Durante el tiempo que duró la adecuación del patio central del Claustro de la Merced para ubicar ahí un busto de Gabo, obra de la artista Katie Murray, todos los días le preguntaba a los obreros cómo iban y le preguntaba por los detalles de la obra a la arquitecta responsable del tema. Me había vuelto una especie de “interventora” del proyecto. Por ese entonces trabajaba en la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad de Cartagena que tiene sede en ese lugar y, para mi disfrute personal, iba a tener ahí mismo las cenizas de nuestro Nobel de literatura.
Cuando finalmente llegó el día recuerdo con mucha ansiedad que quería ver el busto develado, quería caminar por el patio central y sentarme a leer con los rayos del sol caliente en la cara solo porque ahí me acompañaría Gabriel García Márquez.
Sabía que sería muy estricto el protocolo de la organización del evento en el que se inauguraría el lugar donde reposarían las cenizas de Gabo, razón por la que no quise mover mis redes de contacto para conseguir una invitación. Yo sabía que después de ese domingo tendría a Gabo siempre, que lo saludaría en la mañana, al medio día y por la tarde.
Y así fue, al día siguiente cuando llegue al Claustro de la Merced aún se veían los rastros de la celebración del día anterior, miles de papelitos de mariposas amarillas por el piso engalanaban la entraba del Claustro, e imponente como es, ahí estaba el busto develado con las cenizas de Gabo. Me sentía feliz, me sentía cerca de él, porque su legado es eso justamente, dejarnos la capacidad de seguir sus pasos aún después de muerto con toda la inspiración que aún nos da. Disfruté en silencio de la soledad de ese momento. No pudo ser mejor.
Mi cara de felicidad, tal como en la foto que aquí comparto, siempre fue y sigue siendo la misma cada vez que voy al Claustro de la Merced. Siempre he estado consciente de su importante presencia.