Acordión

Los García Márquez y la música vallenata

Un recorrido por las relaciones íntimas entre el escritor colombiano Gabriel García Márquez, su familia y el vallenato.
Gabriel Torres García

En alguna ocasión mi abuela Luisa Márquez me despertó temprano para que fuera a la tienda y le trajera un encargo, había llegado visita y debía brindarles algo. “Son gente muy importante de la Provincia y son amigos de tu tío Gabito”, afirmó. Con ese argumento irrefutable y el tono de importancia que le daba a los asuntos de urgencia doméstica, desarmó cualquier posibilidad negativa de mi parte. Así que en contra de mi voluntad y renegando de que esas no eran horas de ir a molestar a una casa decente, me apresuré a hacer lo que me había encomendado. A pesar de que para mi horario de fin de semana me quedaban un par de horas más de sueño y  contrario a lo que tenía en mente durante el camino de ida,  ya de regreso en la casa y con la disponibilidad de dejarme caer nuevamente en los  brazos de Morfeo, pudo más mi bendita curiosidad y me acerqué a la sala donde mi abuelo Gabriel Eligio (quien había salido a recibir la visita) conversaba amenamente.

Eran tres hombres y una mujer. Uno sostenía un bastón y su mirada perdida denotaba su ceguera; otro, con un sombrero que me llamó particularmente la atención, usaba unas tirantas que  le  sostenían los pantalones, iguales a las que me ponían para asistir a la misa los domingos; el tercero apoyaba en sus piernas un acordeón, y entretenido escuchaba a la mujer que estaba con ellos, quien conversaba con mi abuelo de una manera tan familiar, que me dio a entender que eran personas cercanas a la familia o tenían algún tipo de consanguinidad con nosotros, más bien como diría mi abuela Luisa: “gente nuestra”.

Cuando acogía a alguien como gente suya, pasaban a engrosar la basta lista de miembros de nuestra tribu cuyos dominios abarcaban desde las sabanas de Sucre y Córdoba, hasta las zonas de la Guajira, el Valle y el Magdalena, a quienes ella protegía con el manto de la vela eterna a la santísima trinidad y vigilaba muy de cerca desde la cocina de su casa. Como sabía que mi curiosidad no me permitiría callar si me quedaba en mitad de la reunión y al mismo tiempo para evitarme un regaño del abuelo, me fui para la cocina a interrogar a mi abuela y saber de primera mano quiénes eran esas personas. Ella, quien conocía mis alcances y sabía que no pararía de preguntar hasta averiguarlo, me pidió que me sentara en una de las sillas del comedor auxiliar que se encontraba en la cocina mientras preparaba lo que le brindaría a la visita y allí comenzó a contarme otra de las tantas historias como ella sabía hacerlo, con esas técnicas narrativas naturales que poseía heredada de su madre, que atrapaban y lograban mantener sin soltarlos hasta el final a quienes la escuchábamos. La historia se trataba de un señor que ella había conocido cuando niña, que cada cierto tiempo pasaba por Aracataca y su madre se apresuraba a escucharlo atentamente para enterarse de las noticias ocurridas en la provincia. Era de origen y aspecto campesino, calzaba unas abarcas que dejaban ver los pies curtidos por el polvo y el camino recorrido, usaba un sobrero que le servía para protegerse del inclemente sol del Caribe, un pantalón diagonal y una camisa que hacía mucho tiempo y muchas lavadas atrás había dejado de ser blanca.

Tenía una voz metálica, tropezada por el ron de caña, una mochila al hombro y un acordeón soldado en el pecho que, junto a una destreza mental y una memoria prodigiosa, le servía como arma para enfrentar a sus contendientes más encarnizados. Iba de pueblo en pueblo a lomo de burro cantando las noticias de la región, si alguien quería enviarle una razón a un familiar desde la Guajira hasta los confines de la Ciénaga Grande, le daba unos centavos para que lo incluyera en su repertorio. Ese personaje enigmático no era otro que Francisco Moscote, más conocido por todos como Francisco El Hombre. Tenía la bien infundada fama de haber vencido al Diablo cantándole el credo al revés y allí, sobre ese acontecimiento  legendario, se vaciaron los cimientos de algo que más que un género musical se convertiría para todos los que amamos la música de acordeón en una forma más de sobrevivir a la vida misma. Gracias a la tradición oral que existe en mi familia desde los tiempos de los bisabuelos, ahora de adulto y con la visión analítica del escritor, es que he podido desmembrar todas esas historias y darme cuenta del valor literario de esas narraciones que se ventilaban en las reuniones de los mayores, a las que Gabito bautizo como Rincón Guapo.

Esa virtud literaria que poseía Luisa Márquez fue reconocida por su hijo Gabito una mañana de diciembre en que desayunábamos y mi abuela discutía con él los motivos por los cuales ella no quería que se publicara una de sus tantas novelas. Ella siempre argumentaba que una cosa que había salido tan mal en la vida no podía salir bien en un libro. Ese día, buscando el apoyo en la mayoría, contó la historia tal y como ella la había vivido.

Fue una crónica rigurosa de un suceso ocurrido en Sucre cuando la familia vivía en ese lugar. Los que tuvimos el privilegio de estar presentes en la narración nos quedamos petrificados escuchándola, era un tono bien alto de la narrativa literaria. Al finalizar, Gabito nos quedó mirando a todos y en especial se dirigió a los menores y nos dijo: “se fijan, sobrinos, así como los abuelos nos cuentan las historias es que yo las escribo”. Años después, cuando la novela había sido un éxito, Gabito confesó en un Rincón Guapo que la versión original que él había escrito fue a parar a la basura y reescribió la historia, con la clarividencia de la narración que escuchó esa mañana de desayuno, en la casa de sus padres.

Mi abuela Luisa Márquez, quien continuó entreteniéndome con la historia sobre Francisco el hombre para que no fuera a molestar a la visita, me mostró todo ese mundo que encerraba la historia del  vallenato. Quedé  fascinado imaginándome a un simple mortal enfrentando al diablo sin más armas que un acordeón, eso me dejó  embrujado e inmerso en la pasión alucinante que todavía hoy siento por este género musical, y supe también por Rita García Márquez, mi madre, que mi tío  Gabito no solo era amante de esa música mucho antes que yo naciera, sino que por coincidencias inexplicables del destino, fue una ficha clave en la creación del Festival de la Leyenda Vallenata y testigo anónimo, en el momento en que se expidió la ley 25 del 21 de junio de 1967, con la que el 21 de diciembre de ese mismo año se constituyó el departamento del Cesar.

Él fue invitado unos meses más tarde junto con sus hermanos Luis Enrique y Jaime a la creación e inauguración del primer festival de la leyenda vallenata que se efectuó en abril del 1968, cuya idea de reunir a los mejores de su tiempo muchos se la atribuyen a la ocasión en que Gabriel García Márquez vino a Colombia en 1963 al Festival de Cine de Cartagena, para acompañar a la delegación de México como guionista a presentar la película “Tiempo de Morir”. Estando en Colombia le pidió a su compadre Rafael Escalona que reuniera los mejores conjuntos del momento, para escuchar todo lo que se había gestado de vallenato durante el tiempo que él estuvo fuera del país.

Escalona, quien siempre fue materia dispuesta para estos menesteres, no tardó en confirmar. Gabito le pidió que el encuentro se diera el domingo siguiente en Aracataca, ya que él debía ir a corroborar unos datos de un libro que estaba escribiendo, en donde ocurriría todo y de todo, situado en un pueblo imaginario del Caribe, pero que en gran parte estaba inspirado en las nostalgias de su niñez en Aracataca.

Así fue como en compañía de su gran amigo Álvaro Cepeda Zamudio y dos camiones cargados con cerveza, llegó a Aracataca ese día un poco más temprano de lo previsto, con la intención de poder hacer un recorrido completo por el pueblo y verificar unos datos que le faltaban. Cuenta el mismo Gabito que se sorprendió tanto de cómo había retratado a Aracataca en su libro, que cuando se bajó del carro lo resumió  en una sola frase: Macondo está igualito.

La periodista Gloria Pachón, que se encontraba presente en la conversación de Gabriel García Márquez con Rafael Escalona, publicó al día siguiente una noticia que a todos tomó por sorpresa. “Gran Festival Vallenato en Aracataca”. Aquel encuentro no fue el primer festival de música vallenata como algunos pretenden decirlo, ni quienes lo promovieron pueden considerarse como los fundadores, pero tuvieron la buena estrella de inspirar a la gente de Valledupar, para que diera el primer paso a la creación del Festival de la Leyenda Vallenata. Así que cinco años después, más o menos para la misma época, se llevó a cabo el primero de muchos festivales, con todas las de la ley y en la ciudad de Valledupar que es la sede natural por derecho propio.

En otra ocasión, Luis Enrique -el segundo de los García Márquez-, quien para el primer Festival de la Leyenda Vallenata fue elegido como jurado, nos contó que tuvo el privilegio de escuchar a un hombre que por su hablar y su aspecto parecía más un jornalero que un músico. Al principio no le vieron muchas posibilidades, pero cuando ejecutó su acordeón, dejó a todos fascinados y quedaron embrujados con la cadencia y la destreza con que le sacaba melodía al instrumento. Fue tan buena su presentación que los jurados no dudaron por un instante pasarlo a la final y gustó tanto uno de los aires musicales que interpretó, que alguien desde una venta de la casa situada en la parte de atrás de la carpa donde se hacían las eliminatorias, pidió que repitiera la canción, pero las reglas del festival lo impedían.

Luis Enrique, quien poseía la inteligencia y la malicia que le daba la experiencia, sugirió que diera tres pasos atrás y así no estaría dentro de la carpa, por lo tanto no infringiría las reglas de Festival y podría repetir la canción. Cuenta Luis Enrique en uno de los tantos Rincón Guapo, que el señor que desde la ventana pidió que repitiera la canción era nada menos que Alfonso López Michelsen, gobernador del Cesar en ese entonces y uno de los grandes gestores del festival. La canción era “Mi pedazo de acordeón” y el participante, Alejandro Durán. Así, el negro esa noche subió a la tarima y se hizo grande,  coronándose como el primer Rey del Festival de la Leyenda Vallenata.

Cautivado por la historia escuchada, me armé de un casete viejo que encontré por allí olvidado y una grabadora, prestada bajo toda clase de recomendaciones y advertencias de no desarmarla para ver cómo funcionaba por dentro (otro de mis pasatiempos favoritos). A la edad aproximada de siete años, me puse a la cacería de grabar cuanto sonaba en la radio sobre música de acordeón y junto con mis amigos del callejón Santa Clara, (Jaime Burgos, Pedro Díaz, Alonso Madrugo y los guajiros Edgard García, Alcides Mejía, Carlos e Iván Loaiza ), aquellos que el tiempo se encargó de hacernos hermanos, fui aprendiendo todo lo que salía al mercado de esa música y lo que había sido historia hasta ese momento en tiempos en que Cartagena no era, en su gran mayoría, fanática de la música con acordeón.

Aprendí que su origen estaba en los legendarios cantos de vaquería, que de la planta llamada lata de púa salió la guacharaca, herencia de nuestra cultura india; que la caja era un instrumento de percusión que nos trajeron los negros del África y la flauta indígena que los acompañaba en sus inicios, fue remplazada por un instrumento de origen Alemán (desconocido por todos hasta ese momento) llamado acordeón, cuyo lugar de ingreso al país ha sido tema de polémica durante muchos años y se incorporó al folclore popular de los campos dando origen a lo que hoy llamamos la música de acordeón.

El estilo de ejecutar el acordeón en la zona del Cesar, la Guajira y el Magdalena, ha tenido cierta diferencia con respecto al estilo de las sabanas de Bolívar, Sucre y Córdoba. Pero con el tiempo esa frontera musical ha ido desapareciendo, ya que los sabaneros, debido a los festivales, se han visto obligados a adaptarse al estilo de la gente de Valledupar, haciéndolo de una manera magistral.

La música de acordeón ejecutada por la gente del Cesar, Magdalena y Guajira, es un punto bien alto en la escala musical y ha servido como referencia para la música de acordeón que se escucha en los grandes festivales, con sus cuatro aires musicales: La puya, el merengue, el paseo y el son (siendo este último, junto con la puya, los aires que más define a los reyes vallenatos). Estos cuatro aires dieron los parámetros para medir a los aspirantes a ser reyes del acordeón.

Pero no podemos desmeritar en ningún momento la manera de tocar el acordeón de las gentes de las sabanas, por el contrario, sus cimientos están enraizados en la cumbia y su cadencia al momento de ser ejecutada supera cualquier límite. Es de una belleza natural y nos causa la sensación sublime, que quien toca el acordeón no podría hacer otra cosa más en la vida y que moriría si dejara de hacerlo.

Con el tiempo, la música de acordeón que estaba reservada para jornaleros salió de los campos y las veredas. Después de haber sido rechazada, entró pisando firme con la pata pelá, en los clubes más aristócratas de la costa y luego se trepó como hormiguita por las cordilleras colombianas, para conquistar el corazón de los cachacos en las frías ciudades de los andes. Hoy se escucha en todo el mundo, como un símbolo que enaltece, llena de orgullo a los colombianos y sirve como bálsamo para la nostalgia de muchos que se encuentran lejos de su tierra. Fue declarada por la UNESCO como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, el mismo día y casi a la misma hora en que ponía punto final a esta historia.  

En fin, en esas andaba cuando uno de mis grandes amigos de siempre, Javier Alandete, me invitó al cumpleaños de alguien a quien no conocía. Nunca olvidaré mi sorpresa, cuando entrando por el corredor de la casa escuché al final, en el patio, unas notas que salían de un acordeón con una pureza impregnada de un sentimiento que nos daba la sensación de nostalgia que se siente cuando se sufre por los enredos de las artimañas del amor.

La melodía llenaba el ámbito en toda la casa y las notas se escuchaban tan exactas y bien definidas que parecían tomar forma y casi podíamos tropezar con ellas. Cuando por fin llegué al final del corredor, pude ver de dónde provenía y quién era el protagonista de tan contagiosa melodía: era un muchacho de unos veinte años que apoyaba el acordeón entre sus piernas, tenía los pantalones remangados como quien salta charco y un pañuelo enrollado en el cuello, era de contextura delgada, cabellos abundantes y ensortijado, y mantenía la vista clavada en los pitos del acordeón. No se percató de mi presencia hasta que alguien le habló y le dijo: “Burro llegó visita”. Debió ser por mi expresión de desconcierto por el apelativo de burro que todos los presentes soltaron la carcajada, sin embargo, él siguió tocando el acordeón un instante más, hasta que abruptamente detuvo la melodía, levantó la vista y sobre unas enormes gafas bifocales en el borde  de su nariz, que daban la sensación abismal de que fueran a caer al vacío, me quedo mirando durante un segundo mientras que parpadeaba y lograba regresar de ese mundo de sonidos de pitos en el que estaba inmerso. Entonces extendió la mano y me dijo sin  más preámbulo su nombre a secas sin apellido: “John, y me dicen el burro porque soy bruto con las matemáticas” agregó. Allí nació una amistad que me permitió tener un acercamiento más íntimo con la música de acordeón. Pude atreverme a hacer lo que siempre había admirado, cantar o al menos intentar cantar canciones vallenatas.

Fue en muchas parrandas, cuando superaba la timidez congénita que me cohibía, que terminé cantando vallenatos a todo pulmón, tanto las canciones viejas como las que salían al mercado en ese momento. En una de esas tantas parrandas en la casa de mis padres nos encontrábamos inmersos en el mundo alucinante de la parranda, cuando para sorpresas de todos apareció el tío Gabito, como le decíamos en familia a Gabriel García Márquez. Era mi cumpleaños, nunca olvidaré la cara que tenían mis amigos de sorpresa (para mí era normal verlo allí, crecí con eso). Siempre aparecía como la muerte, sin avisar, pero para ellos, que alguien tan grande en el universo de las letras estuviera a unos pocos metros de ellos, los desconcertaba. No sabían cómo hablarle, ni cómo comportarse con él. Para no dañar el ambiente y que Gabito disfrutara tranquilo de la parranda, les pedí a mis amigos tratarlo como otro más de mis tantos tíos que estaban presentes, mejor dicho, no molestarlo, no pedirle autógrafo, foto o nada que lo incomodara, trátenlo como otro más.

Así fue y el plan dio resultado. No había transcurrido media hora, cuando se paró de donde estaba y con una frase de broma se abrió campo entre nosotros: “me vengo a sentar entre la juventud, porque allá hay muchos viejos”. Lo tuvimos toda la noche pegado al acordeonero, pidiéndole sus canciones favoritas y tarareando con nosotros las melodías como “El testamento”, “Jaime Molina”, “El verano” o “La diosa coronada”, entre muchas otras. Nos habló de lo que para él era el son más significativo del vallenato: “Altos del rosario”, y nos dio una cátedra sobre el tema, el origen y su esencia, que todavía hoy lamento no haber tenido la fortuna de grabar.

Allí nació, entre mi tío Gabito y yo, un vínculo que nos unió durante mucho tiempo y nos dio un tema en común. Siempre me habló de la importancia de no perder la esencia y las raíces de la música de acordeón. Fue un defensor de la parranda típica, solo con sus elementos esenciales: el acordeón, la caja y la guacharaca. Yo le alegaba que si le agregaban más instrumentos, se escucharía mejor, pero él con su manera de callarme la boca, me respondía que si agregaban otro instrumento ya era fiesta, no parranda. Cuando llegaba a Cartagena la pregunta era la misma: “¿Qué hay de nuevo?”. No tenía que repetirlo para saber que además de un saludo, quería con detalles lo que había salido al mercado sobre música vallenata durante el tiempo en que había estado fuera del país.

El motivo  de la visita de los amigos de Gabito esa mañana en la casa de mis abuelos era precisamente encontrarse con él, para irse todos a disfrutar del Festival de la Leyenda Vallenata de ese año. Las personas que vinieron a invitarlo eran sus grandes amigos, que mi abuela me describió más por sus dones, que por su físico, y al mismo tiempo en que descubría ese mundo de las piquerías, los acordeones y los cantos vallenatos.

El señor del sombrero era nieto del obispo Celedón e hijo del Coronel Clemente Escalona, quien fue un gran amigo de mi bisabuelo, el también coronel Nicolás Márquez Mejía. Su nombre: Rafael Escalona, y tenía la destreza de ponerle música a todo lo que veía.

El del bastón era Leandro Díaz, ciego de nacimiento, pero con el don de ver lo que otros que tenemos ojos no podemos: era un poeta primitivo, de una inteligencia innata que no parecía de este mundo. Tenía la facultad de describir la naturaleza, mostrándola revestida de literatura, envuelta en sábanas blancas de poesía. Por eso decían que él era un ciego que podía ver, pero con los ojos del alma.

El del acordeón era Emiliano Zuleta Baquero, hijo de Cristóbal Zuleta y Sara María Baquero, esta última una de las matronas más queridas de la región y protagonista de una de las joyas musicales del maestro Rafael Escalona: La vieja Sara. Emiliano, además de ser el pilar de una de las grandes dinastías de nuestros tiempos -la dinastía Zuleta-, era uno de los mejores acordeoneros conocidos, un compositor excelente,  maestro de la décima, destreza que lo ayudó a salir triunfante de esas legendarias piquerías en las que participó y de las que surgió una de sus grandes joyas musicales más importante, que en la voz de Carlos Vives le dio la vuelta al mundo y lo inmortalizó: “La gota fría”, un ejemplo en tono menor de las riquezas literarias de nuestra cultura Caribe.

Por último y no menos importante, estaba Consuelo Araujo Noguera, apodada “La Cacica”. Una de las grandes promotoras del departamento del Cesar y de los festivales vallenatos, quien junto a Rafael Escalona, Alfonso López  Michelsen  y otros más, crearon El Festival de la Leyenda Vallenata.

Gabriel García Márquez luchó media vida contra todos aquellos señuelos, trampas e ilusiones que se le atravesaron en su camino y que lo llevaban a ser otra cosa que no fuera escritor, hasta dar origen a ese personaje universal que fue por todo el mundo contando las historias mágicas de nuestra cotidianidad Caribe, y tratando de hacer un poco más creíble nuestra realidad. Siempre lo dijo y lo repitió en su discurso sobre “la soledad de América Latina”, que lo más difícil de contar una historia de este lado del mundo es la carencia de recursos  convencionales para hacerla creíble. Con los años se convirtió en parte de ese mundo mítico de los cantos vallenatos. Armando Zabaleta, otro de los grandes de este folclore, le compuso una canción reclamándole el descuido de la casa de Aracataca, la que hoy en día está muy bien cuidada y convertida en museo, gracias a que aquel niño que un día la habitó se hizo grande. Su compadre Rafael Escalona, lo homenajeó en una de sus obras magistrales haciendo mención a ese viaje histórico que hicieron todos a Estocolmo a recibir el premio nobel de literatura.

Esos mismos personajes, que Gabriel García Márquez muchos años antes había inmortalizado en su obra cumbre Cien años de soledad (la que ha sido denominada como un vallenato de cuatrocientas páginas), lo convirtieron  con el tiempo en otro de los grandes  juglares vallenato, seres míticos que como él, van de pueblo en pueblo contando el cuento y habitando en el ámbito inmortal de la imaginación, que no se sabe a ciencia cierta si mueren como el resto de los mortales, sólo que desaparecen después de haber vivido más de doscientos años, pero que desde mucho antes ya se han convertido en leyenda.

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