Conocí a Gabo nada más empezar en el periodismo. Me trató como a un veterano expresando una manera absolutista de acercarse al oficio: el periodismo solo puede ser una pasión. No hay días y noches, no hay trabajo, descanso u ocio para un periodista. Vive y respira todo el tiempo como periodista buscando las rupturas, los personajes y las tendencias que expliquen la marcha del mundo. El oficio, según Gabo, era intenso o no era. Se trataba de vivir para contar.
Su gran talento, aplastante para sus colegas, era su manera de resumir todo a través de anécdotas. Un sexto sentido le permitía ubicar la cosa, la frase, el gesto, el proceso extraviado que expresaba toda una historia a través de un único detalle. Claro que siempre se podía percibir el genio del novelista en aquella manera de revisar el estado del mundo a una tremenda velocidad, pasando de la vieja Europa a su querida América Latina. Aquella mirada, cargada de ironía alegre, era aguda, sorprendente, sencilla. Transformaba todos los temas, incluyendo los más pequeños, en un dato pertinente y hasta memorable. “De lo que me dicen, creo muy poco; y de lo que veo, nada”, me dijo una vez en broma. Era su manera de reconocer que actuaba al revés: aprovechaba todo con la voluntad de ser el inagotable testigo de nuestro mundo.
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