La líneas de la mano: un diálogo secreto entre García Márquez y Cortázar | Centro Gabo

La líneas de la mano: un diálogo secreto entre García Márquez y Cortázar

Algunos puntos de encuentro entre Cien años de soledad e Historia de Cronopios y Famas

Jaime Lopera Gutiérrez

Foto archivo Gabriel García Márquez, Harry Ransom Center

Con la ausencia definitiva de García Márquez, sus adeptos hemos recobrado sus libros para repasarlos, confirmar su talento literario y disfrutar esa bella prosa que le entregó al mundo de las letras. En lo personal, desde luego por una inclinación hacia el género que más me agrada, nunca he dejado de considerar —y así se lo dije algún día— a Doce cuentos peregrinos como uno de sus mejores libros, pues en cada uno de esos relatos se resume la calidad de su prosa, el refinamiento de sus metáforas y el ingenio con el cual siempre abordó aquellas historias.

Sin embargo, durante una reciente excursión de evocaciones fui a Cien años de soledad, la obra príncipe del autor, y me deleité releyendo a saltos páginas y páginas de ese soberbio texto. De repente, al volver una página, tropecé con el siguiente párrafo:

 

Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el estampido de un pistoletazo retumbó la casa. Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.

     —¡Ave María Purísima! —gritó Úrsula.

 

Al finalizar la lectura de este párrafo, un recuerdo singular e inconfundible me asaltó la memoria: por allá en 1967 estábamos dedicados a consolidar la producción y venta de la revista de cine Guiones que, con la dirección de Ugo Barti y Héctor Valencia, y el patrocinio de Julio Roberto Peña y Carlos Álvarez Núñez, se presentaba tal vez como la primera publicación de este género en Colombia. Afiebrado por el cine produje notas y reseñas, y también hacía de animador en las sesiones del Cine Club Guiones que se presentaban en el teatro Ópera de Bogotá. Creo haber visto La Aventura, de Antonioni, unas treinta veces y por eso me enamoré platónicamente de Mónica Vitti.

Apurado por estos escarceos cinematográficos me dio entonces por el afán de elaborar un par de breves guiones cortos que han estado guardados conmigo por mucho tiempo, “Jugar a Tom Mix” y “Las líneas de la mano”, este último basado en un cuento de Cortázar que, con el mismo título, aparece en su libro Historia de Cronopios y de Famas publicado en 1962.

Al rescatar hace poco de mi archivo ese precario amago de guion que nunca reproduje, confirmé de improviso que García Márquez había escrito el párrafo de José Arcadio bajo un contexto similar al de su amigo argentino. Esta casualidad (el párrafo de Gabo, el cuento de Cortázar y el libreto inédito de este principiante que pretendía ser guionista de cine como Dalton Trumbo) la traigo ahora como una manera de entender las afinidades electivas que a menudo se dan en la literatura bajo el influjo de una imaginación, la de los dos novelistas, que encuentran recursos narrativos en las situaciones más insólitas de la vida. El cuento de Julio Cortázar es el siguiente:

 

De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hacia el codo y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola”.

 

Al continuar la pesquisa observé que treinta años después, en el año 2001, Anya Medvedera y Sebastien Chavrel (supongo que son franceses) crearon el cortometraje que yo nunca hice, cuyo enlace se puede encontrar en internet. Esta es una muestra de la riqueza fílmica que aquel breve relato ofrece, para la literatura o el cine, tal como intuitivamente lo visualicé en mi tiempo y que he descubierto muchos años después en ese cortometraje que dichos realizadores franceses denominan Lines of Hand y el cual puede mirarse en el vínculo que acabo de revelar con la añoranza de mis triunfos malgastados.

 

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