Foto Rodrigo García Barcha
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Prefacio para un nuevo milenio: discurso de Gabriel García Márquez sobre el potencial de la imaginación

Palabras pronunciadas por el escritor colombiano en Caracas, Venezuela, el 4 de marzo de 1990 en la inauguración de la exposición “Figuración y fabulación: 75 años de pintura en América Latina, 1914-1989”.

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Foto Rodrigo García Barcha
Redacción Centro Gabo

Esta exposición temeraria se inaugura en un momento histórico en que la humanidad empieza a ser distinta. Cuando Milagros Maldonado la concibió, hace unos tres años, el mundo estaba todavía en las penumbras del siglo XX, uno de los más funestos de este milenio moribundo. El pensamiento era cautivo de dogmas irreconciliables e ideologías utilitarias sembradas en el papel y no en el corazón de la gente, y cuyo signo mayor era la ficción conformista de que estábamos en la plenitud de la aventura humana. De pronto, un ventarrón de no se sabe dónde empezó a resquebrajar ese coloso con pies de barro y nos hizo entender que veníamos por el camino errado desde quién sabe cuándo. Pero al contrario de lo que podría parecer, éstos no son los preludios de un desquiciamiento, sino todo lo contrario: el largo amanecer de un mundo presidido por la liberación total del pensamiento, para que nadie sea gobernado por nadie más que por su propia cabeza.

Tal vez nuestros antepasados precolombinos vivieron una experiencia similar a ésta en 1492, cuando una partida de navegantes europeos se encontró en estas tierras atravesadas en el camino de las Indias. Nuestros remotos abuelos no conocían la pólvora ni la brújula, pero sabían hablar con los pájaros y averiguar el futuro en los lebrillos, y tal vez sospecharon, mirando las estrellas en las noches inmensas de su época, que la Tierra era redonda como una naranja, pues ignoraban grandes secretos de la sabiduría de hoy, pero ya eran maestros de la imaginación.

Fue así como se defendieron de los invasores con la leyenda vivencial de El Dorado, un imperio fantástico cuyo rey se sumergía en la laguna sagrada con el cuerpo cubierto con polvo de oro. Los invasores les preguntaban dónde estaba y ellos señalaban el rumbo con los cinco dedos extendidos. «Por aquí, por allá, más allá», les decían. Los caminos se multiplicaban, se confundían, cambiaban de sentido, siempre más lejos, siempre más allá, siempre un poquito más. Se volvían tan imposibles como fuera posible para que los buscadores enloquecidos por la codicia pasaran de largo y perdieran el rastro sin caminos de regreso. Nadie encontró nunca El Dorado, nadie lo vio, nunca existió, pero su nacimiento puso término a la Edad Media y abrió el camino para una de las grandes edades del mundo. Su solo nombre indicaba el tamaño del cambio: el Renacimiento.

Cinco siglos más tarde la humanidad debió sentir otra vez el estremecimiento de que otra nueva era empezaba cuando Neil Armstrong plantó su huella en la Luna. Estábamos con el alma en un hilo en el verano solar de Pantelaria, una isla desértica al sur de Sicilia, viendo en la televisión aquella bota casi mística que buscaba a ciegas la superficie lunar. Éramos dos parejas europeas, con sus niños, y dos parejas de América Latina, con los suyos. Al cabo de la espera, la bota extralunar posó su planta en el polvo helado y el locutor recitó la frase que debía estar pensada desde el principio de los siglos: «Por primera vez en la historia de la humanidad, un ser humano ha puesto un pie en la Luna». Todos estábamos levitando ante el pavor de la Historia. Todos, menos los niños latinoamericanos que preguntaron a coro: «¿Pero es la primera vez?». Y abandonaron la sala defraudados: «¡Qué tontería!». Pues para ellos, todo lo que alguna vez hubiera pasado por su imaginación –como El Dorado– tenía un valor de hecho cumplido. La conquista del espacio, tal como la suponían en la cuna, había ocurrido hacía mucho tiempo. Y sólo allí ocurrió.

Así, en el mundo del futuro inminente, nada estará escrito de antemano ni habrá lugar para ninguna ilusión consagrada. Muchas cosas que ayer fueron verdad no lo serán mañana. Quizás la lógica formal quede degradada a un método escolar para que los niños entiendan cómo era la antigua y abolida costumbre de equivocarse, y quizás la tecnología inmensa y compleja de las comunicaciones actuales sea simplificada con la telepatía. Será una especie de primitivismo ilustrado cuyo instrumento esencial ha de ser la imaginación.

Entramos, pues, en la era de la América Latina, primer productor mundial de imaginación creadora, la materia básica más rica y necesaria del mundo nuevo, y del cual estos cien cuadros de cien pintores visionarios pueden ser mucho más que una muestra: la gran premonición de un continente todavía sin descubrir, en el cual la muerte ha de ser derrotada por la felicidad, y habrá más paz para siempre, más tiempo y mejor salud, más comida caliente, más rumbas sabrosas, más de todo lo bueno para todos. En dos palabras: más amor.

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