Seis historias del escritor colombiano que nos transportan a las lloviznas y los aguaceros.
Se dice que Gabriel García Márquez tropezó con sus influencias literarias más determinantes por culpa de la lluvia. Fue en marzo de 1949. En Vivir para contarla, Gabo confiesa que una madrugada llegó borracho al Camellón de los Mártires en Cartagena y se echó a dormir en una banca vacía, sin percatarse que pronto caería sobre la ciudad un aguacero bíblico. Como consecuencia contrajo una pulmonía que lo obligó a trasladarse a casa de sus padres en Sucre; allí, en estado de convalecencia, recibió de parte de sus amigos de Barranquilla una caja con 23 libros de grandes autores como William Faulkner, Virginia Woolf, John Dos Passos y Ernest Hemingway. De Hemingway diría, años después, que uno de sus mejores cuentos era precisamente ese que tenía por título “Un gato bajo la lluvia”.
La lluvia, como fenómeno atmosférico relacionado con el encierro y la nostalgia, terminaría apareciendo en varios de sus cuentos y novelas. Los lectores de Cien años de soledad, por ejemplo, recuerdan con interés aquel diluvio que cayó en Macondo y que duró cuatro años, once meses y dos días.
Compartimos contigo seis historias de Gabo que nos transportan a las lloviznas y los aguaceros:
Publicado por primera vez el 25 de julio de 1948 en el periódico El Espectador, este cuento de corte surrealista narra la extraña relación física y metafísica de un hombre con su hermano gemelo muerto, a quien siente en un sueño durante una madrugada lluviosa.
Oyó, allá afuera, el golpeteo de la lluvia creciente que se venía martillando los cristales de la ventana entreabierta. Un aire fresco, regocijado y nuevo entró cargado de humedad. El frío de las manos se intensificó haciéndole sentir la presencia del formol en las arterias; como si la humedad del patio hubiese entrado hasta sus huesos. Humedad. “Allá” hay mucha humedad. Pensó con cierto disgusto en las noches de invierno en que la lluvia traspasará la hierba y la humedad irá a dormir sobre el costado de su hermano, a circularle por el cuerpo como una corriente concreta. Le parecía que los muertos tuvieran necesidad de otro sistema circulatorio que los fuera precipitando hacia otra muerte irremediable y última. En ese momento deseaba que no lloviera más, que el verano fuera una estación eterna y dominante.
Originalmente, el “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” fue publicado con el título “El invierno” el 24 de diciembre de 1952 en el número especial de navidad del periódico El Heraldo. Posteriormente sería publicado en la edición de octubre de la revista bogotana Mito y llevaría el título con el que hoy es conocido. En este cuento el personaje Isabel, una mujer encinta, va describiendo desde el interior de su casa cómo una lluvia de casi seis días va privando de sus sentidos a todos los habitantes hasta dejarlos en un estado sin tiempo entre la vigilia y el sueño.
Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de mayo se había convertido durante la noche en una substancia oscura y pastosa, parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las macetas. “Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra”, dijo mi madrastra. Y yo noté que había dejado de sonreír y que su regocijo del día anterior se había transformado en una seriedad laxa y tediosa.
Escrito hacia 1958, este cuento relata la historia de una madre que llega a un pueblo para visitar la tumba de su hijo, Carlos Centeno, un ladrón que fue asesinado a balazos mientras intentaba forzar la cerradura de la casa de una viuda. Aun cuando en el cuento impera el sol y el calor sofocante, el instante en que Carlos Centeno es ultimado está exclusivamente enmarcado en un contexto lluvioso.
La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 años de soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc.
Durante el segundo semestre de 1958, estando en Caracas, García Márquez escribe este cuento que trata sobre la paulatina ruina en la que va cayendo la esposa de José Montiel luego de la muerte de éste. José Montiel, también conocido como don Chepe Montiel, hace su fortuna apoderándose de las tierras que venden a precios irrisorios las familias que tienen que huir del pueblo por la violencia del gobierno militar que no tolera opositores (familias que son denunciadas ante las autoridades por el mismo Montiel). Por esa razón, después de su muerte, el pueblo tomará represalias contra su viuda. Ella deberá soportar sola todo ese resentimiento en un tiempo hostil ambientado por la lluvia.
La viuda de Montiel lanzó un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosas y ella se sentía perdida, navegando sin rumbo en la desordenada y fabulosa hacienda de José Montiel. El señor Carmichael, antiguo y diligente servidor de la familia, se había encargado de la administración. Cuando por fin se enfrentó al hecho concreto de que su marido había muerto, la viuda de Montiel salió del dormitorio para ocuparse de la casa. La despojó de todo ornamento, hizo forrar los muebles en colores luctuosos, y puso lazos fúnebres en los retratos del muerto que colgaban de las paredes. En dos meses de encierro había adquirido la costumbre de morderse las uñas. Un día —los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar— se dio cuenta de que el señor Carmichael entraba a la casa con el paraguas abierto.
—Cierre ese paraguas, señor Carmichael —le dijo—. Después de todas las gracias que tenemos, sólo nos faltaba que usted entrara a la casa con el paraguas abierto.
El señor Carmichael puso el paraguas en el rincón. Era un negro viejo, de piel lustrosa, vestido de blanco y con pequeñas aberturas hechas a navaja en los zapatos para aliviar la presión de los callos.
—Es sólo mientras se seca.
Por primera vez desde que murió su esposo, la viuda abrió la ventana.
—Tantas desgracias, y además este invierno —murmuró, mordiéndose las uñas—. Parece que no va a escampar nunca.
En 1961, durante una visita al estado de Michoacán en México, García Márquez observó que algunos indígenas del lugar fabricaban ángeles de paja. Esta visión suscitó el germen primordial para la creación de “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, en donde un ángel decrépito cae en el patio de una casa, tumbado por las fuertes lluvias que anegan los hogares del pueblo con cientos de cangrejos.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar.
Este es el quinto cuento dentro del libro Doce cuentos peregrinos publicado el 20 de julio de 1992. Su historia la protagoniza María de la Luz Cervantes quien, en una tarde de lluvias primaverales, termina refugiándose en un autobús que acaba conduciéndola hacia un hospital de enfermas mentales en donde es internada debido a un malentendido. Se trata de un texto lleno de ansiedad y desesperación en el que la lluvia es cómplice de los problemas de María.
Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina de asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia y el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.
—Están dormidas— murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada de su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado.
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