La historia de cuando Gabriel García Márquez abandonó el cigarrillo.
Gabriel García Márquez empezó a fumar a partir de los diecisiete años. Pese a que era un vicio prohibido por su padre –un hombre conservador que no fumaba ni bebía–, García Márquez contó con la complicidad de Luisa Santiaga Márquez, su madre. “Mi madre me daba cigarrillos a escondidas, aunque ella no fumaba”, confesó el escritor durante una entrevista concedida a la revista Gente en septiembre de 1996.
Desde entonces los cigarrillos se convirtieron en compañeros inseparables de su escritura. No se sentaba frente a la máquina de escribir si no tenía un cigarrillo en la boca. Para no interrumpir el acto de fumar, encendía el siguiente cigarrillo con la colilla del anterior y mantenía ese ritmo frenético hasta que se levantaba de su asiento. “Durante las horas de trabajo fumo cuarenta cigarrillos negros, y el resto del día se me va tratando de desintoxicarme. Los médicos dicen que me estoy suicidando, pero no creo que haya un trabajo apasionante que de algún modo no sea un suicidio”, dijo en 1968 a la Revista Nacional de Cultura.
Unos meses después, durante la escritura de El otoño del patriarca, Gabo cambió de opinión. “Tuve que aprender a escribir sin fumar, porque me di cuenta de que el cigarrillo me estaba matando” le dijo al periodista Rodolfo Braceli en 1996. Fue un proceso difícil porque el novelista tuvo que habituarse a continuar con su oficio narrativo sin el estímulo del tabaco. “En medio de El otoño del patriarca, estrujando la cajetilla vacía, mientras absorbía la primera bocanada me di cuenta de que desde hacía meses estaba consumiendo la respetable cifra de cuatro cajas de cigarros en el día. No me sentía mal ni mucho menos, pero esa dependencia me puso violento. Decidí, pues, que aquel sería mi último cigarrillo. Al otro día, cuando me senté en la máquina, me di cuenta de que jamás antes, nunca antes, había escrito una sola línea sin fumar, y tuve que aprender, y fue agónico” le contó a Triunfo en una entrevista de agosto de 1976.
Sobre sus experiencias con el cigarrillo y el día en que dejó de fumar, García Márquez escribió un artículo. Se tituló “Memorias de un fumador retirado” y fue publicado el 15 de febrero de 1983. Allí Gabo explicó cómo, a fuerza voluntad y de manera abrupta, aplastó su último cigarrillo contra el cenicero. En el Centro Gabo, compartimos contigo un fragmento de este testimonio del autor colombiano:
Sucede que soy un fumador retirado, y no de los menores. Hace poco le oí decir a un amigo que prefiere ser un borracho conocido que un alcohólico anónimo. Yo había dicho otra cosa menos inteligente, pero tal vez más sincera en ese momento: "Prefiero morirme antes que dejar de fumar". Sin embargo, antes de dos años había dejado. De eso hace ahora catorce años, y había fumado desde la edad de dieciocho, y a un ritmo que no les conozco a muchos fumadores empedernidos. En el momento en que me detuve, me fumaba cuatro cajetillas de tabaco negro en catorce horas: ochenta cigarrillos. Alguien había calculado que de esas catorce horas útiles en la vida malgastaba cuatro horas completas en el acto simple de sacar el cigarrillo, buscar los fósforos y encenderlo. Fumaba en exceso, pero no era un adicto catastrófico: nunca me quedé dormido fumando, ni quemé un sillón o una alfombra en una visita, ni fumé desnudo, pero caminando con los zapatos puestos -que es una de las cosas de peor suerte que se pueden hacer en la vida-, ni olvidé un cigarrillo encendido en ninguna parte, y mucho menos, por supuesto, en el, lavabo de un avión. No estoy tratando de hacer proselitismo, aunque suelo hacerlo y me gusta, como a todos los conversos. Al contrario, debo decir que en mis largos y dichosos años de fumador no tuve nunca un acceso de tos, ni ningún trastorno del corazón, ni ninguno de los males mayores y menores que se atribuyen a los grandes fumadores. En cambio, cuando dejé de fumar contraje una bronquitis crónica que me costó mucho trabajo superar. Más aún, no dejé de fumar por ningún motivo especial, y nunca me sentí ni mejor ni peor, ni se me agrió el carácter ni aumenté de peso, y todo siguió como si nunca hubiera fumado en mi vida. O mejor aún: como si aún siguiera fumando.
Durante muchos años repetí un chiste flojo: "La única manera de dejar de fumar es no fumar más". Mi mayor sorpresa en este mundo es que cuando dejé de fumar comprendí que aquél no era un chiste flojo, sino la pura verdad. Pero la forma en que ocurrió merece recordarse, por si estas líneas llegan ante los ojos de alguien que quisiera dejar de fumar y no ha podido. Sucedió en Barcelona, una noche en que salimos a cenar con el médico Luis Feduchi y su esposa, Leticia, y él andaba feliz porque había dejado el cigarrillo hacía un mes. Admirado de su fuerza de voluntad, le pregunté cómo lo había conseguido, y me lo explicó con argumentos tan convincentes, que al final aplasté la colilla de mi cigarrillo en el cenicero, y fue el último que me fumé en la vida.
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