afortunada como en Francia.

 

3. «Diezpesos»

 

Se trata de un artículo tragicómico, que cuenta el destino miserable de un perro al que bautizaron con el ridículo nombre de “Diezpesos”, por haber sido ese el precio por el cual lo compró su dueño. El texto fue publicado en El Heraldo de Barranquilla, el 23 de noviembre de 1950.

 

Una mañana el pobre perro se quedó con la boca abierta, en espera de que le cayera el hueso providencial; pero le cayó algo duro, amargo y desde luego mucho más difícil de roer: un mal nombre. Habría podido ponerle “Cale” o “Napoleón”, con la esperanza de que fuera un mastín descomunal, un guardavallas feroz como su padre. Pero era todavía demasiado pequeño, demasiado huesudo e inconsciente para que se corriera el riesgo de ponerle un nombre que pudiera quedarle demasiado grande. Se temía –y con razón– que llamándose “Bartabarán” o “Bocanegra” el pobre animalillo iba a verse en los aprietos de sobrellevar un nombre mal cortado, con tres yardas más de las que normalmente se utilizan para bautizar los de su especie; “Bocanegra” o “Nerón”, además de la cola natural, habría tenido que arrastrar la cola de un nombre demasiado grande.

     Alguien, en cuyo nombre el perro se afilara los dientes en esas largas, desoladas noche de perro mal bautizado, recordó el precio del animal precisamente cuando se encontraba con la boca abierta, y el remoquete le cayó adentro y se convirtió en una substancia inseparable de la suya: ¡Diezpesos!

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