La presencia indispensable del mes de agosto en la vida y obra del escritor colombiano, a propósito de su última novela, En agosto nos vemos.
La primera vez que Gabriel García Márquez compartió en público la trama de su novela En agosto nos vemos fue en septiembre de 1997 durante un homenaje que le hizo el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown. Resultaba increíble que un escritor al que le habían negado varias veces la entrada a los Estados Unidos, ahora se paseara por Washington y pidiera una Coca-Cola bien fría en una cafetería de Dupont Circle. Pero más increíble aún era que ese mismo hombre, supersticioso hasta el tuétano, decidiera ofrecer un adelanto del libro que estaba escribiendo.
Aquello ocurrió dentro de un salón de clases frente a sesenta estudiantes de pregrado. Fue una especie de audiencia semiprivada que se prolongó durante cuatro horas. Para llevarla a cabo, García Márquez impuso dos condiciones: que sólo asistiera un profesor y que estuviese prohibida la entrada a la prensa. Quizás fue por eso que los medios de comunicación pasaron por alto la historia de Ana Magdalena Bach, una mujer casada que todos los años, por el mes de agosto, viaja a una isla del Caribe a visitar la tumba de su madre, acostándose con un hombre diferente en cada ocasión. A pocos metros de ahí, en un auditorio del campus, el expresidente Belisario Betancur y los escritores Tomás Eloy Martínez, Antonio Skármeta y Juan Luis Cebrián contaban anécdotas sobre el autor de Cien años de soledad, y ésa acabó siendo la noticia del día.
Unas semanas después, cuando el secreto de su última novela parecía a salvo, García Márquez fue abordado en el lobby del Hotel Mark en Manhattan por un periodista que le preguntó sobre el relato de Ana Magdalena Bach.
— ¡Cómo supo eso! —dijo el escritor.
El periodista le recordó su paso por la Universidad de Georgetown.
— Pero lo que conté no tiene nada que ver con el resultado final de la historia —aclaró García Márquez—. En realidad, conté una cosa distinta de la que estoy escribiendo. Esa es una técnica que tengo para probar las historias, que me permite ver las reacciones de la gente: saber qué están pensando, cómo sienten un argumento, si lo que les cuento los hipnotiza.
Esta “técnica”, cuya principal víctima solía ser su amigo Álvaro Mutis, era cierta respecto a sus novelas anteriores, pero era completamente falsa en el caso de En agosto nos vemos. El 18 de marzo de 1999, García Márquez leyó un capítulo durante la clausura del Foro de la Sociedad General de Autores celebrado en la Casa de América de Madrid (con prensa a bordo) y la trama continuaba siendo la misma. Un mes más tarde publicó el texto de aquella lectura en la revista Cambio y nada había cambiado en la historia. En el 2014, cuando García Márquez falleció y el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas compró su archivo personal por 2,2 millones de dólares, los investigadores que se acercaron a los manuscritos originales comprobaron que Ana Magdalena Bach seguía embarcándose en un transbordador cada 16 de agosto para visitar el cementerio en donde estaba enterrada su madre. Salvo pequeñas correcciones gramaticales, los cientos de miles de lectores que tendrán la edición definitiva de la novela en el 2024 también encontrarán un argumento similar.
Es llamativo que García Márquez no haya modificado la premisa central de su novela. Durante décadas, revelar a los demás la historia que estaba escribiendo para luego escribir otra cosa fue uno de sus hábitos preferidos. Con ello no sólo despistaba a los curiosos, sino que también conjuraba las desgracias editoriales. “No puedo contar mis libros porque se me empavan”, decía. La ‘pava’, como el pescador ‘salao’ de Hemingway, es una de las peores formas de la mala suerte. Y Gabo estaba consciente de ello.
Por esta razón, no se sabe a ciencia cierta si sobre la portada de En agosto nos vemos se posa, invisible, un pájaro de mal agüero. Sin embargo, ante las amenazas de esta superstición, sospecho que García Márquez contaba con una especie de amuleto. Uno que no había utilizado antes en el título de sus novelas y que era distinto a sus acostumbradas flores amarillas: el mes de agosto.
Agosto fue tan indispensable para García Márquez que, si este mes desapareciera de su vida, a investigadores como Gerald Martin y Dasso Saldívar les habría tocado escribir otra biografía. Fue en agosto de 1947 cuando un amigo le prestó La metamorfosis de Franz Kafka en una pensión para estudiantes en Bogotá. En este mismo mes, pero en 1950, empezó a leer concienzudamente a Jorge Luis Borges. Cuando su madre, Luisa Santiaga Márquez, fue a buscarlo a Barranquilla para pedirle que la acompañara a vender la casa de los abuelos en Aracataca —un episodio fundamental en su vida porque confirmó su vocación literaria—, el libro que él escogió para leer en el camino fue Luz de agosto de William Faulkner. Repasó el drama de Lena Grove, Joe Christmas y el reverendo Hightower durante todo el trayecto a su pueblo natal. En la lancha motorizada que le permitió cruzar el turbulento río Magdalena, mientras su madre se aferraba a una camándula, él apretaba el libro de Faulkner. Hizo lo mismo en el tren que después lo condujo a la Zona Bananera. Tal vez fue en aquel viaje cuando agosto se convirtió en un talismán.
Abundan los hitos ocurridos en el octavo mes del calendario gregoriano. El primer premio literario importante que García Márquez ganó lo recibió el 8 de agosto de 1954 (el Concurso de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas de Colombia) y su primer hijo, el cineasta Rodrigo García, nació el 24 de agosto de 1959. Hay amistades significativas que no habrían sido iguales si a julio le siguiera septiembre: el mexicano Carlos Fuentes, que Gabo conoció en agosto de 1962 en la sede de la compañía productora de cine de Manuel Barbachano Ponce; el peruano Mario Vargas Llosa, a quien vio en persona el 1 de agosto de 1967 en el aeropuerto de Caracas; el expresidente español Felipe González, que fue entrevistado por Gabo y otros periodistas de la revista Alternativa en agosto de 1977; el guerrillero sandinista Edén Pastora, al que pudo estrecharle la mano el 25 de agosto de 1978 en un campamento de Panamá.
De todos estos agostos, los de 1966 y 1967 quizá sean los más determinantes. En agosto de 1966, García Márquez y su esposa Mercedes Barcha entraron a una oficina de correos en Ciudad de México para enviar a Francisco Porrúa, director de la Editorial Sudamericana, el manuscrito definitivo de Cien años de soledad. Exactamente un año después, ya con el libro publicado, viajó a Buenos Aires y recibió una ovación inesperada durante una obra de teatro en el Instituto Di Tella, una escena que el escritor argentino Tomás Eloy Martínez describió como el momento preciso en que “la fama bajó del cielo” para caer sobre García Márquez.
A-gos-to: tres sílabas repletas de suerte. Si algo las borrara de la faz del tiempo y en el Almanaque de Bristol, por ejemplo, tan sólo existieran once meses, el legado literario de García Márquez sería el de un hombre mutilado. Muchas historias no tendrían principio ni fin. Diatriba de amor contra un hombre sentado, su única obra teatro, es el monólogo de una mujer infeliz que se desahoga en el amanecer del 3 de agosto de 1978. Los gemelos de Cien años de soledad, José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, nacen y mueren en agosto. El extravagante dictador de El otoño del patriarca sube al poder un 12 de agosto. El anciano que protagoniza Memorias de mis putas tristes es un Virgo de agosto. Bayardo San Román, el personaje que devuelve a su esposa Ángela Vicario y desencadena la trama de Crónica de una muerte anunciada, llega al pueblo por primera vez en agosto, seis meses antes de la boda, y un mediodía de agosto, veintisiete años después de haberla devuelto, regresa a quedarse con ella. Sin este mes, el cuento “Espantos de agosto” se habría quedado sin título y las historias de “La siesta del martes” y “Un día después del sábado” jamás habrían sucedido.
En “Diecisiete ingleses envenenados”, uno de los Doce cuentos peregrinos, un oficial italiano le dice a Prudencia Linero, la protagonista: “Hasta Dios se va de vacaciones en agosto”. La frase es tan poética como reveladora. Tal parece que, en agosto, mientras un creador se va, el otro se queda trabajando. Y ese otro es colombiano. En agosto nos vemos es su último trabajo.
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