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22 trenes más


Autor: Carlos D. Lechuga

Redacción Centro Gabo

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Ahora mismo estoy en un tren que va de Madrid a Barcelona. Estas dos horas y media me sirven para escribir, leer, tratar de todavía ser parte del mundo cultural. Hace tres años llegué a Barcelona por una cuestión de trabajo, en un viaje rápido y fugaz.  El plan era terminar un video y regresar a la isla. 

Una noche de comida china y alcohol conocí a una chica catalana, nos fuimos a la cama, y a los pocos días me regresé a Cuba. Mantuvimos cierta comunicación y una tarde lluviosa me escribió para decirme: vas a ser papá. 

Yo tenía cuarenta años, seguía viviendo con mi madre, y no tenía ni planes, ni nada interesante en el horizonte. La madre de mi futura hija, sí o sí, quería tener a la criatura y de muy buena gana me invitó a ser parte de esta linda aventura. Me puse las pilas y pude conseguir los papeles para regresar a Europa.

Mi madre no entendía como todo eso había pasado tan rápido.  A mi abuelo también la vida le había cambiado a los 40, que fue cuando lo sorprendió el triunfo de Fidel en La Habana.

¡A mí me esperaba la posibilidad de tener una familia en Barcelona! Una linda sorpresa y un futuro que pintaba bien.

Sin apenas conocernos, los dos intentamos sacar adelante el hogar. En un apartamento muy pequeño, dos desconocidos, con historias de vidas completamente diferentes, y unas diferencias culturales extremas, no encontraron el espacio para enamorarse. La presión de saber que teníamos que pasar el resto de la vida juntos nos pudo. 

Tras no encontrarnos y sentirme rechazado, algo infantil surgió en mí, y como si fuera un niño cansado de un parque de juego, ya no quise estar más en Barcelona. En el caso de ella, o al menos yo lo sentía así, la solución fue escapar de todas las maneras posibles. 

Escapar de ese cubano, que sentado al borde de su cama, ahora también nacía a esta nueva vida. Había que hacer papeles, buscar trabajo, acostumbrarse y al mismo tiempo prepararnos para la hija que venía en camino. 

No pudimos con tanto. 

Empecé a buscar trabajo, y nada aparecía en Barcelona. En ese ir y venir, en la espera, ella me dijo que no era feliz. Yo tampoco lo era. Sin techo y sin un grupo de apoyo en una ciudad que me era completamente extraña, empecé a aplicar a trabajos en Madrid. 

La sensación de fracaso, y de que la ciudad me rechazaba fue muy fuerte y ese sentimiento se me mezclaba con la culpabilidad de dejar a mi hija, de ser un padre ausente, como lo fue mi padre.

Han pasado tres años desde esto y yo no he parado de ir y venir. En esas idas y venidas hubo varios intentos, de las dos partes, pero al final de la jornada no podíamos estar bajo el mismo techo. Ahora cada vez que quiero ver a mi hija debo coger un tren.  

Ser un hombre, latino, solitario, de cuarenta, empezando en un país europeo, trae consigo un simbolismo que te aleja de lo que es un “cuidador”. Nadie piensa que uno también puede tener apego y sufrir la separación.  

Alejarme de mi hija fue lo peor que me ha pasado. Si emigrar es duro, emigrar y ser padre al mismo tiempo lo es más aún. Las ganas de tirarme en una cama y no levantarme me tentaban. Había dejado en Cuba a mi madre y en Barcelona a mi hija y no tenía idea de para donde iba a coger mi vida. 

Tantos años tratando de no ser como mi padre, para ahora acabar siendo como él.

Mi plan casi siempre es el mismo: Me despierto muy temprano en mi alquiler en Madrid, que está cerca de Atocha, ya que así puedo estar yendo y viniendo cuando la economía lo permite. En mi minúsculo cuarto de alquiler tengo muchos libros, fotos de mi hija, una caja de tabaco y algunos santos de Cuba que siempre están llenos de dulces, velas y vasos de agua para que me acaben de traer la suerte necesaria. Comparto piso con dos jovencitos de veinte años que me tratan como si fuera un viejo.

Salgo de noche en la madrugada para coger el primer tren y siempre cargo una mochila con algún regalo y la computadora para aprovechar el tiempo y escribir. Esto de llegar a Barcelona sin tener una casa a donde quedarse, asearse o simplemente ir al baño es un lío; porque siempre tengo que estar cargando mis pertenencias como un caracol con su casa a cuestas.

Dos horas y media después llego a Sants y agarro un metro para estar cerca del colegio.  Tengo varios tickets del metro de Barcelona, así no tengo que hacer grandes filas y apuro el añorado encuentro. En el metro de Barcelona las cosas son diferentes, los pasajeros se ven más lejanos, más secos… quizá el rechazo sólo lo siento yo.

Mis hombros se empiezan a cargar por el estrés y por un dolor ahí que todavía no ha curado.  

Llego cerca del colegio de mi hija y mientras almuerzo empieza la alegría: falta sólo una hora para verla. Camino a zancadas y me imagino su carita al verme.

Importante: debo comprar algo de fruta, plátano preferiblemente, una galleta y agua para la merienda. Espero que tenga el biberón con ella, toallitas húmedas y lo demás, porque hoy la economía no me alcanza para sanar algún imprevisto. 

Hay veces que la recojo sin ropa de cambio, otras me la mandan sin el coche.

Llego a la escuela y siempre me entra una sensación rara, la que viene con las miradas de los demás padres (que no son ausentes) y de las profesoras: ¿Cómo estás? ¿Hace cuanto no venías? La niña te extrañaba.

Toco el timbre, entro, agarro el cochecito y corriendo voy al cristal a ver si vislumbro donde está. Me ve, la veo, y el 99 por ciento de las veces corre a mis brazos. Nos miramos y estamos enamorados.  

Un día, la nueva maestra no supo quien yo era y tuve que enseñar el NIE. Otro día agarré un abrigo que no era de ella, la saqué sin abrigo, dejé los zapatos en donde no es… cargado con mi hija en brazos, coche, merienda y mochila con ropa y laptop que no tengo donde esconder, soy el hombre más feliz del mundo.

Mi hija me mira y juega con mi cabello mientras me habla en un idioma que no entiendo. Tengo que hablarle yo como si fuera el adulto que la entiende. Acabado de llegar a Barcelona, listo para nuestra primera ECO, todos quisieron que yo aprendiera catalán y una especie de aire de superioridad me llevó a no hacerlo. Ahora ando a solas hablando por Madrid y soltando alguna palabrita en catalán como si fuera un loco o un cubano que se arrepiente de ser cubano y habla en un alemán engurruñado.

Afuera de la escuela hay un pordiosero y un parquecito con un columpio. Mi hija es fanática al columpio.  

Mientras la empujo, no dejo de mirar mi laptop, que está en la mochila, que está colgando del cochecito de ella. Tengo miedo que me la roben.

La empujo, le hago bromas, le doy el plátano, le doy agua y miro el reloj. Todo mi ser quiere estar con ella, pero tengo que estar pendiente de la hora, en algún momento se la tengo que entregar a la madre.  Desde que emigré no paro de mirar el móvil esperando noticias de trabajo. Noticias que me traigan calma.

La monto en el coche y ha llegado el momento de ir cantando y llamando su nombre para que me mire (en una especie de juego que es sólo de nosotros). La cuestión de tener, crear, un tipo de juego que sea sólo de ella y mío es algo que me he trabajado muy bien. Cuando podía venir más, quizá en una especie de premonición, empecé a sembrarle cosas en su mentecita para que supiera que su papá estaba, que su padre la quería. 

Para mí era fundamental, que ella supiera que era muy querida. No sé por qué creía que el resto de los terrícolas no le iban a dar el tipo de amor que ella necesitaba, sólo yo.

Caricias en la cara, soplar sus nalgas para calmar el dolor del pañal, hablarle en “cubano”.  Hablo con ella todos los días por video llamada y siempre le digo: te amo hija, te quiero… pero quizá para una niña de dos años esto suena vacío.

Cada día, al amanecer en Madrid, me ducho y el primer pensamiento viene a mi hija. ¿Podría haberme quedado en Barcelona? ¿No estoy haciendo suficiente para estar a su lado?  La culpa, la maldita culpa siempre atacando. 

Lo peor de mi alquiler en Madrid es que en los bajos del edificio hay un colegio para niños de entre 0 y 3 años. El mismo rango de edad que tiene mi hija, y cada minuto, veo lo que hacen. La musiquita para la merienda, el llanto de una caída, correr a unos brazos…

Bajando por el paseo San Joan, le doy un zigzag al coche con mi hija, canto, veo los bancos, las estatuas, los árboles… Veo el banco donde antes pasaba rato esperando. A veces también me iba a una iglesia que hay en Rambla Catalunya y pedía por un trabajo, por no tener que irme de Barcelona (aunque no soportaba estar en Barcelona).

De repente entra un mensaje de la madre de mi hija para organizar la entrega. En este punto, casi siempre, hay dos opciones, o entrego a la beba en casa de los abuelos o se lo entrego a la madre. A veces, al dejarla, corro de nuevo al metro, de ahí a Sants, para agarrar un tren de noche y volver a Madrid. Otras, entrego a mi hija y me voy caminando, ya agotado, con la mochila a cuestas, rumbo a casa de un buen amigo que me presta un colchón para pasar la noche y al otro día es que regreso a Madrid.

El golpe de adrenalina que sube al ver a mi hija ya va bajando, ya casi tenemos que despedirnos. Antes podía venir todas las semanas, luego cada diez días, y ahora estamos en un punto en que sólo puedo venir una vez al mes (12 veces en el año veré a mi hija). 

Empujo el coche par de veces más, la beso en el cuello, la cargo y la llevo al punto de entrega como si hubiese un intercambio de rehén. Me despido, y mi pequeña, antes que yo, se despide: Deu papa… ya sabe cómo es el protocolo. 

Agarro mi mochila, arrastro los pies hasta la casa de mi amigo, para tirarme en un colchón en el suelo y mirar el techo. Mi amigo y su novia duermen, yo miro la luz de la cocina, la ventana y me pregunto: ¿Hasta cuándo voy a estar así?   Veo los zapatos llenos de arena: “La Sorra”.

En la mañana me ducho, recojo el colchón, y cuando me monto en el metro y escucho a la gente hablando en catalán una rabia interior me llena.

“Tienes que hacer algo con la rabia” “Con esa rabia no vas a llegar a nada” me dice una vocecita en la cabeza. En la estación de Sants, me siento entre pordioseros, policías de encubierto y viajeros, y como algo. Cuento el dinero que me queda. No sé porque tengo la sensación de haber sobrevivido a una batalla más. La batalla de Waterloo. La batalla de Barcelonaloo. 

Veo el celular y nada de trabajo aún. En algún momento me gustaría llevar a mi hija a pasear, dormir con ella, compartir cama, pero ¿Dónde la voy a meter? ¿En el colchón en el suelo de casa de mi amigo? ¿En mi habitación de mi piso compartido? Me rasco la cabeza y agarro mi asiento en el vagón 8. Miro por la ventanilla y compruebo que estoy en el asiento 22. Mi número de la suerte. Una señal. Algo más bueno vendrá, sí. Algo bueno.

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Autora: Fátima Schulz Vallejos

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