Eran como las 7:00 de la noche de un sábado de 1984 cuando salté de la cama y bajé corriendo las escaleras en dirección a la cocina donde mi mamá terminaba de preparar la cena.
– ¡Acabo de leer en este libro –le dije casi gritando– que una mujer subió al cielo y no volvió a bajar!
– ¿Y cuál es ese libro? –preguntó sin quitar la mirada de la estufa.
– ¡Cien años de soledad! –le respondí.
Pero siguió imperturbable, al igual que la frase tranquila que esbozó por toda respuesta:
– Ufff, mijo, ni te preocupes que eso es pura fantasía.
A lo mejor tenía razón, pero 30 años después sigo creyendo que el episodio de Remedios la bella, ascendiendo en cuerpo y alma, envuelta en sábanas blancas y a plena luz del día, es tan cierto como todos los relatos prodigiosos que transcurren a lo largo de las más de 400 páginas de esa novela.
Es tan verosímil como las apariciones de Prudencio Aguilar tratando de cubrirse con un tapón la herida mortal que José Arcadio Buendía le hizo en el cuello, por haberlo ofendido en público. Es tan verdadero como la peste del insomnio y las alfombras voladoras de los gitanos que llegaron con Melquíades. Y tan verídico como aquel aguacero que se mezcló con agua de mar sólo para que el abuelo de la cándida Eréndira pudiera divisar una mantarraya volando en el patio de la casa de la abuela desalmada.
Desde ese momento, el nombre de Gabriel García Márquez dejó de ser para mí un simple rostro en las portadas de las revistas famosas, mientras que los títulos de sus cuentos y novelas renunciaron a seguir siendo una referencia más entre tanta literatura que nunca había leído, por andar inmerso en las distracciones propias de cualquier joven cartagenero de los años 80.
Fue entonces cuando creí comprender el fanatismo de mi profesor de castellano, quien, para ilustrar cualquiera de sus ejemplos didácticos siempre usaba frases, párrafos y hasta páginas de las obras de García Márquez, a la vez que nos exhortaba a que buscáramos y leyéramos esas historias, en aras de que nos despertaran la imaginación y nos animaran a escribir.
Pero pocos hacíamos caso. Yo hacía parte de la mayoría que prefería leer obras menores o ver televisión y películas de Chuck Norris, hasta una tarde de domingo en que decidí descubrir el fundamento del fanatismo de mi profesor. Llegué a casa de mi abuelo paterno y le inventé que necesitaba un libro llamado Cien años de soledad, para resolver una tarea de castellano, que sería la nota definitiva del semestre.
El abuelo, entusiasmado porque por fin uno de sus nietos se interesaba en su profusa biblioteca, abrió las viejas vitrinas y sacó un ejemplar de la segunda edición de la famosa epopeya de la familia Buendía. “Lo único que te pido —me advirtió— es que no se lo prestes a nadie, porque libro prestado es libro perdido”.
Y a nadie se lo presté, porque desde que vi la primera escena del coronel frente al pelotón de fusilamiento no pude detenerme hasta la última imagen en donde un vendaval apocalíptico arrasa con Macondo y con el último descendiente de los Buendía, un segundo después de haber descifrado la historia de la familia escrita en las claves de Melquíades con cien años de anticipación.
Al diablo se fueron las vacaciones de junio, porque Cien años de soledad, sin que lograra darme cuenta, me tomó por las solapas y no me soltó hasta el punto final. Era como si hubiera entrado a un teatro a presenciar la película de mi familia, a comprobar que cada personaje, cada situación y cada lugar de Macondo tenían algo que ver conmigo, con mis antepasados y con mi entorno.
Entonces comencé a nacer de nuevo. Ahora mis grandes preocupaciones giraban no sólo en torno a las historias de García Márquez sino también alrededor de las entrevistas que le hacían y a reunirme con gente que tuviera más conocimiento que yo sobre ese tema. Y el tema de las charlas era únicamente él.
Y no solo eso: de tanto interesarme en el fabulista de Aracataca, terminé leyendo a los autores que fueron sus maestros y a los escritores que lo acompañaron y guiaron en sus periplos por Cartagena, Barranquilla y Bogotá, cuando apenas era un muchacho interesado en el periodismo y en escribir las mejores obras literarias que pudieran concebirse en el mundo.
De manera que antes de terminar el bachillerato, ya tenía un aceptable conocimiento de literatura y de autores latinoamericanos, lo cual me animó a cometer algunos cuentos y poemas, tal como lo estaba deseando el profesor de castellano. Creo que también por eso decidí asumir el periodismo, después de haber barajado entre tantas profesiones que pudieron haberme convertido en un “doctor”, como se aspiraba por ley general en aquellos tiempos.
Pero mis intereses eran otros. Lo mío era aprender a utilizar las palabras precisas para describir situaciones y hacer creíbles las cosas que leía cuando acompañaba al coronel a esperar esa carta que nadie le escribió; o cuando presencié la borrachera de Baltazar, el que hizo creer que había vendido la jaula más bella del mundo al terrateniente más tacaño de la población.
Y de pronto me surgió otra preocupación: estrechar la mano del maestro García Márquez únicamente para darle las gracias por haberme cambiado la vida. Por eso continué persiguiendo el rastro de sus pasos en la arena y en la nieve, pero nunca se pudo.
Un año antes de tragarme cuatro veces Cien años de soledad, lo vi bailando vallenatos en una tarima del Muelle de los Pegasos, cuando Cartagena celebraba 450 años de fundada. Después volví a verlo en el Museo de Arte Moderno, en medio de un homenaje al pintor Enrique Grau. Estuvo cerca de mí en la redacción de El Universal cuando se organizó el primer seminario de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, pero nunca —y no sé por qué— pude expresarle mis agradecimientos.
Eso sí, todavía guardo la segunda edición de Cien años de soledad, esa que luce sobre la cabeza de García Márquez, abierta como una choza, en una fotografía famosa que no sé quién le tomó. Y hasta el momento he cumplido la orden estricta que me dio mi abuelo: no se la he prestado a nadie.
Al fin y al cabo, a veces creo que Francis Drake asaltó a Riohacha solamente para que García Márquez escribiera la saga de los Buendía y mi abuelo y yo pudiéramos buscarnos por los laberintos más intrincados de la sangre, para que, por fin y para siempre, Cien años de soledad me cambiara la vida.