Entrevista con el periodista y escritor colombiano Juan Gossaín Abdallah.
Hay personas que la voz les cambia cuando hablan por radio o que suben dos y tres kilos si aparecen en televisión. Juan Gossaín no, él es inmune. Sus palabras salen de su boca con la misma cadencia y el mismo tono con que solían salir por los parlantes de millones de colombianos que hasta hace unos años escuchaban embrujados su programa radial. Si cierro los ojos y lo oigo conversar es posible creer que estoy solo, con los audífonos puestos o el radiecito pegado al oído, y que aquel hombre viejo como un mito no está al lado mío sino frente a un micrófono en una cabina genial.
En algunos casos, la tierra de donde venimos profetiza nuestra vocación. Juan Gossaín es un ejemplo de ello. Nació en 1949 en un pueblito de Córdoba llamado San Bernardo del Viento, nombre perfecto para alguien que a fuerza de puño y letra, intuición popular y olfato de periodista, se convierte en un maestro de la emisora que durante décadas ve encender el letrero rojo de “AL AIRE” antes de cada transmisión. La coincidencia es tan hermosa que si esto fuera un cuento y no una entrevista, tendría por título “El sambernardino del viento que salía al aire”.
Retirado ya de su oficio, aunque dispuesto a afilar el bolígrafo de vez en cuando, Gossaín disfruta de su vida en Cartagena. Hay algo, sin embargo, que lo tiene intranquilo: el rumbo que ha tomado el periodismo colombiano en la era digital. “Estudio las redes sociales y cada día estoy más aterrado”, dice, “especialmente por la manipulación”. Su teléfono móvil, saturado de mensajes y notificaciones, no deja de sonar. “Cada cinco minutos me pita el teléfono y todo para leer unas barbaridades”, confiesa mientras esboza una mueca de espanto. Sólo sonríe cuando le pregunto por sus historias junto a Gabriel García Márquez, su compatriota del Caribe. Por esa hendidura de felicidad y nostalgia comienza nuestro diálogo.
El último… Sucedió poco antes de morir, fue muy conmovedor. Gabo vino a Cartagena y Gloria Triana, quien fue asesora de Colcultura, le hizo un almuerzo. A mí también me invitaron junto a un grupo de amigos. Cuando yo llegué García Márquez estaba sentado con Mercedes en una mesa grandísima, rodeado de un montón de gente. Se veía ya muy enfermo, casi no podía pararse de su asiento. Cuando caminé hacia donde él estaba me hizo señas para que me agachara porque no podía hablar alto. Me agaché hasta poner el oído en su cara e intentó murmurarme algo pero no pudo. Entonces, desesperado, trató de comunicarme lo que quería decir y me cogió una mano y me dio beso en ella. Yo me acerqué a su oído y le dije: “te entendí perfectamente, yo también te quiero muchísimo. Tú eres para mí un hermano y un ídolo”. Fue mucho mejor ese beso que haber dicho cualquier cosa con palabras. Esa fue la última vez que lo vi. A los pocos meses murió en México. Nunca olvidaré esa escena, él estaba vestido de blanco, durante la comida trajeron a una cantadora de porros clásicos de Montería, Aglaé Caraballo, y Gabo disfrutó mucho oyendo esos porros viejos.
Esa es una historia muy curiosa. Yo nací en San Bernardo del Viento, en Córdoba, pero estudié en Cartagena, enviado de interno al colegio La Esperanza, en la Calle del Tejadillo cerca de las murallas. Un día de 1966 estaba terminando de leer una novela de García Márquez que acababa de salir, La mala hora, cuando vi en el Diario de la Costa una noticia que decía que don Víctor Nieto había creado el Festival Internacional de Cine de Cartagena y que las películas iban a ser exhibidas en el Circo Teatro, donde estaba la plaza de toros de la Serrezuela. La noticia también informaba que una de esas películas que presentarían en el festival era una mexicana con libreto de Gabriel García Márquez llamada Tiempo de morir. Me dije: “Quiero ver esa película”. Apenas tenía dieciséis años, así que me volé del internado y fui a verla. Fue toda una fantasía lo que pasó allí. El Circo Teatro no tenía techo, pues era una plaza de toros; la película la proyectaron a las cuatro de la tarde y la luz del Caribe no dejaba ver nada; por si fuera poco la brisa que soplaba desde el mar alborotaba la pantalla que en esa época era de tela. Fue una cosa insólita. En el teatro estaban todos: Arturo Ripstein, que era el director de la película, y varias actrices mexicanas. A una de ellas se le fue el pie en una tabla podrida y casi se mata en medio de los aplausos de la gente que pensaba que eso era parte del show. La película también sorprendió. Tiempo de morir es la historia de Juan Sayago, un hombre que mata a otro en un duelo y se lo llevan preso, vuelve después de pagar su condena y se encuentra con su novia. En una escena él le reclama: “nunca me escribiste a la cárcel como me habías prometido”. Y ella le responde: “sí te escribí. Te escribí a la cárcel de San Miguel el Alto [un pueblo en México], pero me devolvieron la carta diciéndome que te habían trasladado a la cárcel de San Bernardo del Viento”.
Casi me desmayo ahí. “¿San Bernardo del Viento?”, pensaba, “¿qué es esto?”. Cuando se termina la película, yo estaba tan emocionado que me puse hablar en el teatro con otros estudiantes. Alguien que me escuchó hablar del pueblo me dijo que eso era obra de García Márquez. “Mírelo, allí está”, me gritó. García Márquez estaba hablando con los productores y el director, parado con el pie contra la pared como se paran las personas en las plazas de los pueblos. Me acerqué y le dije: “perdóneme que lo interrumpa, pero yo quiero saber por qué menciona a San Bernardo del Viento en la película”. “¿Usted por qué quiere saber?”, me preguntó. “Yo soy de allá”, respondí. Entonces Gabo dijo: “porque me pareció un nombre muy bello para ser usado en el cine y la literatura y porque cuando estudiaba derecho en la Universidad de Cartagena tenía un amigo que estudiaba medicina que era de San Bernardo del Viento”. El amigo era Luciano el Monito Lepesqueur, cuya esposa era prima hermana mía. Ahí acabó la conversación. Cuarenta años después, cuando Gabo y yo ya éramos buenos amigos, nos encontramos nuevamente en Cartagena y mientras comíamos pescado frito volví a preguntarle. “Óyeme Gabo, yo siempre he querido saber por qué mencionas a San Bernardo del Viento en Tiempo de morir”. Y Gabo me dejó asombrado con su respuesta: “¿me vas a seguir haciendo la misma pregunta de la puerta del Circo Teatro?” [risas].
Muchas. Todas importantísimas. Yo siempre he dicho que la materia prima fundamental del periodismo es la ética, o sea, contar la verdad. Pero siempre he agregado que se ve mucho mejor la verdad cuando está bien contada. Entonces digo que hay una estética de la ética. García Márquez fue un maestro en eso. Sus crónicas en El Espectador, e incluso antes, en sus artículos de El Universal y El Heraldo, o después, en sus escritos de la revista Cambio, son una muestra de lo que está bellamente contado pero con un apego riguroso a la verdad, pues se trata de periodismo no de literatura. Esa es la principal lección que los periodistas posteriores a Gabo hemos aprendido de él. También podríamos decir que él humanizó bastante el periodismo colombiano, encontrando protagonistas oculares, gente de la calle. Acuérdese de las crónicas sobre la tragedia de Antioquia o sobre la difícil situación del Chocó que hizo para El Espectador. Todas esas realidades él las humanizó, sin olvidar la estética de ética.
Déjeme decirle algo que hablé con el mismo García Márquez en varias ocasiones. Las primeras columnas supuestamente periodísticas que escribió Gabo son las de El Universal de Cartagena, cuando Manuel Zapata Olivella lo lleva a donde el maestro Clemente Manuel Zavala, el jefe de redacción. Esas columnas son más literatura que periodismo. Yo le comenté a García Márquez que a mí esas columnas no me habían gustado tanto, porque considero que eso no es periodismo. Periodismo es lo que él comienza a hacer entre su ida a El Heraldo y su paso por El Espectador. Supongo que como El Universal no contaba con un suplemento literario, él las tenía que publicar en el periódico diario. Pero eso no es reportería ni es crónica, eso es literatura. Yo lo que creo es que hay un García Márquez literato que escribía en un periódico que después se volvió periodista y luego volvió a ser literato.
Con buen periodismo. Mire, yo estoy muy preocupado con eso. Reviso ese tema diariamente, estudio las redes sociales y cada día estoy más aterrado, especialmente por la manipulación. La manipulación de las noticias en las redes por intereses políticos, empresariales y comerciales. O por ignorancia periodística, que incluye lo que has mencionado: el apresuramiento del periodista que quiere ser el primero en decir una noticia y por eso no confirma los hechos ni verifica la información. Muchos no han entendido que lo importante en el periodismo no es quién lo dice primero sino quién lo dice mejor, y decirlo mejor es decirlo con más elementos, con más seriedad y, sobre todo, con más credibilidad, que es nuestro mayor capital de trabajo. La confianza de las personas es esencial, que la gente crea en ti es lo que hace al periodismo. No obstante con las redes sociales estamos viviendo unos tiempos terribles. Estoy viendo morir el periodismo en las redes. ¿Cómo se combate eso? Con lo contrario: haciendo periodismo serio en el mismo escenario. Un periodismo ético y veraz en las redes sociales.
Esta deformación del periodismo en las redes sociales está llegando a tanta locura que ya las fuentes no necesitan a los medios. Antes había una relación eterna en el periodismo: desde sus orígenes, la fuente necesitaba del medio para divulgar su información. Hoy en día eso no es así, porque ya la fuente tiene su propio medio o lo inventa. Ya ni siquiera hay un filtro entre el medio y la fuente. Antes venía una persona a contarle una historia a uno, y uno le decía “¿usted puede probar que eso es verdad?” “¿usted tiene testimonio de eso?”. Ahora la persona abre un portal cualquiera y suelta lo que le venga en gana. No hay editor, ni jefe de redacción, ni criterio periodístico. Incluso se han invertido los papeles, porque las fuentes de los medios son las redes, y entonces las mentiras de las redes se repiten en los medios porque los medios las toman de las redes.
Cualquiera que mande una barbaridad, un mensaje distorsionado de WhatsApp o un tuit, ya lo creen periodista. Y además esas mismas personas se presentan así: como periodistas. La peor víctima de eso no sólo es la ética de la sociedad, sino también uno mismo. A mí me tienen enloquecido porque cada cinco minutos me pita el teléfono y todo para leer unas barbaridades. Creo que el único camino para salir de esto es que los periodistas serios se tomen las redes y sean líderes en el periodismo digital.
Esto: el periodismo es la materia prima de la vida en sociedad. Hoy más que nunca el periodismo serio es una receta médica para la sociedad. Eso depende de ustedes, muchachos. Nunca olviden una breve, sencilla y elemental consigna: cada vez que se sienten a escribir, a grabar o a hablar por radio, siempre recuerden que la verdad está por encima de todo. Una verdad que además ha de ser linda, porque está bien contada.
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