Fotografía: Óscar Perfer

En Zipaquirá falta un letrero: “Se venden palmas fúnebres”

La historia del origen real de Fernanda del Carpio, personaje de la novela Cien años de soledad.
María del Pilar Rodríguez - Gabitera

La primera vez que llegué a Zipaquirá con solo caminar sus calles comprendí el impacto que aquel lugar había tenido sobre Gabriel García Márquez. Los aromas, los caminos, el paisaje y, por supuesto, la temperatura. Aquello era una antonimia total a nuestro natal caribe.

Nacimos -él en Aracataca y yo en Barranquilla- en un pedazo de tierra donde los colores nos los enseñaron en las calles, señalando las flores que en los jardines todo el año expresan esa policromía que ninguna cartilla es capaz de igualar.

Sensaciones que se deshacían tal cual las mariposas que iban detrás de Meme –rumbo al convento donde su madre la recluyó en estas latitudes andinas–. Ante el humo descomunal de los hornos de sal, que sumó a esto que yo veía –cuando llegó García Márquez–, un hollín infinito…

Tamiz grisáceo que en combinación con el frío del páramo no podía más que llamar a la melancolía en el interior de este hombre caribe que, para su desgracia, además, de camino, se había deshecho del sobretodo de camello que su madre le había conseguido para que se resguardara del frío, tirándolo por la borda del buque David Arango, a bordo del cual surcaba el río Magdalena para llegar a Puerto Salgar y de ahí tomar el tren hasta la estación de la sabana en Bogotá. Todo porque sus hermanos le habían dicho que la prenda había pertenecido a un político muerto y que si se la ponía, seguro el muerto le salía…

Extravagante camino estudiantil de principios de los cuarenta que recorrió muchas veces el escritor en ciernes. Desde aquella primera vez que lo abordó en busca de una beca para terminar el bachillerato, que se negó a continuar en Barranquilla por causa de un mal de amores.

En la cubierta, haciendo uso de sus bien conocidas facultades de cantante, un sonoro y amoroso bolero le abriría las puertas del Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá.

Embebido en la lectura de libros con empaste de lujo, un hombre ocupaba las horas en engullir páginas en el barco, mientras Gabito entre canción y canción le echaba un vistazo, -porque ya desde entonces era un ávido lector-.

La lectura se detuvo y el hombre se acercó a Gabito para pedirle que le escribiera en un papel la letra del bolero que acababa de interpretar, -pues tan romántico como él- se lo quería cantar a la novia que en Bogotá lo esperaba. Generoso y presto, García Márquez no solo le transcribió la letra al interesado, si no que además le dio un par de trucos de interpretación. La vida todavía no sabía qué tanto agradecería aquel extraño…

Al llegar a la estación de la sabana, mientras el joven Cataquero esperaba a que un pariente de su padre lo viniera a recoger, el hombre agradecido le extendió un ejemplar de “El doble” de Dostoievski por el favor de la canción.

Los días pasaron y aquel encuentro se repitió. Justo cuando el estudiante hacía la fila frente al Ministerio de Educación Nacional en busca de una beca para finalizar la secundaria, el mismo lector de la cubierta se le acercó y le preguntó qué hacía en aquella fila, para informarle tras la respuesta que saliera de ahí, que él era uno de los encargados de las becas.

El amable y caribe abogado no había terminado de preguntarle al hijo del telegrafista de Aracataca dónde quería estudiar, cuando este ya había respondido con juicio lo que le había ordenado decir su mamá: “Yo quiero estudiar en el Colegio San Bartolomé ¡Donde estudian los presidentes!” Ante lo cual el funcionario le señaló la torre de cartas en su escritorio por parte de gente influyente, recomendando a jóvenes para una plaza en ese colegio, lo que imposibilitaba darle un lugar allí.

Sin embargo, le otorgaron un cupo en el Liceo Nacional de varones de Zipaquirá, que contaba con un profesorado de excelente nivel… Suerte que, más de una vez García Márquez calificaría como “haberse ganado un tigre en una rifa”. Tigre, que está demostrado, hace parte del coctel que dio origen a más de un episodio, y un personaje en su literatura… Incluyendo una de las mujeres más bellas de Cien años de soledad. La que para Aureliano Segundo fue la mujer más hermosa de la tierra…

“(…) Con la tenacidad atroz con que José Arcadio Buendía atravesó la sierra para fundar Macondo, con el orgullo ciego con el que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad insensata con la que Úrsula aseguró la supervivencia de la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo instante de desaliento. Cuando preguntó dónde vendían palmas fúnebres, lo llevaron de casa en casa para que escogiera las mejores. Cuando preguntó dónde estaba la mujer más bella que se había dado sobre la tierra, todas las madres le llevaron a sus hijas. Se extravió por desfiladeros de niebla, por tiempos reservados al olvido, por laberintos de desilusión. Atravesó un páramo amarillo donde el eco repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios. Al cabo de semanas estériles, llegó a una ciudad desconocida donde todas las campanas tocaban a muerto. (…)” (Márquez, págs. 217, 218)

Ciudad andina de caminos empedrados y balconadas coloniales, donde Gabriel García Márquez descubrió esas papas nevadas “que sabían a gloria”, y la primera cita con la que sería una de las compañeras más fieles de su creación: la música clásica. Un lugar donde conoció a algunos de los Piedracelistas –poetas del movimiento Piedra y Cielo– gracias a que uno de sus miembros –Carlos Martin– fue rector del liceo durante una parte de la permanencia del escritor en esta casona de dos patios que, como testigo silente, permanece incólume hoy, en el centro histórico de Zipaquirá, para evitar que la peste del olvido alcance los recuerdos, de esta importante etapa en la vida del Premio Nobel de Literatura colombiano.

Ubicada a menos de 2 horas de la capital colombiana, Zipaquirá es un municipio tranquilo y lleno de parajes idílicos, entre los cuales, además del antiguo liceo, hay un tesoro museográfico muy especial: La Casa Museo Quevedo Zornoza. Ésa fue la residencia del Maestro Guillermo Quevedo Zornoza y su familia. Propiedad, donde además de preservar y exhibir el testimonio físico de la vida y obra del gran compositor de música clásica –que vendía sus composiciones ya en los 40 a la RCA Víctor en USA–, nos abre la puerta a conocer el lugar donde aprendió a escribir a máquina Gabriel García Márquez. Esto gracias a la deferencia del maestro Quevedo, que lo recibía como un amigo de la familia y que, en consonancia con ello, le prestaba su máquina, al tiempo que en la sala contigua se escuchaban los ejercicios de piano de su hermana, Conchita Quevedo Zornoza, que, con su elegancia, disciplina para manejar el hogar y sus costumbres de mujer andina tradicional, la subrayan para mí, con el halo inconfundible de Fernanda Del Carpio.

“(…) Fernanda era una mujer perdida para el mundo. Había nacido y crecido a mil kilómetros del mar, en una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra traqueteaban todavía, en noches de espantos, las carrozas de los virreyes. Treinta y dos campanarios tocaban a muerto a las 6 de la tarde. En la casa señorial embaldosada de losas sepulcrales, jamás se conoció el sol. El aire había muerto en los cipreses del patio, en las pálidas colgaduras de los dormitorios, en las arcadas rezumantes del jardín de los nardos. Fernanda no tuvo hasta la pubertad otra noticia del mundo que los melancólicos ejercicios de piano ejecutados en alguna casa vecina (…)” (Márquez, 1997)

Y así, soportada en estas palabras y tras un largo cotejo de fuentes, siguiendo la premisa del escritor respecto a que no hay en sus novelas algo que no tenga cimiento en la realidad. Gracias al apoyo de todo el generoso equipo de la Fundación Casa Museo Quevedo Zornoza, la mirada avizora del fotógrafo Óscar Perfer y la complicidad del Centro Gabo y la Institución Tecnológica Colegio Mayor de Bolívar; las visitas una y otra vez a este museo, cobraron este nuevo sentido de confirmarlo como el origen real de Fernanda Del Carpio.

El magistral inventario que tienen de las pertenencias de la familia Quevedo Zornoza habla, y nos parece estar viendo lo que llegaba en los baúles llenos de enseres que enviaba como regalo a sus nietos el padre de Fernanda…

“(…) los niños se acostumbraron a pensar en el abuelo como un ser legendario, que les transcribía versos piadosos en las cartas y les mandaba en cada Navidad un cajón de regalos que apenas si cabía por la puerta de la calle. Eran, en realidad, los últimos desperdicios del patrimonio señorial.  (…) Poco a poco el esplendor funerario de la antigua y helada mansión se fue trasladando a la luminosa casa de los Buendía.” (Márquez, 1997)

El piano, el oratorio, los baúles, el reloj detenido en unas eternas 3 de la tarde, los efectos personales de doña Conchita, nos hacen respirar en el patio interior, el vaho de aquella mujer de carácter férreo; estarcida con notas de la refrescante belleza de la jovencita de la familia –Consuelo Quevedo– amiga entrañable del joven Gabriel en estas tierras.

Fernanda Del Carpio es un personaje cuya raíz real es esta casa, donde la magia habita los rincones, de la misma forma indeleble como el testimonio de por qué García Márquez tuvo siempre por costumbre escribir escuchando música.

No sabemos con certeza si fue aquí donde lo llevaron a navegar con Bela Bartok, pero sí sabemos que ensayó Zarzuelas para el teatro Mac Douall –ubicado en este mismo municipio– y también que hizo intentos para escribir la letra de un himno para el liceo con música del maestro Quevedo. El mismo del que deja fe en sus memorias con las siguientes palabras: “Nunca supo el maestro Guillermo Quevedo Zornoza, ni me atreví a decírselo, que el sueño de mi vida en aquellos años era ser como él”.

Líneas que reconfirman que García Márquez frecuentó esta casa y conoció muy bien sus costumbres, albergando en la memoria los detalles mezclados con otras muchas experiencias a lo largo de su vida que me hacen decir hoy que en la Casa Museo Quevedo Zornoza solo falta: “clavado en el portón y casi borrado por la lluvia el cartoncito más triste del mundo: Se venden palmas fúnebres.” (Márquez, 1997)

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