Aparecen en novelas y en cuentos. Parece que saltaran de un relato a otro. No es casualidad que estos elementos hayan llegado a la obra de García Márquez para no salir jamás.
El 2 de julio de 1961, Gabriel García Márquez llegó a México por carretera, después de atravesar los paisajes sureños de Estados Unidos que había conocido antes a través de las páginas de William Faulkner, uno de sus principales referentes. Ese mismo domingo, mientras Gabo llegaba a la Estación de Buenavista y en un andén lo esperaba su amigo Álvaro Mutis, alguien se suicidaba con una escopeta en ese Estados Unidos que el colombiano recién abandonada. Era Ernest Hemingway, cazador eminente, que daba su último balazo a sí mismo en Idaho. Con Hemingway moría el otro estandarte de la escritura que había erigido para sí un García Márquez que llegaba a tierras aztecas con Los funerales de la Mamá Grande en la maleta.
La anécdota la cuenta -de manera magistral- el escritor Juan Villoro en una de las sesiones del curso ‘De la crónica a la ficción’, en las que el también periodista analiza el paso del periodismo a la ficción que tuvo el nobel a través de algunos cuentos incluidos en Los funerales de la Mamá Grande, desarrollada por la Casa Estudio Cien Años de Soledad de la Fundación para las Letras Mexicanas, con la colaboración de la Universidad Autónoma de Nuevo León, la Universidad Veracruzana y la Fundación Gabo.
Con ese inicio, que destaca la condición mítica con la que Gabo siempre quiso recordar su llegada a México, esa suerte de tierra prometida -pese a que algunos biógrafos desestiman la exactitud de los hechos-, Villoro comenzó a tejer la relación de algunos de los textos del mencionado libro de cuentos de García Márquez, cuya publicación fue crucial para el nobel, y estuvo antecedida de un hecho que marcó la permanencia del escritor en territorio azteca: el momento en que conoció el mar de Veracruz.
Abrumado por no lograr conseguir trabajo ni regularizar su situación migratoria en el país mexicano, Mutis percibió este agobio en García Márquez y lo llevó a Xalapa con dos fines. El primero, concretar la publicación de Los funerales, que terminó sellando la Editorial Veracruzana. Y el segundo, y tal vez el más importante: llevarlo a ver de nuevo el mar y su infinitud.
La publicación de Los funerales de la Mamá Grande logra una escala definitiva en la historia del García Márquez escritor. Villoro enfatiza en cómo “vemos que Gabo trabaja con materiales que pasan de un libro a otro, como si fuera el cartógrafo de un territorio imaginario, y va perfeccionando las historias, las va probando en distintas circunstancias”. En este libro aparece de nuevo una mención al coronel Aureliano Buendía, a Macondo, y hay circunstancias “que provienen de otros libros o se fraguaron en otro momento como cuentos y fueron a dar a otras novelas”. La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande, los cuatro primeros libros de Gabo, conservan vasos comunicantes bastante peculiares, rasgos que resultan importantes en toda su obra:
Este es uno de los elementos recurrentes en estos primeros relatos. Gabo se interesa mucho en la figura que altera la vida de un pequeño pueblo, que bien puede ser un forastero a alguien a quien se le atribuyen circunstancias que no necesariamente terminan sucediendo. Esa alteración de la costumbre es una de las marcas de fábrica de Gabo. “Recordemos que cuando él era niño, siempre escuchaba el sonido del tren y en la mesa del coronel Nicolás Márquez, su abuelo, siempre había un lugar para un forastero”, relata Villoro. En pueblos donde no pasan muchas cosas, la llegada de alguien distinto tiene el poder de alterar los hábitos y eso se convierte en sí mismo en una historia.
¿Dónde? En La siesta del martes, que tiene que ver con la llegada de una forastera que va en busca de su hijo. En La hojarasca, uno de los personajes centrales es un forastero que desata ciertos sucesos en el pueblo muchos años después de su llegada. En Un día después del sábado también aparece un forastero que trastoca al cura del pueblo.
En La siesta del martes hay una “conmovedora estampada sobre un emigrante, un fuereño, un simple forastero, que está en las condiciones equivocadas en el pueblo incorrecto. Eso está presente en muchas de las crónicas (de Gabo)”, señala Villoro.
A Gabo le interesaban los alcaldes, los caudillos, el poder rimbombante, pero también el poder ocasional en manos de quien nunca llegará a esas instancias de autoridad. Lo logra en figuras como el dentista del pueblo o en un barbero, que se enfrentan en circunstancias de mejor posición con otros personajes de mucha más escala jerárquica.
¿Dónde? En Un día de estos, donde un dentista debe sacarle la muela al alcalde del pueblo. En La mala hora y El otoño del patriarca, Gabo también explora esas facetas dictatoriales. En el periodismo, esta figura es evidente en El barbero presidencial, una de sus columnas de La Jirafa, que publicaba en El Heraldo: “(…) el primer mandatario, con los ojos cerrados y las piernas estiradas, se entregó al placer de sentir muy cerca de su arteria yugular el frío e irónico contacto de la navaja, mientras por su cabeza pasaban, en apretado desfile, todos los complicados problemas que sería necesario resolver durante el día”.
Los pájaros muertos, en Un día después del sábado; los cangrejos, en Un señor muy viejo con unas alas enormes; el gallo, en El coronel no tiene quien le escriba; la vaca, en El otoño del patriarca; las gaviotas, en Relato de un náufrago, y ni qué decir de las mariposas amarillas en Cien años de soledad… El valor que les da a los animales comunes se convierte en algo con peso simbólico. Un rasgo que, como vemos, es transversal en toda la literatura garciamarquiana.
¿Dónde? En muchos relatos y novelas, como ya lo hemos dicho: Un día después del sábado, Un señor muy viejo con unas alas enormes, El coronel no tiene quien le escriba…
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