Diseño de Ilustración Julio Villadiego / Fundación Gabo
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El breve y provocador debate de Susan Sontag con Gabriel García Márquez

La discusión sobre el gobierno cubano que mantuvo Susan Sontag con Gabriel García Márquez en el 2003.

Créditos: 
Diseño de ilustración Fundación Gabo / Julio Villadiego
Orlando Oliveros Acosta

El miércoles 2 de abril de 2003, a la una y media de la tarde, ocho hombres y tres mujeres secuestraron un transbordador en Cuba para escapar hacia los Estados Unidos. Estaban armados con pistolas y cuchillos y su plan consistía en llegar a los Cayos de la Florida antes de la puesta de sol. La embarcación, bautizada en el astillero como Baraguá, hacía su recorrido habitual entre La Habana y Regla cuando fue tomada por los secuestradores. En ese momento, las otras cincuenta personas que estaban a bordo se convirtieron en rehenes, garantías de un sueño americano que apenas duró treinta millas náuticas: la distancia que alcanzó a recorrer el Baraguá antes de que se le agotara el combustible.

En efecto, el transbordador quedó varado en el estrecho de la Florida, a tan sólo 116 kilómetros de Cayo Hueso, una de las islas estadounidenses más cercanas a Cuba. Conscientes del peligro de permanecer a la deriva sin provisiones y en unas aguas difíciles (ese día el mar estaba picado), los secuestradores aceptaron que las unidades de Guardafronteras los remolcaran hasta el puerto de Mariel. Hasta allí llegó Fidel Castro para seguir de cerca los acontecimientos. Y allí mismo, treinta y ocho horas después, los secuestradores fueron capturados.

Lo que aconteció luego fue una pesadilla vertiginosa para estos once cubanos que quisieron escapar del país. El martes 8 de abril, tras un juicio sumario, la Sala de los Delitos contra la Seguridad de Estado del Tribunal Popular de La Habana los condenó por actos terroristas. Las sentencias tuvieron en cuenta el sexo y el liderazgo de los implicados durante el secuestro. Las mujeres, Dania Rojas Góngora, Yolanda Pando Rizo y Ana Rosa Ledea, recibieron dos, tres y cinco años de cárcel. A hombres como Wilmer Ledea Pérez le dieron treinta años y otros como Maikel Delgado Aramburo, Harold Alcalá Aramburo, Yoanny Thomas González y Ramón Henry Grillo fueron condenados a prisión perpetua. A los tres secuestradores restantes, considerados por el Tribunal como “los más activos y brutales jefes” del grupo, los sentenciaron a muerte. Esa sentencia se cumplió en la madrugada del viernes 11 en un paredón de fusilamiento.

Los fusilados se llamaban Lorenzo Enrique Copello Castillo, Bárbaro Leodán Sevilla y Jorge Luis Martínez. Estos nombres rondaban en la cabeza de Susan Sontag cuando ofrecía su conferencia “El intelectual en tiempos de crisis” en la XVI Feria Internacional del Libro de Bogotá. Eran las seis y cuarto de la tarde del sábado 26. El auditorio estaba repleto. La escritora estadounidense, que hasta entonces había hablado de la traducción al español de su novela En América, definió las ejecuciones del gobierno cubano como “una monstruosidad”. “Yo apoyé a Cuba contra Estados Unidos”, dijo, “pero pronto me di cuenta de lo que suponía Castro”. Luego, mientras rechazaba el silencio de varios intelectuales frente a los regímenes que reprimían la libertad de expresión, lanzó un dardo a alguien que no estaba entre el público.

— Me pregunto: ¿qué va a decir Gabriel García Márquez? Temo que mi respuesta es: no va a decir nada. Creo que su obligación como gran escritor es salir a la palestra. No puedo excusarlo por no hablar. El valor de su voz pudo ayudar a muchos individuos que luchan. Sé que aquí es muy apreciado y sus libros muy leídos, es el gran escritor de este país y lo admiro mucho, pero es imperdonable que no se haya pronunciado frente a las últimas medidas del régimen cubano.

El comentario fue recibido con aplausos y la conferencia de Susan Sontag —en la que tuvo tiempo para todo, hasta para elogiar al restaurante Andrés Carne de Res y la biblioteca Luis Ángel Arango— resonó durante los nueve días restantes de la feria.

Sontag no era la primera intelectual reconocida que se bajaba del bus de la Revolución. Tres días después de los fusilamientos, el lunes 14, el escritor portugués José Saramago, premio nobel de literatura y comunista declarado, había publicado un pequeño artículo titulado “Hasta aquí he llegado” en el que repudiaba la muerte de los secuestradores del Baraguá. “Desde ahora en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo”, escribió. “Secuestrar un barco o un avión es crimen severamente punible en cualquier país del mundo, pero no se condena a muerte a los secuestradores, sobre todo teniendo en cuenta que no hubo víctimas. Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones”.

Tras Saramago y Sontag, se sumaron cincuenta artistas españoles. El 28 de abril firmaron un manifiesto en contra del gobierno de Fidel Castro. “Las injusticias y crímenes contra la humanidad han de ser denunciados por los ciudadanos, vengan de donde vengan y los cometan quienes los cometan”, proclamaba el documento. “Mantenemos nuestra solidaridad con el pueblo cubano, que sobrevive dentro y fuera de la isla, pero no con quienes han usurpado ya demasiado tiempo su representación y silenciado su voz”. Lo firmaron varios de los pesos pesados la cultura hispanoamericana: cineastas como Pedro Almodóvar y Fernando Trueba, escritores como Fernando Savater y Antonio Muñoz Molina, y músicos como Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina.

Aquel manifiesto era una respuesta a otro que habían escrito varios artistas y académicos cubanos apoyando los fusilamientos (“para defenderse, Cuba se ha visto obligada a tomar medidas enérgicas que naturalmente no deseaba, no se le debe juzgar por esas medidas arrancándolas de su contexto”, decía este primer manifiesto) y que incluía entre los suscritos a poetas como Cintio Vitier y Fina García Marruz, y músicos como Omara Portuondo, Chucho Valdés y Silvio Rodríguez.

La pregunta que Susan Sontag le lanzó a Gabriel García Márquez cobró importancia en este ambiente de célebres confrontaciones. Quizás en un momento distinto hubiera pasado desapercibida. Pero a principios del 2003, con manifiestos que saltaban de un bando a otro y la Primavera Negra de Cuba como telón de fondo, todo lo que tuviera relación con el gobierno de Fidel Castro era priorizado por los medios de comunicación.

Ante esta circunstancia, García Márquez, un hombre que no solía caer en provocaciones, picó el anzuelo. Respondió al comentario de Susan Sontag con un breve comunicado que envió al periódico El Tiempo el martes 29. No obstante, en su respuesta daba por terminado el debate para regresar al acostumbrado silencio que a lo largo de su vida le había resultado más productivo que las polémicas:

 

Yo mismo no podría calcular la cantidad de presos, de disidentes y de conspiradores que he ayudado en absoluto silencio a salir de la cárcel o a emigrar de Cuba en no menos de veinte años. Muchos de ellos no lo saben, y con los que lo saben me basta para la tranquilidad de mi conciencia. En cuanto a la pena de muerte, no tengo nada que añadir a lo que he dicho en privado y en público desde que tengo memoria: estoy en contra de ella en cualquier lugar, motivo o circunstancia. Nada más, pues tengo por norma no contestar preguntas innecesarias o provocadoras, así provengan —como en este caso— de una persona tan meritoria y respetable.

 

Dos días más tarde, el 1 de mayo, el escritor colombiano envió una carta a Carmen Lira, la directora del periódico La Jornada, en la que advirtió que su postura en contra de la pena de muerte no era un ataque al gobierno de Cuba y desautorizó a los medios que estaban usando su mensaje a Susan Sontag para atacar a Fidel Castro:

 

Algunos medios de comunicación —entre ellos la CNN— están manipulando y tergiversando mi respuesta a Susan Sontag para que parezca contraria a la revolución cubana. Este es un indicio más de que las muchas declaraciones sobre la situación cubana —aún de buena fe— pueden estar aportando y aun magnificando los datos que los Estados Unidos necesitan para justificar una invasión a Cuba.

 

Después de eso, García Márquez no mordió más anzuelos. Ni siquiera cuando Mario Vargas Llosa —que también asistió a la feria—dijo en Caracol Radio que su réplica a Sontag le había parecido “cínica”. “Para nadie es un secreto que Fidel Castro les regala a sus cortesanos y amigos algunos presos políticos de vez en cuando”, afirmó el escritor peruano. Gabo no devolvió el golpe. Prefirió el silencio, la laboriosa reserva bajo la cual había podido llevar a cabo una defensa exhaustiva de los presos políticos en América Latina desde hacía más de treinta años.

Quienes lo conocían en la intimidad estaban al tanto de sus esfuerzos por liberar de las cárceles a los disidentes políticos. En 1972, cuando la Universidad de Oklahoma y la revista World Literature Today le concedieron el Premio Neustadt de Literatura, donó diez mil dólares del galardón con el fin de crear  un fondo para la defensa de los presos políticos en Colombia. En diciembre de 1974 aceptó la vicepresidencia del Segundo Tribunal Rusell que investigaba la represión y la tortura en las dictaduras de Latinoamérica, especialmente en Chile y Brasil. Con ese cargo se mantuvo en contacto con disidentes guatemaltecos, chilenos, nicaragüenses, brasileros, uruguayos y paraguayos. “Todos ellos saben lo que hago”, le dijo a un periodista de la revista Alternativa en una entrevista de 1975. “Aunque muchas de esas cosas no se saben, y muchas de ellas no se sabrán nunca”.

En 1978, con el dinero que obtenía por los derechos de sus libros, creó en México la fundación Habeas cuya misión era, en sus propias palabras, “concebir iniciativas útiles para activar la liberación efectiva de los miles de prisioneros víctimas de los regímenes de opresión que se han entronizado en el continente”. Fue en esta década que el escritor protagonizó su intervención más conocida: la que hizo por Reynold González, un cubano que había sido encarcelado en 1963 por actividades al frente de movimientos contrarrevolucionarios y que debía cumplir una pena de treinta años de prisión. Cuando Reynold González cumplió catorce años de su condena, el escritor colombiano convenció a Fidel Castro para sacarlo de Cuba y llevarlo a España como un hombre libre para que se reencontrara con su esposa y sus dos hijos. Si el mundo se enteró de esto, fue por las entrevistas que concedieron Reynold González y Teresa, su pareja. Gabo, como era usual, dijo pocas palabras al respecto.

Para abril de 2003, docenas de presos políticos habían sido liberados por la industria secreta de García Márquez. La lista definitiva de estas personas, sin embargo, es un misterio. Uno que tampoco Susan Sontag pudo desentrañar. Pues Gabo fue inflexible en esta labor callada, de absoluta discreción, ajena a las peloteras públicas.

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