Cinco historias del escritor colombiano que nos acercan a la pintora cartagenera Cecilia Porras.
Cuando la pintora cartagenera Cecilia Porras diseñó en 1955 la portada de La hojarasca, la primera novela de Gabriel García Márquez, ya Gabo y ella mantenían una amistad fundada en la rebeldía, las tertulias intelectuales y las parrandas. Se habían conocido a mediados del siglo XX, en los círculos de amigos frecuentados por ambos en las noches bohemias de Barranquilla y Cartagena. Cecilia Porras era una de las pocas mujeres que frecuentaba burdeles, cafés y bares para entablar conversaciones con los artistas y periodistas de la región, desdeñando cualquier prejuicio sobre la presencia femenina en aquellos sitios prohibidos a las “señoritas”. En sus memorias, Vivir para contarla, García Márquez la recuerda como una acompañante de sus periplos nocturnos que logró retratar con su pintura la imagen de él y sus amigos en aquellos tiempos.
Siempre atenta a las vanguardias –sobre todo a la evolución artística de sus amigos Enrique Grau y Alejandro Obregón–, Cecilia Porras desarrolló un estilo propio en el que destacaba la invención de una luz especial. Héctor Rojas Herazo, escritor que redactaba columnas junto a Gabo en su etapa de El Universal, la llamaba la “doncella silenciosa” y decía que su pintura, en especial sus niños y arlequines, “tienen los ojos abiertos a la comarca de las parábolas”.
Un niño es precisamente el tema central de la portada que diseñó para La hojarasca. García Márquez le describió cómo era el muchacho de su novela y ello lo dibujó sentado en una silla, con la mirada perdida y los pies suspendidos en el aire.
En los cien años del nacimiento de esta gran artista plástica colombiana, el Centro Gabo comparte contigo cinco historias en las que García Márquez aborda la personalidad de Cecilia Porras:
Cecilia Porras pintaba en la terraza de su casa de Manga, mirando hacia un patio sombreado por los palos de mango y matas de guineo, pero los cuadros que pintaba no estaban inspirados en el patio, sino en otros rincones de la ciudad, con una luz distinta que ella misma inventaba.
“Un payaso pintado detrás de una puerta”.
Artículo de Gabriel García Márquez para El País y El Espectador, mayo de 1982.
El mejor testimonio de cómo éramos Ramiro [De la Espriella] y yo por esos días [1948-1951] lo plasmó en óleo sobre tela la pintora Cecilia Porras, que se sentía como en casa propia en las parrandas de hombres, contra los remilgos de su medio social. Era un retrato de los dos sentados en la mesa del café donde nos veíamos con ella y con otros amigos dos veces al día. Cuando Ramiro y yo íbamos a emprender caminos distintos tuvimos la discusión inconciliable de quién era el dueño del cuadro. Cecilia lo resolvió con la fórmula salomónica de cortar el lienzo por la mitad con las cizallas de podar, y nos dio nuestra parte a cada uno. El mío se me quedó años después enrollado en el armario de un apartamento de Caracas y nunca pude recuperarlo.
Vivir para contarla, 2002.
Hace más de treinta años, la pintora Cecilia Porras pintó un payaso de tamaño natural en el revés de la puerta de una cantina del barrio de Getsemaní, muy cerca de la calle tormentosa de la Media Luna, en Cartagena de Indias, pintó con la brocha gorda y los barnices de colores de los albañiles que estaban reparando la casa, y al final hizo algo que pocas veces hacía con sus cuadros: firmó. Desde entonces, la casa donde estaba la cantina ha cambiado muchas veces: la he visto convertida en pensión de estudiantes con oscuros aposentos divididos con tabiques de cartón, la he visto convertida en fonda de chinos, en salón de belleza, en depósito de víveres, en oficina de una empresa de autobuses y, por último, en agencia funeraria. Sin embargo, desde la primera vez en que volví a Cartagena al cabo de casi diez años, la puerta había sido sustituida. La busqué en cada viaje, a sabiendas de que las puertas de esa ciudad misteriosa no se acaban nunca, sino que cambian de lugar, y hace poco la volví a encontrar instalada como en su propia casa en un burdel de pobres del barrio de Torices, donde fui con varios de mis hermanos a rescatar nuestras nostalgias de los malos tiempos. En el revés de la puerta estaba el payaso pintado. Como era apenas natural, la compramos como si fuera un puro capricho de borrachos, la desmontamos del quicio y la mandamos a casa de nuestros padres en una camioneta de alquiler que nunca llegó. Pero no me preocupé demasiado. Sé que la puerta intacta está por ahí, empotrada en algún quicio ocasional, y que el día menos pensado volveré a encontrarla. Y otra vez a comprarla.
“Un payaso pintado detrás de una puerta”.
Artículo de Gabriel García Márquez para El País y El Espectador, mayo de 1982.
Veinticuatro horas antes del fallo [en el certamen de la exposición del Centro Artístico], la pintora Cecilia Porras, candidata segura para uno de los premios por su Autorretrato, fue invitada a almorzar por dos de los miembros del jurado calificador (…). En ese almuerzo, naturalmente, no se habló sino de la exposición. Y cuando se sirvieron los postres, Cecilia Porras sabía, aunque no lo dijo, cuál era el fallo del jurado. Lo noticia comenzó a filtrarse, y al día siguiente, los periódicos locales publicaron el fallo, antes de que lo diera a conocer oficialmente el jurado, atribuyendo a Ignacio Gómez Jaramillo el primer premio, a Alejandro Obregón, el segundo, y a Cecilia Porras el tercero. Pero cuando seis horas después el jurado dio a conocer oficialmente su fallo, había una modificación: el tercer premio había sido concedido a Jorge Elías Triana. Entonces Cecilia Porras conversó con un redactor de El Heraldo, e hizo una revelación que ha levantado una polvareda.
‘Incidentalmente –dice Cecilia Porras– me encontré en la Librería Mundo con los señores Miguel Guerrero y Clemente Airó, miembros del jurado calificador, y les pregunté qué había de cierto en la información que El Heraldo había traído esa mañana acerca de la adjudicación de los premios. Ellos me dijeron, de común acuerdo, que en efecto, el jurado había convenido premiar mi retrato, pero que había modificado su decisión, por cuanto le habían informado que ese cuadro mío había sido expuesto anteriormente’. La información no es cierta, y quienes la suministraron se refirieron al parecer a La blusa rota, que fue premiado hace dos años en el Salón de Artistas Costeños. El rostro es muy parecido al del Autorretrato, en discusión, pero el cuadro es distinto, y quienes conocen a Cecilia Porras saben que aunque ella les haya puesto otro nombre, por lo menos seis de sus cuadros son autorretratos.
“El escándalo artístico en Barranquilla”.
Artículo de Gabriel García Márquez para El Espectador, enero de 1955.
La única mujer que considerábamos como parte del grupo era Meira Delmar, que se iniciaba en el ímpetu de la poesía, pero sólo departíamos con ella en las escasas ocasiones en que nos salíamos de nuestra órbita de malas costumbres. Eran memorables las veladas en su casa con los escritores y artistas famosos que pasaban por la ciudad. Otra amiga con menos tiempo y frecuencia era la pintora Cecilia Porras, que iba desde Cartagena de vez en cuando, y nos acompañaba en nuestros periplos nocturnos, pues le importaba un rábano que las mujeres fueran mal vistas en cafés de borrachos y casas de perdición.
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